Historias musicales: La pareja de españoles que cautivó al último zar
Historias musicales: Bibiana Pérez e Ignacio Varela, unidos por el canto
El tenor Ignacio Varela y la soprano Bibiana Pérez cantaron en la coronación de Nicolás II antes de que el tenor, que también triunfó en La Scala, se retirara para dedicarse a los negocios del mar, y ella lograse forjar a un par de leyendas del canto ibérico que extenderían su linaje hasta la gran Teresa Berganza.

Bibiana Pérez e Ignacio Varela, en familia, en una de sus escasas imágenes
Al zar Nicolás II la música no le gustaba tanto como a sus antepasados, que incluso habían llegado a estudiar algún instrumento. Pero puede que por influencia de su cultivada esposa, Alix de Hesse, pianista ocasional, llegase a apreciar la ópera hasta el punto de intervenir personalmente para que algunos de los asuntos que trataban los compositores rusos de su tiempo, como Nicolai Rimski-Korsakov, trasladaran al público una imagen idílica de su pasado histórico, alejado de los problemas y conflictos sociales de su época, los que al final propiciarían la revolución que acabó con el fusilamiento de los miembros de la familia Romanov.
Pero en 1894, el monarca aún acaba de coronarse, y su cabeza no parecía correr peligro. Como parte del programa de festejos con motivo de su ascenso al trono, en el Teatro Imperial de San Petersburgo, se ofrecieron varias óperas. Y en una de ellas, la exótica Los pescadores de perlas, de Georges Bizet, actuó una pareja de cantantes españoles que debieron sorprender con su arte de magnífica escuela al nuevo soberano.
Al término de la representación, la soprano abulense Bibiana Pérez, conocida como “la Perecita” por su escasa estatura, y el tenor gallego Ignacio Varela, recibieron del zar, en testimonio de admiración, un broche de diamantes con una esmeralda tallada en el centro (el pianista chileno Claudio Arrau contó alguna vez cómo aquellos regalos de la aristocracia europea, habituales cuando se trataba de agasajar a los artistas en sus giras, le habían salvado la vida a él mismo mientras estudiaba en Alemania, sin apenas recursos).
Quizá fuera ese el momento más relevante de gloria artística para un matrimonio modesto, muy bien avenido, que había alcanzado un éxito profesional seguramente inimaginable, sobre todo para el hombre. El tenor Varela, de continuar la senda familiar, se habría ganado la vida como pescador, pero no en la idílica Ceilán, como el Nadir de la obra del compositor francés con el que logró cautivar a Nicolás II, sino uno de verdad, entre brumas pertinaces, mareas vivas y acantilados escarpados de Malpica de Bergantiños, el municipio costero de la provincia de La Coruña donde había nacido tres décadas antes, en 1864.
A Ignacio Varela, en compañía de un hermano mayor, durante la adolescencia, la familia lo envió a Cuba, donde comenzó a trabajar tejiendo sombreros en una tienda. Pero como quiera que la afición por el canto ya se le hubiese manifestado en su lejana tierra natal, mientras hacía de tiple en los servicios dominicales de la iglesia, su incipiente carrera comercial quedó truncada desde el inicio.
Lo despidieron sin contemplaciones por poner más atención en las romanzas que solía ofrecer voluntariamente a la clientela que en el trabajo. Aún así tendría suerte, porque un día se fijó en él una mecenas, mujer de origen aristocrático que, aficionada al canto, reparó en sus magníficas condiciones vocales y le proporcionó la precisa ayuda económica para iniciar su formación.
Por si fuera poco, también le brindó las oportunidades para cantar en varias óperas en el teatro de La Habana, donde la lírica se vivía con encendida pasión durante décadas (Lezama Lima relataría en una amena crónica el triunfo de otro gran tenor español posterior, Hipólito Lázaro, que ya había triunfado allí en 1915). Pronto se decidió que Varela, si quería lograr algo relevante, debía volver a Europa. El dinero para el pasaje de regreso apareció, otra vez, gracias a la generosidad de aquella mujer acaudalada, Margarita Pedroso, hija de los marqueses de San Carlos.
En Madrid, después de probar suerte con varios profesores, y conocer a su ídolo, el gran Julián Gayarre, que también le correspondió con el aprecio, encontró la guía imprescindible en el barítono Napoleone Verger, entre cuyas alumnas estaba su futuro amor, Bibiana Pérez. De nuevo la prodigalidad de una mano femenina le permitiría continuar, sin apenas agobios, su forja.
Después de escucharle, la infanta Isabel de Borbón, le proporcionó una pensión. En 1899 Varela debutó en Bilbao, donde interpretó uno de sus roles predilectos, el duque de Mantua de Rigoletto, y al poco ya se casó con la “Perecita”. Ambos resultaron elegidos por Tomás Bretón para el estreno de Los amantes de Teruel, y juntos se prodigaron en numerosas ocasiones, aunque la carrera de Varela resultó algo más exitosa: compareció en los principales teatros italianos, incluida La Scala, donde intervino en el estreno de Enrico VIII (en 1895) de Camille Saint-Säens, y al poco volvió allí para afrontar el reto del papel titular de La condenación de Fausto” de Berlioz.
Su repertorio abarcó los roles principales de L’elisir d’amore, Lucia di Lamermoor, Ernani, Mefistofele, La Gioconda, La Favorita y Fausto, entre otros. La trayectoria del artista, que también llegaría a interpretar el Lohengrin de Wagner, fue intensa pero bastante breve. En 1901 decidió retirarse, quizá cansado de los viajes y de las vicisitudes de una carrera mucho más dura de lo que a veces suele aventurarse: hay que lidiar no solo con un público a menudo voluble, esa es la parte seguramente más fácil, quedan los agentes, empresarios, colegas y críticos, sin duda lo peor.
Los ingresos obtenidos, en cualquier caso, no les permitieron, ni a él ni a su mujer (tuvieron cinco hijos), entregarse a una vida de frecuentes, amenos y lujosos pasatiempos. Ignacio Varela aprovechó los conocimientos adquiridos en sus primeros años familiares e inició, en Malpica, una industria de salazón de pescado que tendría continuidad, por otros medios, hasta hoy, con unos futuros parientes coruñeses, los Pombo. Compró un par de barcos y se convirtió en un pionero, en su tierra, de la tarrafa, una forma de arte de cerco de pesca empleada sobre todo para capturar sardinas y boquerones.
De todas maneras, la actividad empresarial no debió sentarle demasiado bien porque murió, en 1923, con el corazón mermado y prácticamente en la ruina. Su esposa, en cambio, optó por dedicar el tiempo lejos de los escenarios en aplicar su talento a lo que mejor conocía. Fundó en La Coruña una escuela de canto, en la que también solía ofrecer sus consejos el marido, de la que salieron un par de grandes artistas.
Alumna suya fue María Luisa Nache, la soprano gallega que llegaría a triunfar en la Scala (actuó junto a la Callas, Franco Corelli, Mario del Mónaco…). La otra, Lola Rodríguez Aragón, a la que hoy muchos recuerdan, entre otras cosas, como la maestra indiscutible de la gran Teresa Berganza, había disfrutado antes, por sus propios medios, de una trayectoria excepcional: como heredera de la legendaria Elisabeth Schumann fue una de las primeras cantantes españolas en cultivar con tesón, verdad y conocimiento el “Lied”. De Varela, quizá el más recordado (tampoco mucho, en su tierra gallega no tiene ni una calle) de la pareja por sus triunfos en escenarios relevantes, no se conservan grabaciones.
La leyenda sugiere que andan por ahí unos ignotos cilindros con registros de su voz, pero debieron haberse enterrado con Nicolás II, porque nunca se ha sabido de ellos. Quedan los testimonios periodísticos y literarios de la época, la mayoría encomiásticos, algunos de los cuales han sido recogidos en la entrada correspondiente del libro Mitos y susurros que el recordado Joaquín Martín de Sagarmínaga le dedicó al tenor.

Lola Rodríguez Aragón fue alumna de Bibiana Pérez
Y en el discurso de ingreso de la alumna de su cónyuge, María Luisa Nache, en la Real academia gallega, donde solo aparecen reflejadas reseñas laudatorias. Ambos autores refieren críticas que resaltan, entre las mejores virtudes del intérprete, “su timbre sonoro y agradable”. “Como buen tenor de su época, en la que tuvo una dura competencia, sabía dar colorido a las frases amparándose en un excelente material de origen”, recoge Sagarmínaga.
Este último apunta, además: “Es obvio que también poseía una buena escuela de canto (aunque en torno a 1880 eso no era infrecuente), pero no es menos cierto que sus interpretaciones incurrían a veces en excesos, provocados por el ímpetu y la vehemencia que a menudo derrochaba en las mismas”. Quizá esas llamaradas fuesen el vestigio que los aires caribeños habían impreso en el alma y el temperamento de aquel adolescente, tímido emigrante, llegado hasta una de aquellas islas desde el mismo confín del mundo.
(Publicado en “El Debate”)


























[…] Nació en Logroño el 29 de septiembre (aunque algunos aseguran que fue el 30) de 1910, hace justamente 115 años, se crió en Cádiz y se formó, en buena medida, en La Coruña, donde curso aprendizaje en la escuela que había fundado allí, al retirarse, “la Perecita”, Bibiana Pérez. […]