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Diálogos de Besugos de 2002 otros 3
Diálogos de Besugos de 2002 otros
Por Publicado el: 30/12/2002Categorías: Diálogos de besugos

Diálogos de Besugos de 2002 otros 2

Email recibido de Juan Cambreleng:
Tu Beckmesser de esta misma fecha no puedo dejarlo sin comentarios -no en
defensa mía que frente a tí no la necesito porque no me importa tu actitud
hostil y socavadora, por las razones que sea-, en lo que respecta al
contrato de nuestro actual Director Técnico: las alusiones a la edad se
descalifican nada más que por la energía y sabiduría que cada día despliega
en este Teatro, como te podría informar cualquier persona bien
intencionada. En cuanto a Bianco quizás no te haya explicado el que en
varias ocasiones le ofrecí el puesto que, en cierta manera desempeñó
provisionalmente, y que lo rechazó. Nada más.

De sobra sé, porque lo han hecho otros con más ascendientes (?) y autoridad
sobre tí, que no seguirás en tu inconsecuencia y mal uso de tu condición de
patrono, periodista (?), crítico musical (?) y aficionado a la rumorología
y chismes.

Si te reconforta y satisface, sigue.

Juan Cambreleng Roca
Cristina Jerez Forés
Gerencia – TEATRO REAL
Plaza de Oriente, s/n
28013 MADRID
Tel. 34-91-516 06 30
Fax 34-91-516 06 35
Mi contestación:
Admirado Sr. Gerente del Teatro Real,
Agradezco su reciente email con términos tan laudatorios que dejan entrever
ha sido escrito a vuela pluma, nada más leer mi pasada columna. De él he
pasado copia a Gonzalo Alonso.
Por mi parte siento que haya una confusión que, como abogado que es usted,
debería haber evitado. Señor gerente, si me envía a mí un email, lo lógico
es que se dirija en él a mí. Pues no, dedica todas sus alabanzas a nuestro
común amigo Gonzalo Alonso, puesto que yo nada tengo que ver con el Teatro
Real.
Pobrecito, el sambenito que le ha caído conmigo. Para usted -y se que para
otros muchos también- parece mi otro yo, cuando no es sino uno más de los
muchos que contactan conmigo habitualmente para contarme cosillas. Sí, esos
chismes a los que usted se refiere. Bueno, miento un poco, porque es quien
de alguna forma me pasa una compensación por el ingrato trabajo de
seleccionar y enlazar informaciones variopintas. A veces hasta me invita a
que le acompañe a su teatro.
Me siento feliz, y ya una vez dije que había que agradecérselo, por esa
oportunidad a la tercera edad que ha concedido a quien fuera empresario de
un teatro tan de segunda como el Avenida de Buenos Aires y pasase una
temporadilla en un Colón desvencijado. Nunca es tarde para aprender la
última tecnología de la maquinaria del Real.
Siento en cambio que como pitoniso no vaya a hacer tanta carrera como Rappel,
pues no se a qué viene su mención al señor Daniel Bianco, a quien
sólo he tenido ocasión de ser presentado muy últimamente y él ni habrá ni
reparado en mi humilde persona. Me consta por otro lado que Alonso y él sólo
se han visto una vez.
Por lo demás, no soy quien para defender a Gonzalo Alonso. Él, de querer,
sabrá sobradamente cómo hacerlo. Sí puedo publicar su email y mi
respuesta en mi web. Responde a mi política de luz y taquígrafos para todo.
Y, por último, permítame un consejo: revise bien su correspondencia a fin de
que quede redactada de forma gramaticalmente correcta.
Un saludo con la cordialidad habitual.
Sixtus Beckmesser

Contestación de Gonzalo Alonso:
Estimado Juan,
Te agradezco como merecen las opiniones y elogios a mi modesta persona que viertes en el email que me ha trasladado Beckmesser, pero mucho te agradecería que, de ahora en adelante, digas lo que tengas que decir a quien corresponda. Aunque éste no lo dirijas a mí, es obvio que me he de dar por aludido.
Estoy plenamente de acuerdo con esas interrogaciones que acompañas en una de tus frases. Ni soy periodista, ni lo seré, ni nunca he pretendido serlo. Tampoco crítico. Aunque aquí quizá se me pueda calificar así por el simple hecho de opinar. No desde luego si se piensa en un crítico musical. Sobre todo porque no admitiría la comparación con las grandes figuras de nuestra historia. Así que dejemoslo en un buen aficionado que ha tenido la oportunidad de exponer sus opiniones de la misma forma que otros pueden dirigir organizaciones importantes siendo absolutamente novatos en la cuestión.
En cuanto a mis supuestas dualidades como patrono, periodista o crítico, sabes bien que no hay tales sino para bien del teatro. Voluntariamente he decidido no escribir críticas de las óperas que en él se representan, aunque como patrono no tenga nada que ver ni en la elección de títulos ni mucho menos repartos. Y sabes también que por el hecho de ser patrono guardo temporalmente en el congelador muchas informaciones que aluden al teatro y que me llegan por muchas vías de un mundo musical en el que estoy bastante inmerso. Y, así mismo, sabes sobradamente de mis muchas actuaciones para lograr avenencias en temas delicados. Sin ir más lejos, esta semana, me he puesto a disposición de García Navarro para terciar en el conflicto Machado, aunque no he recibido respuesta alguna.
Me gustaría contestar a tu último párrafo pero, perdóname no entiendo nada de él.
Aprovecho la ocasión para felicitarte por tu renuncia a la presidencia de la Fundación de los Amigos de la Ópera, aunque conoces que mi opinión es que debías haberlo realizado antes. Así se habrían evitado algunas de las pretensiones que me trasladaste durante un desayuno en mi casa y a cuyo apoyo me negué en rotundo.
Reconfortado por tu comprensión y amabilidad, un abrazo
Gonzalo Alonso
 
Pdt. Por razones obvias, paso copia de esta carta a Beckmesser y le dejo plena libertad para hacer con ella lo que estime oportuno.

EL MUNDO: El vampiro interior.ALVARO DEL AMO

LA SEÑORITA CRISTINALibreto y música: Luis de Pablo./ Basada en la novela de Mircea Eliade./ Director musical: José Ramón Encinar./ Director de escena: Francisco Nieva./ Escenógrafo: José Hernández. Reparto: Victoria Livengood, Luisa Castellani, Arantxa Armentia, Francesc Garrigosa./ Orquesta Sinfónica de Madrid./ Estreno mundial. Nueva producción del Teatro Real./ Fecha: 10 de febrero.
La cuarta ópera de Luis de Pablo, inspirada en una novela de Mircea Eliade, sigue el esquema clásico de la historia de vampiros. Llega un viajero a región remota (que muy bien podrían ser los famosos Cárpatos) y la aparición del extraño ilumina, como metáfora de su profesión de antropólogo, las profundas turbulencias que laten bajo el apacible aspecto de la comunidad. El pintor Egor parece empeñado en sentir y proclamar su amor por la dulce Sanda, hasta que Cristina, una difunta bellísima que le observaba desde un cuadro, se presenta a reclamar sus derechos.
El combate interior de Egor se establece, superficialmente, entre la atracción hacia la mujer delicada que será una excelente esposa y la fascinación por la hembra arrebatadora que garantiza una pasión sin límites. La música, que evoluciona rezumando inventiva, pronto nos indica que debajo de tal esquema clásico hay algo más. El compositor, con un dominio prodigioso de sus medios y una capacidad inagotable para el matiz, va horadando, arañando, escarbando el relato de vampiros señalando paulatina e implacablemente que lo que de verdad se está debatiendo es nada menos que el tránsito de la vida a la muerte, y viceversa, en un trajín de atracciones y alarmas mutuas.
El amante vivo quiere disolverse en el amor sublime que le llevará a la muerte y la amante difunta siente el impulso complementario de regresar a un sucedáneo de existencia terrestre a base de seducir a caballeros sensibles a sus encantos. La música avanza envolvente e inquietante, arrojando claridad y provocando penumbras, en perfecta adecuación con la dirección escénica de Francisco Nieva, quien, gracias a los decorados de José Hernández, los figurines de Rosa García y la iluminación de Juan Gómez, despliega ante el espectador una atmósfera de terror refinado. Hay ironía en la propuesta escénica, que maneja lo viejo y polvoriento, lo angosto y desvencijado, lo vacío y tenebroso buscando en el espectador una complicidad inteligente, recordándole que aquello sí es una historia de vampiros pero no solamente una historia de vampiros. Una puesta en escena modélica que logra lo que no suele verse en un teatro de ópera: la simbiosis, correlación, y armonía de sus distintos elementos, en un ensamblaje que se manifiesta a la vez y que el espectador recibe al mismo tiempo. Lo que la orquesta propone alcanza al decorado, lo que el cantante expresa es refrendado por la luz, los trajes reciben las emanaciones de la música. Tiene algo de milagroso, por inhabitual, una labor de empaste tan minuciosamente articulada.
El director musical, José Ramón Encinar, ducho en estas lides, consigue de la orquesta una interpretación muy contrastada e intensa, con una firmeza y una convicción que ha trasladado a los intérpretes, todos en buena forma. Victoria Livengood es una Cristina contundente, de poderosa presencia y abundantes medios que prodiga para lograr, desde el primer momento, que el espectro sin perder su condición fantasmal resulte fascinante. Francesc Garrigosa comunica a Egor el desgarro y la debilidad del pobre hombre que quiere redimirse o condenarse a base de un salto al vacío. Arantxa Armentia como Simina, la colegiala lúbrica, hace pensar que será ella quien, el día o el siglo de mañana, sustituirá a Cristina como intermediaria entre la tierra y la eternidad.
El público del estreno siguió la representación con atención y, cabría asegurar, también con interés y curiosidad. Se produjeron algunas escapadas en el entreacto y al final hubo abundantes y sonoros aplausos para el compositor y todos los artífices desu obra. No parece arriesgado augurar a La señorita Cristina un puesto destacado en el escaso y selecto panorama de la ópera de hoy. Quien se vea a este estreno mundial sin prejuicios sucumbirá a sus encantos.

EL PAÍS: Perfume de violetas. JUAN Á. VELA DEL CAMPO,
No son violetas envenenadas, como en Adriana Lecouvreur, las que utiliza la señorita Cristina para iniciar su ceremonia de seducción, de no ser que se entienda metafóricamente su perfume como el veneno de la ópera que vuelve a plantear Luis de Pablo, el signo de un camino sin posible retorno por los territorios de un género que sigue reafirmando sus variantes creativas sin renunciar al soporte de la expresión dramática, al valor supremo de la emoción artística.
Luis de Pablo está ya muy curtido en los vericuetos de la música teatral, y no es extraño que consiga con La señorita Cristina su título operístico más redondo, en base sobre todo a un tratamiento orquestal colosal, en que la tensión musical desemboca con naturalidad en tensión dramática y el clima de misterio, de encantamiento, no es un ejercicio virtuosista de estilo al servicio de no se sabe qué, sino un medio para explorar los conflictos del ser humano a través de la música.
El compositor bilbaíno da un valor superlativo, despojado, a la palabra, con un tipo de canto fundamentalmente declamatorio, en función de la transparencia. La organización de los contenidos literarios es un modelo de precisión y, en ese contexto, la variada paleta tímbrica, rítmica y estructural de climas orquestales asume la responsabilidad de reflejar los sentimientos, en un conseguidísimo equilibrio entre dramaturgia y musicalidad. La ópera, esa combinación extraña de texto, teatro y música mostraba, renovada, su posibilidad y su sustancia.

La concentración y dosificación de los recursos expresivos en La señorita Cristina es admirable. Hay hechizo sin ningún tipo de ostentación, sobriedad sin esquematismos, esencia dramática sin purpurina. Y hay un continuo clima de fascinación por la historia a través de su resolución teatral y musical. El perfume de las violetas se muestra, en efecto, irresistible.
A ello contribuyeron, y en qué medida, los intérpretes. José Ramón Encinar está espléndido como director de orquesta, al frente de una Sinfónica de Madrid en día de gracia, asumiendo con fortaleza y decisión el reto de una obra de extrema dificultad. Sobre una escenografía inquietante, en clave de realismo fantástico, del pintor José Hernández, Francisco Nieva maneja convencionalmente los hilos del teatro entre la prioridad de contar y las evocaciones de atmósferas espectrales y oníricas. El reparto vocal convence en su totalidad, aunque habría que hacer una mención especial al personaje de Simina asumido de forma deslumbrante por la soprano Arantxa Armentia.
El público del estreno siguió la representación con atención y curiosidad. Los aplausos finales se acrecentaron al salir el compositor a escena a saludar. La señorita Cristina es, seguramente, el espectáculo intelectualmente más sugerente en lo que va de temporada en el Teatro Real.

LA RAZÓN: El Hijo Fingido en La Zarzuela:LUJO PARA RODRIGO
«El hijo fingido» de J.Rodrigo. E. García, M. Rodríguez y J. Ramón. Coro del Teatro de La Zarzuela. Orquesta de la Comunidad de Madrid. Dirección musical: M. Roa. Dirección de escena: G. Malla. Escenografía: J. Roy. Teatro de la Zarzuela, 1 de febrero.
Joaquín Rodrigo es una figura universal de nuestra música y justo es celebrar como se merece su centenario. El Teatro de la Zarzuela ha desempolvado «El hijo fingido», una zarzuela estrenada en 1964 en el mismo escenario y prácticamente olvidada desde entonces. Ciertamente hay razones para ello. Pensemos, por ejemplo, en que 25 años antes se estrenaba «Wozzek» y que pocos años después empezaba la andadura de un Luis de Pablo que dará a conocer en breve «La señorita Cristina». Hay momentos muy inspirados en la partitura, que responden a ese tan peculiar como personal estilo neoclásico y evocativo de Rodrigo, pero muchos otros resultan demasiado simples, casi de revista musical sin llegar a la lucidez de algunas de éstas. El bello interludio entre los dos actos y el trío masculino del segundo son ejemplos de uno y otro caso. Por lo demás hay un poco de todo en una obra demasiado extensa para el argumento un tanto simple de un libreto escrito sin demasiada gracia y con versos que rozan lo lamentable: romanzas, dúos, amplios coros y hasta un ballet simulando la partida de ajedrez en la que dos caballeros se juegan la mano de la mujer a la que pretenden.
Tiene suerte esta reposición con los medios puestos en juego por la Zarzuela. La presentación resulta todo un vistoso lujo, tanto en decorados como en vestuario, un tanto recargado éste si se quiere -mucho rojo por doquier- pero enormemente vistoso. Roa, la Orquesta de la Comunidad y el Coro de la Zarzuela desarrollan un trabajo impecable. No puede decirse lo mismo de los solistas, puesto que las lagunas vocales son amplias a excepción del caso de Joseph-Miquel Ramón, quien además de voz aporta una permanente sonrisa en los labios que ayuda mucho al espectador a entrar en un asunto un tanto lejano.
No se entiende la supresión de los subtítulos, que ya venían ilustrando las zarzuelas, y es que muchas veces el texto resulta incomprensible por muy castellano que sea. El público aplaudió mucho más el segundo acto que el primero. Tenía razón, puesto que lo mejor de Rodrigo e incluso del libreto se da en él. Nadie podrá decir que se ha tacañeado un céntimo en esta reposición, pero aún así difícilmente es una obra que pueda incorporarse al repertorio por más, que como ya se ha apuntado, contenga media docena de páginas muy inspiradas. Gonzalo ALONSO
ABC: «El hijo fingido», lograda comedia lírica de Joaquín Rodrigo. Antonio IGLESIAS
«El hijo fingido». Comedia lírica. Intérpretes: E. García, M. Rodríguez, J.-M. Ramón, L. Álvarez. D. musical: M. Roa. Dir. de escena: G. Malla. Dir. del Coro: A. Fauró. Orq. de la Comunidad de Madrid y Coro del Teatro de la Zarzuela. Madrid. 1 de febrero.Desde diciembre de 1964…, no había vuelto a representarse una de las más enjundiosas páginas teatrales de Joaquín Rodrigo: su intitulada comedia lírica en un prólogo y dos actos, «El hijo fingido», sobre un libreto de Jesús María de Arozamena y Victoria Kamhi, extraído de «¿De cuándo acá nos vino?» y «Los ramilletes de Madrid», de Lope de Vega. El mismo Teatro de la Zarzuela que vio nacer esta obra, la repone ahora, «estrenándola» para un público que, entusiasmado, aplaudió interrumpiendo la acción constantemente, volcado en clima de gran éxito al final de la representación.
Joaquín Rodrigo, su enorme personalidad y su manera de hacer compositiva, laten en estos pentagramas que bien pudiéramos adscribir a «una nueva fusión del regusto por la viejas músicas, y algo que yo he llamado «neocasticismo», como él afirmó en cierta ocasión. Naturalmente que hay muchísimo más de su admirable estilística, pero esto es lo que sobresale en «El hijo fingido», además de un raudal de inventiva musical, tintado en todo momento por toques personales. Concreto mi admiración en una inspiradísima temática, en sus concertantes, luego de una «Obertura» y un «Intermezzo», realmente bellos.
El Teatro de la Zarzuela no ha escatimado medios en esta espléndida reposición: figurines de elegancia suma (Javier Artiñano), decorados de subido colorido, iluminación adecuada (Juan Gómez-Cornejo), ballet que es a la vez, discreto y de crecida calidad y… un largo etcétera, comprendiendo a cuantos intervienen en «El hijo fingido».
Triunfo merecido el de los directores: el musical del tan experto en estas lides, Miguel Roa, bien adentrado en una partitura que es delicada en sus líneas, pero también con picante difícil; la escénica de Gerardo Malla, por una naturalidad buscada, lograda en una múltiple serie de matizaciones. Se destacan del elenco las voces de la «Ángela» que encarnó María Rodríguez y la «Doña Bárbara» de Eneida García, actrices de mérito indudable; y, después del cortés anteponer femenino, señalemos como excelentes actores a los admirados en «El capitán Fajardo», barítono bien timbrado y, sobre todo, a su colega de tesitura, Josep-Miquel Ramón, que logró un completo «Leonardo» en cualquiera de sus registros, con momentos extraordinarios.
Ya queda suscrito el sincero elogio para el trabajo de Roa y de esta obligada nota, comprimida obligadamente, no se nos puede caer la labor de los profesores de la acreditada Orquesta de la Comunidad madrileña, sin olvidar las voces del Coro del Teatro de la Zarzuela, bien conjuntadas por Antonio Fauró, con un momento «a cappella», realmente de recuerdo.

EL PAIS: En estuche de lujo.LUIS SUÑÉN
El 5 de diciembre de 1964 se estrenaba en La Zarzuela, con dirección musical de Odón Alonso y escénica de Luis Escobar, El hijo fingido, de Joaquín Rodrigo. Vuelve ahora, con ocasión del centenario del autor del Concierto de Aranjuez, envuelta en las galas de una producción que se diría excesiva para la propuesta estrictamente musical de la pieza si no acabara por ser, en realidad, su verdadero sostén escénico. Es como cuando alguien nos hace un regalo que sabe que seguramente nos guste pero que no llegará a entusiasmarnos y, para que nos parezca mejor, nos lo entrega en un estuche de lujo.
El trabajo del escenógrafo Joaquín Roy, el figurinista Javier Artiñano -extraordinario trabajo el suyo- y el director de escena Gerardo Malla ha consistido, en esta reposición de la no demasiado recordada obra, en eso, en envolver con todo lujo una pieza musical, una zarzuela, debiéramos decir moderna, cuyo armazón presenta hoy, como seguramente también el primer día, síntomas ciertos de debilidad. Ellos se han quedado, sin duda, con el trozo más sabroso del pastel.
Jesús María de Arozamena y Victoria Kamhi, los autores del libreto, usan como pretexto, y más que eso, un par de comedias de Lope de Vega – ¿De cuando acá nos vino? y Los ramilletes de Madrid – que nos sitúan en el siglo XVII, con soldados de Flandes convertidos en pícaros de ocasión y un par de casaderas madrileñas, madre e hija, que rivalizan por uno de ellos, como protagonistas de un asunto tratado con respeto pero sin demasiada gracia.
La presencia de un músico como Rodrigo se advierte, qué duda cabe, en la personalidad intransferible de sus números musicales, muchos traídos de esa revisión culta de lo popular de la que tanto de su creación participa. Es la música esperable, previsible podría decirse sin tono peyorativo alguno, en quien se movía como pez en el agua en la evocación, llena de una brillantez hecha al mismo tiempo de inspiración y de oficio, de ese universo a la vez atrayente y perdido.
El interés de El hijo fingido reside hoy en esa buena mano de Rodrigo para hacer lo que sabía mucho más que en lo que sucede en una escena de la que desaparece mucha de la vitalidad que se le supone a la zarzuela como género. En ese aspecto, la del músico de Sagunto no representa paso adelante alguno, tampoco en el conjunto de su producción, si se tiene en cuenta la fecha de su estreno. Me temo que tras su reposición vendrá de nuevo el olvido, riesgo a correr por todo lo que para saber si va al limbo hay que resucitar primero.
El trabajo de cantantes y actores tuvo el mérito de la entrega. Entre los primeros hay que destacar a Josep-Miquel Ramón -flojo en las partes habladas, pero que da estupendamente el tipo entre simplón y buenazo del protagonista- y Eneida García y María Rodríguez -mucho mejores en el verso- como Doña Bárbara y Angela, la madre y la hija rivales en el amor.
Bien el cuerpo de baile y el coro del teatro e irregular una orquesta de la que Miguel Roa extrajo buenas cosas pero a la que le faltó la difícil sutileza que pide Rodrigo en momentos como el hermoso preludio del segundo acto.
El público lo pasó muy bien, se rió con algún gesto de veteranía, eficaz pero manido, de Fernando Conde y Sonsoles Benedicto y aplaudió mucho al final.

EL MUNDO:VRodrigo lírico.CARLOS GOMEZ AMAT

En el necesario repaso general que hacemos en el año Rodrigo, es oportuna la revisión de su única obra de teatro lírico, El hijo fingido, con libreto de Arozamena y Victoria Kamhi, sobre Lope de Vega. La edición es de Ramón Sobrino y la dramaturgia, de Rafael Pérez Sierra. La sabiduría teatral de este último y la maestría de Gerardo Malla, sobre bonita escenografía de Joaquín Roy, figurines de Artiñano y coreografía de Natalia Viñas, logran un animado y colorista espectáculo.El libreto es flojo. En la música, nuestro grande y querido Joaquín Rodrigo quiso ponerse fácil, cosa que no le hacía falta.
Lo mejor, casi todo en el segundo acto, es lo más cercano a la gran fórmula rodriguera de «música propia sobre música antigua». Escenas como la de los espadachines dan brillo auténtico y momentos como el preludio o el coro del segundo acto marcan la cima. Miguel Roa, profundo conocedor de la zarzuela o comedia musical, hace corresponder la tensión de la música a la escena.

EL PAÍS: Escalofriante Requiem. J. Á. VELA DEL CAMPO
Claudio Abbado consiguió anoche mantener al público de la Philharmonie de Berlín en silencio durante un minuto después de una escalofriante versión del Requiem, de Verdi, con la soberana Filarmónica de Berlín y la mágica combinación de dos coros suecos y el Orfeón Donostiarra.
Berlín se ha adelantado un par de días con este Requiem a la fecha del centenario de la muerte de Verdi. La capital alemana vive inmersa en Verdi. Sus teatros ofrecen 35 representaciones de sus óperas. El acto central es, no obstante, el Requiem con Abaddo.
La mayor originalidad de la concepción de Abbado ha sido juntar tres coros, dos de ellos de un nivel técnico apabullante, el de la Radio de Suecia y el de Cámara de Eric Ericson, y un coro no profesional, el Orfeón Donostiarra, con un color y un estilo en que sale, por encima de todo, la emoción. En total cantaron unos 70 suecos y 80 donostiarras. La idea de complementar el norte y el sur de Europa, la precisión con la calidez, la cabeza con el corazón, ha sido genial. Los suecos ponían la seguridad y los donostiarras el sentimiento. Sobrecogieron en los pianísimos y pusieron los pelos de punta en los momentos dramáticos, manteniendo cada coro su personalidad, lograron un efecto global de una riqueza de matices que no tiene cada grupo por separado.
En el cuarteto vocal de lujo destacaron, si cabe, las dos mujeres: impresionante la Lacrimosa, de Daniela Barcellona; estremecedor el Libera me de Angela Gheorghiu y emotivo el dúo de ambas en el Agnus dei. Lució también una buena línea de canto Roberto Alagna.
La dirección de Abbado fue sensacional, con una Filarmónica de Berlín entregada, volviendo a demostrar que es un mecanismo de perfección. Además, en esta ocasión, tocó con un espíritu cantabile admirable en todas sus secciones, desde la cuerda hasta la percusión. La tensión musical, el humanismo a flor de piel que Abbado imprimía, desembocaba en una mezcla de tragedia y esperanza, de dolor y ternura, de dramatismo e irresistible seducción melódica.
El éxito fue impresionante. Quince minutos de aclamaciones (reloj en mano), con el público puesto en pie, da una idea de la clamorosa reacción. Abbado no quiso recoger en solitario ni siquiera los aplausos de la orquesta, compartiendo siempre sus salidas con los cantantes, con los coros o con su propia Filarmónica. Su aspecto de debilidad física no repercutió en absoluto en la fuerza de su interpretación. Berlín está a sus pies.
El Orfeón, arropado por una delegación del Gobierno vasco encabezada por la consejera de Cultura, se superó a sí mismo y deslumbró. Les puedo asegurar que nunca escuché nada igual ni vi un clima emocional tan tenso en una sala de conciertos.
LA RAZÓN: 
«I Puritani»: el triunfo del bel canto
El Gran Teatro del Liceo acoge la versión de Serban y Haider del clásico de Bellini
«I Puritani» De Bellini. E. Gruberova, J. Bros, C. Álvarez, S. Orfila, K. Gorny, V. Esteve, R. Pierotti. Dirección escénica: A. Serban. Dirección musical: F. Haider. Orquesta y Coro del Gran Teatro del Liceo. Gran Teatro del Liceo. Barcelona, 28-I-2001.

Gonzalo ALONSO – .-
Celebramos estos días por todo lo alto el centenario del fallecimiento de Verdi, pero no puede pasarse por alto que en este 2001 también coincide el centenario del nacimiento de Bellini. Si Verdi es el preclaro exponente del drama romántico italiano, Bellini representa la cima del bel canto. Ninguno de ellos fue un autor especialmente prolífico, a la manera de Rossini o Donizetti, y el de Catania sólo firmó diez títulos, aunque bien es cierto que sólo vivió treinta y tres años. «I Puritani», estrenada en París en 1835 -el mismo año de su muerte-, es la última de sus óperas.
Aunque Bellini tuvo en cuenta el gusto francés, perceptible en los aderezos, no permitió que se perdiera la vitalidad italiana de una música en la que destacan la ternura y el estaticismo de unas melancólicas y dulcísimas melodías.
Ninguna soprano puede cantar aún hoy el papel de Elvira como Edita Gruberova, pues se halla justo en su tesitura, sin los dramatismos de las heroínas donizettianas a que también nos tiene acostumbrados. Asombran sus sobreagudos, las coloraturas, las dinámicas vocales de increíbles repliegues y, todo ello, sin perder la musicalidad. Su interpretación es una lección de bel canto, aunque no exenta de cierta cursilería y frialdad. Lo es también la de Josep Bros, en quien se admira el «legato», el buen gusto y la técnica por encima de la belleza del propio instrumento y la densidad de los agudos, aunque haya ampliado su volumen y ganado mucho en el centro. Su Arturo, dentro de los cánones del tenor de gracia, resulta elegante sin perder comunicatividad y resuelve con sabiduría todas las inmensas dificultades de una partitura escrita para un Rubini cuyas facultades estaban muy por encima de las de los tenores habituales. Eso es justo lo que ha limitado su andadura. No hay que olvidar que contiene un Do sostenido en el «A te o cara», un Re en el dúo final y hasta un Fa sobreagudo -que no suele abordarse- en el «Ella è tremante».
Alfredo Kraus, que cantó como nadie el papel, reconocía que era la única ópera que le dejaba sin dormir en las vísperas. Gruberova y Bros redondearon una tarde de triunfo. Junto a ellos, Carlos Álvarez, de envidiable timbre, certero en las partes de ímpetu y un punto menos en las más adornadas o exquisitas como «Per sempre io ti perdei», y Simon Orfila, un punto joven aún como Giorgio, pero con una interesante voz de bajo-barítono y una escuela heredada del maestro Kraus.    
Un buen músico
Friedrich Heider concertó con las facultades de un buen músico que conoce a fondo la partitura y las características de los cantantes en la escena. Orquesta y coro volvieron a ser los puntos débiles habituales del Liceo.
Lástima que la escena -una ya vieja producción de la Welsh National Opera- no aportase nada. Andrei Serban centró el peso dramático en los cantantes pero sin lograr que los personajes resultasen totalmente creíbles, cosa por otro lado difícil dado el flojo libreto. En la acción, siempre con guerra civil al fondo, hay un detalle permanentemente grotesco: los soldados que no saben qué hacer con sus fusiles. Pero, a fin de cuentas, todos íbamos a oír cantar y lo logramos.
ABC: «I Puritani» en el Liceo, o Edita Gruberova en su salsa.Pablo MELÉNDEZ-HADDAD
Valiéndose de una producción tremendamente convencional firmada por Andrei Serban para la Welsh National Opera —con banderas que se pasean incluidas—, el Gran Teatro del Liceo recuperó para su repertorio «I Puritani», la última de las óperas compuestas por Vincenzo Bellini, ausente de la cartelera liceísta desde hace diez años. Como entonces, el éxito podría calificarse de discreto.La puesta en escena, como las de antes, con un vestuario realista y una escenografía límpida en la que el mar es omnipresente, obedeció a una dirección de actores concentrada en los protagonistas, pero los movimientos de masa no terminaron de funcionar, como en el exceso de coreografías guerreras o de paseíllos del vestido de novia. El libreto no facilita las cosas y la genialidad no se hizo un lugar en el montaje.
Orquesta y producción se movieron bajo los hilos de Edita Gruberova, una estrella que encandila con su dominio absoluto y sobrado del estilo. Sus sobreagudos, su control del fiato, su sentido del legato y su concepto del ornamento la entronizaron hace tiempo como una diosa local, nuevamente ovacionada por su público. Por fortuna, la soprano podó su Elvira de esos giros expresivos con los que acostumbraba decorar su fraseo que deslucían sistemáticamente sus versiones, tiñéndolas de un regusto difícil de digerir.
El pecado principal del siempre correcto Friedrich Haider, al mando de la orquesta, radicó en el contraste propiciado por su batuta entre la diva y el resto del reparto. Salvo ella, los demás intérpretes ni decoraron las segundas estrofas de sus arias ni se aventuraron con trinos ni agilidades, convirtiendo el espectáculo en dos senderos paralelos.
Tanto José Bros, que debutaba en el papel, como Carlos Álvarez, consiguieron imponerse ante el dominio de sus respectivas partes. Si bien Bros se sintió un tanto inseguro en alguno de sus sobreagudos extremos, eso no quitó mérito a su fraseo perfecto, a su buen gusto innato. Álvarez dejó claro su afinidad con el personaje y rápidamente se repuso de su aria de entrada en la que no se escuchó muy cómodo. A ambos intérpretes se unió un Simón Orfila concentrado y convincente, mientras que la mezzo Raquel Pierotti cantó con la energía necesaria, al igual que el siempre candente Vicenç Esteve Madrid.
Salvo detalles muy concretos en según qué solistas, orquesta y coro se escucharon amalgamados la mayoría de las veces, aunque siempre planeó por el Liceo una sombra de inseguridad, algo que Haider no pudo desvanecer.
EL PAÍS: Sublime locura.AGUSTÍ FANCELLI

I Puritani es una locura, como lo es La sonnambula, del mismo Bellini, o Lucia, de su rival Donizetti. La locura se halla en la esencia del belcantismo romántico: ponerse a hacer piruetas imposibles con la voz es en efecto cosa de locos. En I puritani la loca es Elvira, que se cree abandonada por su novio Arturo sobre un impreciso fondo de luchas entre cromwellianos y estuardistas. Pero la locura que interesaba de verdad a Bellini no es la del argumento, sino la mucho más sublime de la voz. Ahí el compositor se mostró implacable: escribió para sus personajes unas partes tan al límite de las posibilidades que desde el estreno en París, en 1835, los intérpretes que las incorporaron fueron considerados poco menos que héroes. Elvira se convirtió en un auténtico caballo de batalla de las sopranos ligeras, no menos que Arturo de los tenores spinti. La Callas afrontó el papel al inicio de su carrera, en 1949, de manera intempestiva (¡cantaba Brunilda en La Fenice y Serafin le rogó que se preparara para Elvira!), y protagonizó una de las gaffes más suculentas que se recuerdan: convirtió a la «vergin vezzosa» («doncella graciosa») de su aria del primer acto en «vergin viziosa» (huelga la traducción).
Ópera, pues, de voces donde la haya. Y hubo voces en el Liceo. La muy querida de Editha Gruberova es conocida por su ductilidad y poderío. Es cierto que su pianissimo se diluye a veces en un susurro poco cantado y que su agudo en forte tiende al grito, pero la experiencia y el instinto impiden a la postre que la línea se descomponga.Josep Bros debutaba como Arturo, y lo cierto es que lo sacó con elegancia y atención al fraseo: un caso raro de tenor al que se le entiende lo que dice. Empezó algo cohibido, pero fue ganando aplomo. Su voz se ha ensanchado y eso sin duda le da confianza, aunque algún sobreagudo del tercer acto salió justo de colocación. En cuanto a Carlos Álvarez (Riccardo), volver a escuchar su envolvente timbre es un placer, si bien es cierto que luce mejor en papeles más dramáticos. Convincente y seguro el joven Simón Orfila (Sir Giorgio). Completaron ajustadamente el reparto Raquel Pierotti (Enriqueta) y Vicenç Esteve Madrid (Bruno Roberton).
Salvo algún solo de trompa manifiestamente mejorable, la orquesta, a las órdenes de Friedrich Haider, procedió con eficacia en su tarea de acompañamiento; si se quiere un punto despersonalizada, pero ésa es otra de las locuras impuestas por este repertorio: la sumisión instrumental absoluta a la voz.
La producción tiene casi 20 años, y eso se nota. Si los decorados y el vestuario son de calidad aceptable, las constantes entradas, salidas y evoluciones en pista de los soldados acaban mareando. Al final, aplausos mayoritarios, pero también algún abucheo sostenido. ¿Contra qué, contra quién? Ni idea. A no ser que los partidarios de las emociones fuertes, tipo el tan traído Ballo de Calixto Bieito, se estén organizando. Si es así, reclamar la modernidad en I puritani sería otra locura, una más de las que afectan a esta obra tan bella como improbable.

LA RAZÓN:    LOS CONTRARIOS SE DAN LA MANO

 Madrid. Teatro Real. 11-1-2001. Mozart: La flauta mágica. Elisabeth Norberg-Schulz, Anna Camelia Stefanescu, Jerry Hadley, Kurt Rydl, Roman Trekel. Directo de escena: Marco Arturo Marelli. Director musical? Frans Brüggen.

 Die Zauberflöte, verdadera última ópera de Mozart, es una obra abierta, en la que caben distintas lecturas. Sus planteamientos masónicos, su filosofía de base admite acercamientos muy variados, tanto los que la consideran una ceremonia inIciática como las que la estiman un cuento casi infantil. Después de todo, se estrenó en 1791 para un público de arrabal vienés. Marelli, el director escénico y al tiempo escenógrafo de esta producción presentada en Viena en junio de 2000, tiene sus propias ideas, algunas muy estimables, como la de no trazar una línea demasiado clara entre el Bien y el Mal. Aquí ni la Reina de la noche es tan mala ni Sarastro es tan bueno. Los habitantes del mundo de este último, por ejemplo, son como números y la pureza no deslumbra. Es un ámbito que admite la dureza, el sacrificio y una cierta tiranía. De todas formas, ese viva Cartagena final, en el que conceptos encontrados aparecen mezclados, con un baile en el que participan los buenos y los malos, es bastante discutible. Después de todo La flauta es una obra de arquetipos, que encierra un mensaje y que está basada en parejas de contrarios. ¿Hasta qué punto no es traicionar ese mensaje una apuesta similar?
 El espacio escénico, en el que, bien que de forma discreta, son visibles determinados signos francmasones, no deja de tener atractivo, con ese gigantesco cubo inclinado dentro del que se desarrolla la mayor parte de la acción, llena de colorido -animales, puede que en exceso presentes, incluidos-, con movimientos lineales y traslado de superficies geométricas. No derrocha precisamente ingenio o gracia. Papageno, por ejemplo, un personaje que siempre promueve hilaridad, resultó, pese a los esfuerzos y apreciable labor vocal de Trekel -un barítono muy lírico y de escaso volumen-, más bien anodino; como la labor desde el foso de Brüggen, un maestro cuidadoso y conocedor del estilo, pero poco sugerente y escasamente preciso, como lo atestigua la descolocación general, merced a un inesperado acelerón, del final del primer acto. Su versión fue camerística, con excelentes detalles, con pasajes muy claros, pero anduvo no ya falta de gracia  o encanto, sino también de energía y de unas mayores dosis de vitalidad.
 Quizá, con el discreto Papageno de Trekel, lo mejor en el capítulo vocal estuviera a cargo de la Pamina de Norberg-Schulz, una soprano muy lírica, quizá demasiado, que cantó con exquisito gusto y timbre penetrante, con sólo un ligero desliz en su aria. Hadley fue otrora un buen Tamino por su timbre varonil, un lírico no muy ancho, pero suficiente. Está, sin embargo, con poco resuello, forzado, calante y no mantiene una línea de canto regular. Rydl, una buena voz de bajo, exhibió mucho vibrato y poco apoyo en graves, algo fatal para Sarastro, sobre todo cuando el legato es imperfecto. Defraudó al que firma la Reina de Stefanescu: voz casi ligera, destemplada y estridente, con un fallo garrafal en el fa de su primera aria. Victoria Manso compuso una apreciable Papagena, personaje al que Marelli otorga categoría prácticamente de marioneta, y Ekehard Wlaschiha, no hace mucho importante nombre en Bayreuth, mostró una baja forma alarmante como Orador. Buen trabajo el de las  Tres damas cantadas María Rodríguez, Marisa Martíns e Itxaro Mentxaca, aunque su prestación quedó algo deslucida por la falta de robustez y gravedad del instrumento de la última. Una Flauta mágica con buenas, aunque discutibles, ideas. Sería para celebrarlo si las prestaciones vocales hubieran estado a mayor altura. Como la de los Tres muchachos del Aurelius Sängerknaben Calw de Stuttgart, que cantaron con estilo y, cosa rara, hasta afinaron aceptablemente. Arturo Reverter
EL MUNDO: Variaciones sobre un cuento de Año Nuevo.ALVARO DEL AMO

Música: Wolfgang Amadeus Mozart./ Libreto: Emanuel Schikaneder./ Director musical: Frans Brüggen./ Director de escena y escenógrafo: Marco Arturo Marelli./ Figurinista: Dagmar Niefind-Marelli./ Reparto: Kurt Rydl, Stefano Palatchi, Jerry Hadlery, Ilya Levinsky, etcétera./ Coro de la Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Martin Merry. Orquesta Sinfónica de Madrid. Nueva producción de la Wiener Staatsoper en colaboración con el Teatro Real.
La ciudad de Berlín celebró hace 10 años el bicentenario de la muerte de Mozart con tres montajes distintos de ésta su obra más emblemática, estableciendo las principales formas de abordarla. La magia de la flauta se presta a situarnos en el terreno de lo maravilloso, un cuento de hadas que manipula el misterio sin preocuparse de explicarlo. Las alusiones continuas al poder, al amor, a la fidelidad permiten lo que hoy se llamaría una lectura existencial, proponiendo un paralelismo con situaciones similares del pasado y del presente alrededor del muy humano conflicto entre la presión de los que mandan y el respirar de los que no se animan a obedecer siempre. También puede entenderse La flauta mágica como una fábula, con su estructura narrativa y sus implicaciones morales que van dotando a las peripecias sucesivas de una penumbra propicia a la reflexión.El señor Marelli ha optado por la primera de las tres opciones ofreciéndonos un cuento elegante y bien resuelto sin renunciar a las convenciones de lo infantil, combinando un cuadrado inclinado capaz de abrirse y cerrarse con apariciones distintas en las diferentes grietas del decorado. Se logra una coherente y adecuada ambientación, sin que la historia acabe de alcanzar ni la lógica de un ritmo progresivo ni un sentido general que sirva de esqueleto a la simple sucesión de escenas que se acumulan con cierto deslavazamiento.
La dirección musical de Frans Brüggen es cuidadosa y clara, sin que tampoco logre el trazo de una progresión. Las escenas desfilan con pulcritud como las viñetas de un relato no del todo articulado.
A diferencia de otras óperas del compositor, aquí las piezas musicales son más bien breves y se alternan con partes habladas (pues de un Singspiel se trata), lo que provoca un arduo caminar del espectador a través de situaciones no demasiado bien inventadas por un libreto caprichoso y sin perfilar del todo.
A lo que se une todo un tejido de fondo (simbólico, filosófico, de actitud ante la vida, etc.) que por muy legítimo que sea prescindir de él parece siempre agazapado, dispuesto a hacer valer sus derechos. Para reducir la tragicomedia a los límites de un cuento éste debe ser más delirante, con mayor caudal de imágenes, huyendo del gran peligro que acecha aquí: las frecuentes detenciones de la acción, cuando la música deja paso al diálogo y el diálogo señala varias direcciones de las que luego la música sólo tomará una. Por muy bien que conozcamos La flauta mágica siempre habrá un detalle que se nos escapa, un giro que sorprende, una sorpresa con la que no contábamos.
Los cantantes participan también del mismo aseo que no llega a cuajar en una expresión definida, como si un férreo eclecticismo hubiera impuesto el toque de queda de una objetividad imposible.
La zona más frágil del brillante despliegue es la referida a los personajes, que corren el peligro de aparecer muy escorados hacia el arquetipo, hacia la caricatura, hacia el trazo grueso, hacia el chafarrinón.
Tamino (Jerry Hadley), la Reina de la Noche (Anna Camelia Stefanescu) y Sarastro (Kurt Rydl) participan de una corrección impersonal que parece impedirles encarnar de verdad sus personajes. El Papageno de Roman Trekel es gracioso y visible así como la Papagena de Victoria Manso. Elizabeth Norberg-Schulz es una Pamina convincente a quien sí vemos y oímos sufrir, dudar y enamorarse, en una adecuación a su papel de la que participan también las Tres Damas y los Tres Muchachos.
Todos fueron merecidamente aplaudidos por un público que, apreciando los méritos de la representación, parecía haberse quedado fuera de lo que los intérpretes pretendía contarle. Y es que quizás estos títulos, a la vez muy transitados y no del todo explorados, requieran una zambullida mucho más valiente y radical, como si no bastara con mostrar a Mozart como un hombre mayor muy limpio.
EL PAÍS: El estilo y la idea
Director musical: Frans Brüggen. Director de escena y escenógrafo: Marco Arturo Marelli. Con Elizabeth Norberg-Schulz (Pamina), Jerry Hadley (Tamino), Anna Camelia Stefanescu (Reina de la Noche), Kurt Rydl (Sarastro), Roman Trekel (Papageno), Ekkehard Wlaschiha, Andreas Conrad, Victoria Manso, Ángel Rodríguez, María Rodríguez, Marisa Martins, Itxaro Mentxaka, José Manuel Díaz, Eduardo Santamaría, Jonathan Walz, Thomas Neurerer y Kai Kluge. Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Producción de la Opera de Viena. Teatro Real, 11 de enero. JUAN Á. VELA DEL CAMPO
Los equilibrios entre el estilo y la idea, como en otro sentido los debates sobre la primacía de la música o la palabra, son temas primordiales desde siempre en una representación operística. Se renuevan con La flauta mágica, presentada ayer en Madrid. Schönberg sabía muy bien lo que hacía al recopilar sus ensayos sobre música destacando precisamente el estilo y la idea.
De las diferentes aproximaciones escénicas que admite La flauta, Marco Arturo Marelli se ha decantado por un tipo de narración basado en el color y la geometría. Mediante el color (el mundo es un arco iris) se potencia la estructura de cuento infantil; con la geometría (cubos, triángulos, planos inclinados), la lectura se inclina hacia cierta abstracción de intención filosófica, potenciada por unas fórmulas matemáticas o científicas escritas en las paredes del cubo principal, que no solamente estimulan la fe en el progreso racional, sino también reflejan como en un espejo algunos valores clave del Siglo de las Luces. Lo que sobrevuela, por encima de todo, es la dimensión humana de un mundo utópico, algo que entronca con las intenciones mozartianas en esta ópera de corte tan trascendente como popular. Hay, de todas maneras, un elemento de simplicidad desde el vestuario (la pareja iniciada, de blanco; la Reina de la Noche, de negro; Papageno y Papagena, de verde pájaro), en el afán de que todo quede claro, clarísimo. La narración no es excesivamente rica en la aplicación de recursos teatrales, pero fluye con cierta benevolencia. Hay, acertadas o no, eso es otra historia, ideas o, si se prefiere existe una opción, todo lo discutible que se quiera, pero una opción.
La cuestión musical es harina de otro costal, especialmente en el terreno vocal. Por aquí asoman las exigencias de lo que debe ser el canto mozartiano. Curiosamente, en las lecturas seleccionadas en el programa de mano hay algunas consideraciones al respecto de una cantante histórica tan estimable como Irmgard Seefried. Dice textualmente: «Es preciso cantar a Mozart con prestancia, gracia y temple, con humildad y sencillez (…). El peor enemigo es la pesadez. La voz debe mantenerse flexible y maleable, ligera (…). Lo que prima en Mozart es la inteligencia del buen canto y no la del buen sonido. Una continuidad de bellos sonidos es el aburrimiento moral asegurado. Para resumir, Mozart es ligero y profundo, ligero y palpable». Uno lee estas cosas en los prolegómenos o en el descanso, y luego escucha lo que viene del escenario y, como mínimo, se puede plantear unas cuantas interrogantes sobre el estilo, o puede buscar quién se ajusta más a estas afirmaciones. En ese caso la identificación con la Pamina de Elizabeth Norberg-Schulz es inevitable. Papageno está, en general, más afortunado que Tamino o la Reina de la Noche, pero esto son cuestiones menores. El equilibrio entre la idea y el estilo se inclina, pues, en esta Flauta hacia uno de los lados.
Queda, para complicar un poquito más las cosas, un comentario sobre el trabajo Frans Brüggen. Desde la obertura se apreció con nitidez que lo que buscaba el maestro holandés era no perder excesivamente el espíritu de sus interpretaciones habituales con instrumentos originales. Y esto se percibía en el tratamiento de las articulaciones, los tempos, el fraseo y hasta los golpes de percusión. Fue la de Brüggen una lectura ordenada, conceptual sin caer en la frialdad, precisa sin alcanzar un brillo especial y, en cualquier caso, mozartiana: humilde y sencilla, que diría I. Seefried. La Sinfónica de Madrid respondió con flexibilidad y competencia. Fue una gran idea contratar a Brüggen, precisamente por cuestiones de estilo.

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