Historias musicales: Manuel García, el español que llevó la ópera hasta Nueva York
Historias musicales: Manuel García, el español que bailó con Da Ponte
Legendario cantante, compositor, pedagogo, … la monumental figura de Manuel García, el artista que estrenó El barbero de Sevilla en Roma, y luego llevó Don Giovanni hasta Nueva York, donde bailó con Lorenzo da Ponte, merecería un tratamiento mucho más profundo, esclarecedor y asiduo por parte de las autoridades culturales, que nunca han comprendido la justa dimensión de su importancia en la historia del canto, la ópera y la música española.

Manuel García, figura legendaria de la cultura española, poco difundida
Hace un año, por iniciativa del reconocido barítono Carlos Álvarez, el Teatro Cervantes de Málaga acogió un par de representaciones de El gitano por amor. Quizá entonces, el cantante andaluz tuviera ya en mente rendirle homenaje a su paisano, Manuel García, autor de la ópera.
Aquellas funciones se saldaron con éxito merecido gracias al empeño personal de Carlos Álvarez, que las planteó como una extensión natural del curso para jóvenes cantantes que él mismo impulsa en la ciudad de la Costa del Sol. El intérprete no dudó en incorporarse al reparto para añadirle brillantez, experiencia y atractivo, y suscitar de ese modo mayor interés en el público, a menudo poco proclive a las novedades, por más que la obra de García se llegase a ofrecer, en su momento, en diversos teatros de Europa y hasta en México.
Toda tarea que pretenda divulgar los logros de García resultará necesariamente incompleta, porque no se trata de un artista cualquiera. Si hoy presumimos con orgullo de la generación de los Kraus, Domingo, Aragall o Carreras (al mismo tiempo que se olvida a la anterior, tanto o más destacada: la de Constantino, Lázaro, Viñes, Gayarre y Fleta), convendría saber que antes que todos ellos, uno de los tenores más aclamados de su tiempo fue precisamente Manuel García, todavía hoy, un mito.
Solo en su más destacada faceta de cantante, García propició la temprana difusión de las óperas de Mozart (protagonizó las primeras funciones de Don Giovanni, Così fan tute y La Flauta mágica en Londres). Y fue la figura principal del estreno de El barbero de Sevilla, entre otros títulos de Rossini. Más tarde, impulsó la llegada de la ópera italiana a Estados Unidos, al erigirse en una de las primeras luminarias que la escena lírica tuvo en Nueva York.
Rossini lo adoraba, y por eso le reservó la primicia de algunos de sus óperas, como Elisabetta, regina de Inghilterra, en Nápoles, de cuyo Teatro San Carlo se convirtió en una de las principales estrellas bajo contrato del empresario más influyente de la época, Domenico Barbaja (creador de la célebre barbajada, esa bebida que mezcla el chocolate y el café con la leche, muy popular en el siglo XIX).
El Barbero, en cambio, se estrenó en Roma, donde cosechó un histórico fracaso, solo el primer día. Cuando ya a partir de la segunda representación, el fiasco inicial registrado en el Teatro Argentina de Roma pasó a convertirse en la obra más de célebre de su autor, Manuel García fue el primero en acudir hasta el hotel donde se hospedaba Rossini.
De él se ponderaba, más allá de la belleza, caudal y extensión de su voz, su capacidad para apropiarse de cada personaje, de los que ofrecía casi una recreación “made in García”. Privilegiaba la improvisación dentro de los cánones de la época, que permitían cierta libertad al intérprete para incorporar adornos, jugar con el tiempo, extremar la dinámica.
En su moderna concepción del canto, procuraba (en París, Londres, Nápoles, Nueva York) que su propia personalidad, el resultado del estudio particular de cada personaje, aflorase en su estilo. Ponía sus recursos al servicio de la expresión, de la verdad dramática. Por eso sus interpretaciones, portadoras de un sello particular, intransferible, solían acogerse siempre con gran expectación, al menos mientras el instrumento soportó su constante exhibición, sus continuas exigencias.
Tan reconocido era su talento, que cuando un grupo de empresarios neoyorquinos quisieron llevar la ópera italiana a su ciudad, se propusieron contratar a Manuel García para que hiciera las veces de intérprete y empresario. Tuvo éxito durante varias temporadas, en las que junto a algunas de sus propias obras para la escena propició los estrenos en Estados Unidos de títulos que luego alcanzarían enorme popularidad, como el Don Giovanni de Mozart o La cenerentola de Rossini. Junto al repertorio italiano, también hizo representar varias de sus propias zarzuelas, óperas y operetas españolas.
A la prémiere neoyorquina del Don Giovanni acudieron personalidades como el autor de El último mohicano, James Fenimore Cooper, y hasta el propio libretista de la ópera, Lorenzo da Ponte, que enseñaba literatura en Columbia. Cuando García y Da Ponte se encontraron, ambos se pusieron a bailar “Fin c’han dal vino”, el aria en la que don Juan da febril cuenta de su omnívora pasión por los placeres sensuales. Al cantante que mejor supo encarnar al eterno seductor según los testimonios históricos no le eran del todo ajenos. Fue un impenitente seductor.
¿Y España, dónde quedaba? García jamás dejó de sentirse español. Compuso obras (Il califfa de Bagdad, Zelmira de Azor, La mort du Tasse, Don Chisciotte, …) que engarzan el alma popular de su patria, con sus propios estilos y formas musicales, en el engranaje internacional de la ópera de su tiempo, hasta casi el final de sus 58 años.
Pero más allá de lo que le debía a su temprana formación en Sevilla, Cádiz, Málaga y luego, en Madrid, donde fue una gran figura, siempre sintió que, aquí, ni se le valoraba en su justa medida ni su talento hubiese podido madurar ni desarrollarse como lo hizo en ambientes más propicios para la apreciación de su arte.
Un espíritu perfeccionista, exigente, empeñado en la búsqueda de la excelencia requería batirse con los mejores. El exilio para él se convirtió casi en una necesidad, por más que algunos citen los problemas familiares (en España se le recriminaba el abandono de su primera mujer por la amante, que luego sería esposa), su mala cabeza para los asuntos más cotidianos, como la causa esencial de su partida.
De la grandeza de García daría buena cuenta otra circunstancia excepcional: la hereditaria prolongación de su genio. No en vano, Franz Listz, que conoció y trató a los tres, afirmaba que los dones de las célebres hijas del sevillano, dos de las cantantes más reputadas de su época, Maria Malibrán y Pauline Viardot, era la consecuencia lógica del talante del padre.
La exquisita formación que les ofreció a ambas, basada en una férrea disciplina, constituyó la base de su célebre método de canto, con el que ayudaría a otros intérpretes a afrontar una carrera con seguridad. Educador constituyó la última faceta de este imprescindible artista español cuya apasionante vida serviría para una serie.


























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