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Por Publicado el: 30/11/2017Categorías: Entrevistas

Carlo Maria Giulini: vivir dentro de la orquesta 

Carlo Maria Giulini: vivir dentro de la orquesta   

Recuperamos esta semana un documento inapreciable, la entrevista realizada en marzo de 1989, tal y como fue entonces publicada, de la que fue protagonista Carlo María Giulini.

Dirigir una orquesta es para Giulini transmitir a los músicos, desde su serenidad vital, los sentimientos del compositor; trabajar sin prisa, buscar la perfección a través del amor a la composición, sin perder nunca la espontaneidad y la frescura en la interpretación.

Giulini impresiona a primera vista. Su elevada estatura, la delgadez y ese pelo ya blanco y un poco más largo de lo normal le otorgan un aire austero que se acentúa con la economía de gestos. Hay, sin embargo, algo que le traiciona: unos ojos cargados de humanidad que conservan aún el brillo de la juventud. Se adivina una intensa vida interior, que con­trasta con la parquedad externa y se convierte en un aura espiritual que produce un respeto cargado de simpatía. En Giulini todo respi­ra austeridad, hasta el punto de que uno piensa cómo cuidará su guardarropa para llevar consigo durante décadas la misma bufanda y abrigo beis claro, el mismo sombrero negro con el que lo he­mos visto en miles de fotografías, y hasta ese mismo jersei blanco que descansa en la silla de cualquiera de los camerinos del mundo donde deja sus cosas mientras ensaya.

Giulini es, en definitiva, la antí­tesis de los directores del star­system a los que estamos acostum­brados, y uno se pregunta cómo podrá ingeniárselas para hacerse con las indómitas orquestas de hoy día; si será capaz de enfadarse alguna vez. La respuesta no es difícil. A Giulini lo admiran y quieren todos los músicos con los que tra­baja y, si en alguna ocasión se pre­senta una discrepancia, él se encargará de imponerse con una observación parca, sin apenas alzar la voz, pero dejando clarísima su postura. Así sucedió en un momento de esta entrevista al poner unas mínimas objeciones a la labor de Visconti, por quien profesó un respeto enorme como regidor lírico.

Carlo Maria Giulini lleva una vida tan entregada a la música que, en Venecia, Sandro Pertini le entregó en 1982 esa especie de Nobel musical que es el «Premio Una Vida en la Música», galardón que sólo han recibido ,además de él mismo, Rubins­tein, a los 95 años, Andrés Sego­via, a los 86, y Karl Böhm, a los 87. Con él se distinguía una constante búsqueda de la perfección al margen de cualquier presión externa. Sin embargo, el maestro no se considera un director; se siente aún como aquel joven que, tocando el violín o la viola, hacía música de cámara.

«Soy fundamentalmente un músico que hace música con otros músicos. Jamás he abandonado la orquesta, es parte de mi vida, pero estando dentro de ella, no fuera. Hay quien dirige desde fuera de la orquesta y se acerca a ella, yo vivo en medio de ella. Por tanto, no me siento como un director. A mí, después de un concierto, no me queda nada. Por eso no puedo considerarme un director, incluso la palabra me desagrada. Sería inhumano que no me gustase saber si el público está satisfecho o no de un concierto, pero para mí, al terminarse, ha concluido todo y no me queda más pensamiento que el próximo. Por ello necesito estar constantemente haciendo música.»

-¿Quién le ayudó a descubrir esta música que hoy es su vida?

De pequeño nadie hablaba de música en casa, aunque vivía­mos en Italia, país donde todo respira música. Un día apareció un tipo extraño con una cosa rara en la mano que producía sonidos. Mi madre me explicó que era un vio­lín, y entonces debí quedarme prendado de aquella palabra y aquellos sonidos. Cuando acabó la guerra nos trasladamos a Bolzano. Fuimos de las primeras familias italianas en ir a Bolzano, una ciu­dad que hasta entonces había sido austriaca. Yo tenía cinco años y, al llegar la Navidad, mi madre me preguntó qué quería del Niño Je­sús y yo respondí que un violín. Ninguno se esperaba está reacción, puesto que todos apostaban por una espada o algo semejante. Así que me regalaron un violín pe­queño, de juguete, con el que yo no paraba de tocar y dar la lata, hasta que alguien propuso que me envia­sen a algún sitio para aprender a tocarlo.

Y, efectivamente, le matricularon en la Academia de Santa Ceci­lia de Roma para estudiar viola y más tarde composición. Tenía 16 años y se dedicaba a tocar en un cuarteto y asistir desde la galería los conciertos que se celebraba en la famosísima sala del Augusteo a cargo de la Orquesta de Santa Cecilia. A ella acudían todos los grandes maestros e intérpretes como si fuera una especie de meta italiana que revalidar. Un buen día la suerte llamó a su puerta y quedó libre la plaza de última viola de la agrupación, convocándose un concurso nacional para cubrirla, en el que él triunfaría.

-Aquél fue el momento más feliz de mi vida musical. Nunca ha habido otro igual. Imagínese lo que es para un joven de 18 años estudiar música, participar en un cuarteto y de pronto encontrarse en una famosísima orquesta. En ella toqué para Walter, Klemperer, Furtwängler, Strauss, Stravinski… Creo que salvo Toscanini, que por razones políticas no dirigió en ella, lo hicieron todos los grandes. Eso fue una gran suerte para mí y duró hasta que mis estudios de composición me absorbieron demasiado tiempo.

Se trasladó a la Academia Chigiana de Siena, donde recibió su graduación después de trabajar con Bernardino Molinari, y en 1944 realizó su debú como director en Santa Cecilia, celebrando la liberación de Roma. Colaboró con Precitali en la Orquesta de Radio Roma, y fue asistente del mítico De Sabata en la Scala. Entre tanto había ocurrido algo terrible que impresionó al joven músico. Alguien metió en la cabeza de Mussolini que bajo los cimientos de Augusteo se encontraba la tumba del emperador romano Augusto, el duce ordenó su destrucción a fin de buscar aquélla.

-No podíamos creer lo que nos contaban hasta que un día se reunió la orquesta, se tocó el himno nacional y metieron las excavadoras. Un amigo y yo nos quedamos solos contemplando la sala sin poder concebir que fuese a ser asesinada, destruida, no por una catástrofe o un bombardeo, sino por un mero capricho. Acababa la tradición sinfónica más importante de Italia.

Con Joan Sutherland

-Usted no tuvo muy buenas relaciones con el fascismo…

-No. Cuando llegó la guerra no tuve más remedio que ir al fren­te. Yo hice todo lo que tenía que hacer menos disparar, porque me hubiese dejado matar antes que hacerlo yo. Después, cuando la contienda terminó, los oficiales re­cibimos orden de presentarnos al Gobierno fascista, y aquellos que no lo hacían eran buscados y, caso de ser hallados, podían ser fusilados. Yo no me presenté y hube de esconderme durante nueve meses, sin poder ver la luz del día, hasta que llegó la liberación.

Aquellas dificultades concluyeron y pudo desarrollar su carrera como director. En 1946 fue nom­brado director principal de la Or­questa de Radio Roma, y dos años más tarde debutaría como director de ópera en La Traviata. En 1950 formó la Orquesta de Radio Milán e inició una etapa fundamental en su vida al estudiar y entablar amis­tad con Toscanini. Una obra espa­ñola, La vida breve, de Falla, le ser­viría para el debú en la Scala y, en 1953, tras la retirada de Victor de Sabata, se convertiría en titular de ésta. Giulini se encontraba ya como miembro de pleno derecho de la generación de 1914, a la que también pertenecieron Kempe, Markevitch, Argenta o Friksay, y pertenecen Bernstein, Celebida­che y Kubelik. Se trata de una generación que parte del legado histórico romántico-expresivo para combinarlo con un enfoque objeti­vista en el que el perfeccionismo y el humanismo son características claves.

-La música tiene tres grandes prerrogativas respecto a las otras artes. Primero, que habla a cada persona de modo diferente. Segundo, que a una misma persona le habla de forma diferente según su estado de ánimo. Si se encuentra de buen humor le dice una cosa, y si la escucha otra vez estando triste le dirá otra. La tercera caracte­rística fundamental es que la músi­ca deja libre la fantasía. Hoy todo el mundo tiene una malformación visual debido a la televisión, el cine, etcétera, y, en cambio, la mú­sica juega con la fantasía. Cierto es que la lectura, por ejemplo, puede también hablar a la fantasía, pero se sirve de la palabra, y ésta es un elemento determinado. La música se basa, en cambio, en un sonido, y éste es algo abstracto que incluso depende de su ritmo y duración y no adquiere sentido hasta que se entrelaza con otros. El auge que vive la música en nuestros días supone una reacción contra ese cierto signo de esterilidad que tiene las conquistas técnicas de nuestro tiempo. La juventud busca en ella el humanismo perdido y la posibilidad de comunicación. A través de la labor del compositor, cada uno puede oír su propia voz interior, porque lo esencial en la música es que provoca sentimientos y cualquiera puede oír esa voz si dedica la atención suficiente.

-¿Cuál es para usted el papel del director y la orquesta en todo esto?

-En la música existe solamen­te una grandeza, la del composi­tor. Todos los demás estamos al servicio de él. El problema radica en que la escritura musical es la es­critura más misteriosa que existe, porque, aunque parte de unos con­venios matemáticos precisos, una misma nota sonará de distinta for­ma en un tiempo o en otro, según sea larga o corta. Una nota en sí misma es sólo un simple sonido, y lo que debe tratar de verse es cómo ese compositor se ha servido de cada una de esas notas, de esos sonidos, para crear algo que pro­voque sentimientos. Ésta es la la­bor que el director de orquesta ha de desarrollar; pensar qué quería decir el compositor. Por eso no se terminará nunca la labor de los directores. La música es la única for­ma artística que se halla muerta mientras solamente se encuentre en la partitura. La música vive a través de los sonidos, nace con la primera nota escrita y muere con la última, y entonces es necesario reiniciar el proceso interpretativo. Una vez que el director cree cono­cer los sentimientos que el autor deseaba crear, se trata de transmitir aquéllos a los músicos de las or­questas. Cómo se realiza esto es algo misterioso que ninguno sabe.

-Aquí debería entrar la técni­ca del director…

-Cuando me preguntan sobre este punto siempre contesto lo mismo, que no existe una técnica de dirección de orquesta. Hay directores de muchos gestos y otros que no se mueven. Puede hablarse de técnica para el piano, el violín, etcétera, pero no para la dirección. En la música existen tres elemen­tos fundamentales: la inteligencia en el sentido de comprender, la ca­pacidad de realizar a través de las manos aquello que se ha comprendido y, por último, la participación emotiva. Una orquesta es tanto mejor cuanto la relación entre in­teligencia y técnica se encuentre al nivel más alto para permitir expri­mir el sentimiento hasta sus últi­mas consecuencias.

Yo digo siempre que, si la inteli­gencia y el corazón fuesen sufi­cientes, cualquier aficionado sería capaz de tocar música, equiparándose al pintor de los domingos o al poeta de los sábados. Pero natu­ralmente hace falta una técnica en los intérpretes. Hay orquestas que a través de los años, tradición o re­pertorio han asimilado un patri­monio técnico, y en ellas el direc­tor que va a dirigir tiene ya mucho campo labrado. En otras es nece­sario trabajar más, de forma que a todos los músicos les quede claro lo que deseaba transmitir el com­positor. Por ello no importa más dirigir Mahler en Viena o en Chicago, sino que lo que importa es la disposición y el amor al tra­bajo.

-¿Qué diferencias encuentra entre la forma con la que buscaban esto aquellos directores ya lejanos para los que usted tocó en el Au­gusteo y sus compañeros de hoy?

-Cuando se habla de directores de aquel tiempo hay que tener en cuenta que había personajes muy distintos. Piense en Furtwän­gler, Walter o Klemperer, por citar tres extranjeros, o en De Sabata y Guarnieri, entre los italianos. Par­tían de mundos conceptuales bien diversos. La única diferencia que encuentro es que antes los tiempos eran menos exasperados, mientras que hoy día resultan agotadores. Todos quieren hacer las cosas de­masiado deprisa. En el arte hay que tomarse las cosas con calma. Puesto que la música muere cada vez que el último sonido acaba, es preciso pensar en que la próxima habrá de hacerse mejor aún. Por eso no existe ni existió jamás la in­terpretación definitiva de una obra.

Giulini siempre se ha tomado las cosas con calma, y así, aun a pesar de sus numerosas grabacio­nes discográficas, éstas no se co­rresponden en cantidad con lo que sería actualmente usual tras una carrera tan dilatada. Una de las cosas que sorprenden al estudiar su catálogo de publicaciones es la casi práctica ausencia de ciclos completos, lo que el maestro justi­fica porque «únicamente pueden alcanzarse niveles satisfactorios cuando se trabaja con amor, y yo sólo acepto dirigir las obras que por algún motivo las siento como mías, como parte integrante de mi vida. No me basta con conocerlas o analizarlas. Por eso jamás he pensado en ciclos, sino en obras concretas, y he tenido la suerte de que las casas de discos han com­prendido que no me interesa el star-system, el hecho de trabajar para un mero consumo, y que sólo deseo hacer aquello que artísticamente esté justificado». La forma de grabar de este gran señor de la batuta encaja con su particular modo de sentir el perfeccionismo y las emociones que han de emanar de la música. Por ello prefiere realizar el menor número de tomas, una única si es posible, a fin de que la versión no se convierta en algo mecánico, técnicamente perfecto, pero sin vida. Estos procedimien­tos contrastan con los de la gran mayoría de directores actuales.

Estas maneras de hacer se han traducido en un hecho excepcional: el disco más premiado en la historia gramofónica, una Novena de Mahler, lleva su foto en la cará­tula. La relación de distinciones editada en 1977 es interminable: Premio Internacional de la Crítica Discográfica en Berlín, Premio Mundial del Disco en Montreux, Grand Prix des Discophiles, Na­tional Academy of Recording Arts and Sciences, Edison Preis, Deutscher Sahllplattenpreiss, Grammy, Gustav Mahler Society, Grand Prix Academy Charles Cross, Record Academy Award Japan…

-¿Cómo escoge cada obra nueva que va a presentar a su público? ¿Cómo se inicia en su caso este camino de amor hacia una partitura?

-Eso es una cuestión de oca­sión; de pronto, algo o alguien lla­ma a la puerta: tac, tac, tac, sin que incluso uno se lo haya propuesto.

-Usted ha dirigido obras de Bach y otros barrocos. ¿Qué pien­sa de la moda actual de recuperar los instrumentos antiguos para es­tas piezas y, en general, de la bús­queda de la perspectiva histórica en la interpretación?

-Yo he decidido dirigir estas obras con instrumentos y orques­tas modernos, porque lo fundamental, como ya he dicho, es descubrir el sentimiento que el com­positor deseaba transmitir, y ha de tenerse en cuenta que a muchos de aquellos compositores la fantasía creadora les exigía unos medios de los que entonces no disponían.

Entre los grandes amores de Carlo Maria Giulini no parecen encontrarse compositores como Wagner y Puccini.

-Sólo dirijo par­tituras que siento que representan algo en mi vida. No me basta con conocerlas y estudiarlas, he de po­der considerarlas como algo mío. Puccini no va con mi temperamento, se trata de algo casi de piel… no puedo con la mú­sica de Puccini. En cuanto a Wagner, tuve una oferta para dirigir Tannhäusser en Bayreuth. Ya hace muchos años de esto. Acepté en base a un determinado reparto y, sin explicación alguna, luego lo cambiaron. En vista de ello, les dije que si podían cambiar los cantantes también podrían cambiar el director. Desde entonces no ha surgido la ocasión.

Tampoco le agrada hablar de sus colegas o de intérpretes, y sólo se dispara cuando surgen nombres especialmente queridos, como los de Toscanini, Visconti o Callas.

-A Toscanini le conocí a tra­vés de su hija Wally, que me llamó un día para decirme que su padre, tras escuchar por radió mi versión de una ópera de Haydn, deseaba  conocerme. Mi dirección le había gustado, y desde entonces nos vi­mos con frecuencia, ya que solía asistir a los ensayos de la Scala.

-Para usted resulta esencial que la música deje libre la fantasía. ¿En qué medida las escenografías de Visconti, con todos sus elemen­tos tan realistas, coartaban esa misma fantasía?

-El trabajo de Visconti no coartaba para nada la imagina­ción, sino que se trataba de algo vivo y espontáneo, a pesar incluso de una amplísima labor preparato­ria. Piense que, por ejemplo, en nuestra Traviata: trabajamos 15 días a solas con Violetta -que era María Callas- antes de iniciarse los ensayos normales. Todo allí era bellísimo, y si me dicen que el detalle de Violetta al tirar los za­patos era restar fantasía es que es­tán en un error. Don Carlo, Las bo­das…, todos ellos resultaron ma­ravillosos. Visconti era un grandí­simo director de escena que había crecido en un palco de la Scala y sabía lo que era la ópera. Con él jamás tuve una discusión. Nunca podré olvidar lo que hice con Vis­conti y la Callas. Entre las sopra­nos no ha existido nadie como ella. Además de poseer la voz teatral por excelencia, se metía hasta la médula en el personaje que encar­naba.

Su colaboración con la Callas, Visconti o Zeffirelli fue frecuente. La Scala, Roma -en donde ocupó el cargo de director principal- o Londres se disputaron continuamente sus servicios. En particular se recuerda aquella legendaria Traviata scaliera y un Don Carlo londinense que fue aclamado como una de las mejores represen­taciones de todos los tiempos. Pero a los teatros líricos llegaron también las prisas, y Giulini se de­sencantó de la escena y un buen día de 1968 decidió apartarse de ella. Hasta 1982 no volvió a dirigir una ópera. Se trataba de una pieza muy querida, el Falstaff, de Verdi, y se diseñó una coproducción en­tre su orquesta, la Filarmónica de Los Ángeles, el teatro local de ópe­ra y el Covent Garden. Exigió ade­más que los intérpretes permane­ciesen todo el tiempo sin viajar en el transcurso de los ensayos y fun­ciones. De aquella producción in­cluso se grabó un disco. A pesar de toda esta planificación, cuando se llegó a Londres, algunos cantantes -Kattia Ricciarelli y Leo Nuzzi­- desaparecían entre ensayo y ensa­yo para actuar en compromisos anteriores de los que no habían informado al maestro. Giulini ha vuelto a quedar insatisfecho, y es probable que tarde años en volver a bajar a esos fosos que tanto ama.

-La ópera no es como el tea­tro. Sólo hay un modo de interpre­tar, por ejemplo, el Falstaff, de Verdi, aunque pueda haber mu­chos modos de hacer el de Sha­kespeare, y éste es el que Verdi de­cidió en su partitura. En la música se indican hasta los estados de ánimo de los personajes. Para que una ópera funcione es necesario que exista una total  colaboración entre director y orquesta, escena e incluso el responsable del vestuario. El regidor ha de estar presente hasta en los ensayos de piano para ver cómo tiene lugar el drama a través de la música, y el de orquesta, en las pruebas de escena para comprobar que se corresponden con la música. Para esto se requiere muchísimo tiempo.

Carlo Maria Giulini se ha refu­giado entre tanto en el mundo sinfó­nico, aunque para él «la música es una, ya sea lírica, sinfónica o de cá­mara». Debutó en Estados Unidos en 1955 con la Orquesta Sinfónica de Chicago, de la que fue nombrado principal director invitado en 1969. De 1973 a 1976 fue director princi­pal de la Sinfónica de Viena, y desde 1978, y durante seis años, director musical de la Filarmónica de Los Ángeles. A partir de 1984 desarrolla su labor por libre desde su domicilio en Milán.

-¿Es Milán el lugar donde realmente prefiere vivir?

Siempre digo una cosa: ser europeo, y especialmente italiano como es mi caso, es lo más grande pero también la más bella enfermedad. Por eso cuando es­toy lejos de Italia durante largo tiempo siento una tremenda nos­talgia. Los períodos más prolongados de ausencia los he pasado en Norteamérica, un país extraordinario, pero en donde la vida es distinta. En Londres me encuentro espe­cialmente a gusto, pero para la vida de cada día prefiero Italia, Mi­lán.

Aquellos que siempre han de poner peros a una labor mani­fiestan que Giulini dirige música, pero no ha aceptado la responsabili­dad de coger una orquesta mediana para levantarla a los primeros luga­res del ranking. Para esto probablemente haría falta un total gobierno sobre una agrupación, aspecto del que el maestro no quiere ni oír hablar.

A pesar de que las grabaciones discográficas prosigan y los premios también -el pasado año recibió el Viotti-, su presencia en el podio no es tan frecuente como antes. Razo­nes de índole familiar se lo impiden.

Con Marcella, su mujer

-No se trata de que no quiera, es que no podría. Toda mi vida he estado muy unido a mi mujer, ella me ha acompañado siempre, he dependido siempre de ella. Pero nació con un defecto físico del que nadie supo, un pro­blema con una vena en su cerebro. Un día reventó y quedó inmovilizada de medio cuerpo, incluso perdió el habla. Hoy, afortunadamente, se ha recuperado mucho, pero me necesita y yo la necesito a ella. Quisiéramos estar permanentemente juntos, pero ambos sabemos que sin la música yo no podría vivir. Por eso dirijo, hago música, el mínimo imprescindible para cubrir mis necesidades espi­rituales, y procuro no pasar más de cuatro días sin estar junto a mi mujer. Me sería imposible con una or­questa propia a la que dedicar todo el tiempo que ello conlleva. Junto a su casa posee un estu­dio en donde se recoge por las mañanas tras desayunar con su mujer, Marcella. Tras la comida viene la siesta para luego dar un paseo, y de nuevo volver al trabajo. Después de la cena, y antes de dormir, vendrá el único momento de ocio en la vida de Gulini, tan solo unos momentos de lectura, puesto que cine o teatro son cosas que ya casi ni re­cuerda. «En la vida hemos de aceptar todo cuanto nos llegue, el dolor incluido», explica con se­rena resignación.

En Londres acaba de dirigir la Novena sinfonía de Beethoven junto a la misma Philharmonia, con la cual ha venido también a España. Asimismo, la ha escogido para su última aparición con la Filarmónica de Berlín.

-Los espectadores podemos emocionarnos al escuchar una obra, incluso hasta llegar al llanto. ¿Le sucede otro tanto a un director mien­tras escucha la música que inter­preta?

-Al director, como todo ser hu­mano, le emociona la música, pero en esto puede existir un peligro. La participación emotiva no debe jamás mermar el dar a la música lo que se debe. Quien hace música ha de dar el máximo de sí mismo, pero sin perder nunca el control.

Carlo Maria Giulini siempre ha sido un director controlado, pero la enorme humanidad que encierra al­gunas veces desborda ese gesto co­medido y elegante con el que matiza a la orquesta lo que desea. Quienes hayan visto el vídeo del preludio de La Traviata nunca olvidarán la expresión de su rostro. ¿Qué emocio­nes le estarían embargando? Gonzalo Alonso

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