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La batuta de los directores españoles
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Por Publicado el: 11/06/2014Categorías: En la prensa

Frühbeck, mando en plaza

MANDO EN PLAZA

Frühbeck

La muerte de Rafael Frühbeck de Burgos supone la desaparición de un director que, después de Ataúlfo Argenta, marcó una verdadera época en el desarrollo de la vida musical española. Mucho ha llovido desde aquel 4 de diciembre de 1959, en el que el joven burgalés se situaba por primera vez ante la Orquesta Nacional de España en concierto oficial de temporada que tenía lugar en el Palacio de la Música de Madrid –local ahora postergado en espera de que, una vez restaurado, sea invadido por cualquier poderosa empresa comercial (¡Qué lástima!)-. Dos días después, como era costumbre en esa época, la sesión se repetía en el Monumental Cinema. El 23 de noviembre de 1962 el director celebraba su nombramiento como titular de la formación con La Atlántida de Falla, completada por Ernesto Halffter. Dejaría su cargo, tras 702 conciertos, según la relación de Luis Alonso, en octubre de 1978. Pero volvió al podio de vez en cuando. Desde hacía años era director emérito.

Eran ya tiempos en los que los aficionados, todavía añorantes del predecesor fallecido en fatal accidente en 1958, habían comenzado a otorgar paulatinamente su confianza al nuevo maestro quien, tras sus estudios en Madrid y Bilbao, se había desplazado a Munich para aprender dirección con profesores rigurosos y conspicuos como Gothold Lessing o Kurt Eichorn. Venía bien preparado y dispuesto a todo. Decisión, temple y firmeza no le faltaban. Ni le faltaron. Sobre esas bases edificó su arte. El aplomo que Frühbeck mostraba era impresionante. Bien anclados los pies, abierto el compás, los brazos muy arriba –quizá demasiado-, la batuta móvil batiendo sin parar en todas direcciones, llegaban fácilmente a los profesores y los conjuntaba con destreza y limpieza.

Era, por supuesto, muy distinto a Argenta. Frente a la expresividad, al humanismo, a la incesante búsqueda del corazón de cada obra, al permanente afán comunicativo, a la técnica aprehendida dificultosamente desde sus actuaciones como pianista de éste, el sucesor imponía una férrea autoridad sobre la tarima, un mando conminativo, una seguridad pasmosa y un trabajo que no buscaba el detalle, sino las arcadas globales de las partituras, que tenían en él, por complejas que fueran, un presto servidor. Eso sí, durante muchas temporadas pudimos advertir que no estábamos ante un maestro exquisito, de musicalidad reconocible, sensible a los pianos y a los acentos delicados, al arco dinámico interior de los pentagramas. Era un experto modelador de estructuras sinfónicas, que levantaba con pericia y singular firmeza, aunque en la construcción de las líneas básicas pecara por defecto. Su mirada, dirigida a la totalidad del edificio, solía marginar rasgos no aparentes, sutilezas que también intervienen en los entresijos de la música.

Es cierto que el arte de Frühbeck, como no podía ser menos, se fue depurando con el tiempo. Aunque continuaba subdividiendo obsesivamente el compás y centrando en factores métricos lo fundamental de una interpretación, que enmarcaba en medio de movimientos de batuta algo convulsos y aparentemente desordenados y agitados balanceos de cabeza. Lo que no obstaba para que esa mímica fuera a la postre perfectamente entendida por los músicos, siempre porosos a las órdenes de una mano segura, aun cuando pudiera marginar factores fundamentales y profundos de las partituras, sometidas a un acercamiento que casi siempre nos pareció epidérmico y en el que las dinámicas eran aplicadas con criterios muy elementales.

Con el paso del tiempo aquel mando en plaza, aquellos fustigantes latigazos, que tenían algo de mecánico, se fueron transformando y dulcificando, haciéndose más fluidos y expresivos. En la última etapa de su carrera, cuando hacía lustros que había dejado la ONE e iba de por libre, tras el desempeño de algunos cargos importantes –director de la Deutsche Oper de Berlín, titular de la Filarmónica de Dresde y de la Sinfónica Nacional Danesa, a la que iba a dirigir en las próximas semanas en el Festival de Granada, entre otros-, ya no lo fiaba casi todo al factor rítmico. Y veía valores ocultos, y nos los trasladaba. Su Beethoven o su Brahms seguían siendo poco matizados, superficiales, pero su Berlioz o su Haydn tenían otra cara más amigable. En enero de 2013 le escuchamos una estupenda Misa in tempore belli de este último compositor. El director, algo desmejorado físicamente, se nos revelaba más cauto, más sensible y más profundo; sin perder la compostura ni la autoridad, como pudo demostrar en la reciente interpretación concertante de La Tempranica de Giménez en el Teatro de la Zarzuela.

La ONE y su Coro, a los que dirigía con cierta frecuencia en su calidad de emérito, le rindieron homenaje con motivo de su cuadragésimo cumpleaños, con tres conciertos en el Auditorio Nacional en los que figuraba una de las obras en las que más y mejor se lució tradicionalmente su batuta: Carmina burana de Orff, esa partitura pétrea y rocosa, de rítmica tan orgiástica y repetitiva. Arturo Reverter

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