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Por Publicado el: 18/10/2025Categorías: Colaboraciones

Historias musicales: Joan Sutherland los prefería altos

Joan Sutherland los prefería altos

El pasado domingo se cumplieron 90 años del nacimiento de una de las más grandes leyendas del canto, un artista del siglo XX cuya estela imperecedera se extiende a través del tiempo con su amplio legado discográfico, vinculado a una de sus más leales compañeras en los escenarios, la soprano Joan Sutherland.

Joan Sutherland los prefería altosEl pasado domingo se cumplieron 90 años del nacimiento de una de las más grandes leyendas del canto, un artista del siglo XX cuya estela imperecedera se extiende a través del tiempo con su amplio legado discográfico, vinculado a una de sus más leales compañeras en los escenarios, la soprano Joan Sutherland.

Luciano Pavarotti habría cumplido 90 años el pasado domingo

¿Qué fue lo que convenció a la, ya por entonces, ascendente soprano australiana Joan Sutherland para proponerle al casi desconocido, Luciano Pavarotti, formar con ella un dúo artístico que se convertiría en uno de los más legendarios de la historia de la ópera? “Era increíblemente alto, una condición que para mí es muy importante”, dijo la cantante en una ocasión.

A falta de un semblante más seductor, según los cánones, Sutherland poseía la estatura de una modelo. De modo que, como compañero para la escena, ella y su marido y mentor, el director de orquesta, Richard Bonynge, querían a un tenor que no tuviera que ponerse alzas en el calzado, sobre cuyos robustos hombros pudiera ella recostarse en los apasionados dúos amorosos de las óperas de Donizetti y Bellini.

Pero sobre todo pretendían contar con un socio leal que a la soprano le permitiera brillar aún más, de un modo especial: los verdaderos grandes artistas solo desean medirse con sus pares, que les demandan y retan para extraer a fondo, domeñar y pulir sus principales cualidades.

Ese fue el inicio de una sólida amistad que duró hasta el final, aunque después de un tiempo sus caminos se separasen. Comenzaban los 60 cuando la nueva pareja lírica, destinada a conquistar los mayores templos musicales, se forjó en las antípodas. Juntos, los tres, el matrimonio Bonynge y el joven Luciano, emprendieron una de esas largas giras, por teatros de la lejana Australia, que no proporcionan tanto dinero en el momento, pero por el contrario sirven para poner a punto todos los resortes que, bien alienados, con el tiempo, resultan indispensables para alcanzar esa complicidad sobre el escenario que ni se improvisa ni se vende en colmado o botica.

La leyenda también asegura que, por esos mismos días, Sutherland y Bonynge tentaron a Pavarotti con un jugoso contrato discográfico. La pareja había iniciado ya una cordial y muy productiva, a la larga, relación con la Decca, la multinacional británica del disco, con la que ambos habían comenzado a grabar algunas de las óperas que constituían el núcleo esencial de su repertorio, títulos como La sonámbula e I Puritani de Bellini, Lucia di Lamermoor de Donizetti o el Rigoletto de Verdi.

Aunque ninguno parecía especialmente feliz con las elecciones de los tenores disponibles. Monti, Duval, Cioni… podían haber sido buenos, honestos y fiables artistas en su día (Monti y Cioni habían llegado a actuar con la Callas, el primero en la Scala en aquella Sonámbula de Visconti), pero no poseían el timbre radiante, dicción impecable (Monti era un delicado estilista, pero de medios algo pálidos) ni la infalible seguridad en los agudos (Duval se aventuraba con comodidad por las regiones más escarpadas, aunque con un sonido decididamente feo) que reunía todo en un uno: un auténtico cantante italiano, como los Caruso, Gigli o Di Stefano, que entonces comenzaba a despegar dotado con los recursos del más preciado de los diamantes.

La soprano y su marido y director de cabecera, Richard Bonynge, ya habían reparado antes en otra figura emergente, algo más consolidada en ese momento que su otro colega tenor: Alfredo Kraus. Al artista canario le ofrecieron la posibilidad de convertirse en la elegida pareja discográfica para una nueva serie de grabaciones esenciales del repertorio belcantista; pero quiso imponer una condición inaceptable: que aquellos discos se realizaran con su propia compañía, Carrillón, que él mismo había fundado en España con un socio.

Ni a Sutherland ni a su cónyuge les convenció aquel negocio. Acertaron con la apuesta ganadora. La Decca, discográfico escaparate por antonomasia de las grandes voces multiplicó sus beneficios al promover los registros de aquel otro nuevo binomio de oro formado por dos de los más relevantes intérpretes vocales del momento, que tuvo su correspondencia equivalente en las actuaciones conjuntas que ambos cantantes protagonizaron, en paralelo, por los primeros escenarios del mundo.

Historias musicales, joan-sutherland

Joan Sutherland formó pareja legendaria con el tenor de Módena

De algún modo volvía a reeditarse el rentable modelo que en su día habían encarnado Maria Callas y Giuseppe Di Stefano, en su caso, con la EMI. El ya estupendo catálogo del otro sello anglosajón se enriqueció aún más con novedosas, y en algún casos inéditas, grabaciones de óperas como Beatrice di Tenda o La hija del regimiento, junto a las más populares I Puritani, La Sonámbula, L’elisir D’amore, Rigoletto, Lucia di Lamermoor, …

Volver a escucharlas hoy, sobre todo si se han dejado reposar durante una buena temporada, como los mejores caldos añejos, supone revivir casi idéntico deslumbramiento primigenio al que se produjo en su momento ante la aparición de dos artistas en plenitud, capaces de transportarnos, gracias a la captación ideal de las intenciones de los autores, hasta regiones recónditas, mundos insospechados, quizá ideales.

Emprender de nuevo el viaje al pasado de esta historia de éxito compartido equivale a regresar, en un día de verano, a una de esas estancias dejadas atrás durante algún tiempo, pero plenas de recuerdos inmarcesibles, para permitir que una nueva luz inunde de nuevo cada rincón del alma con su urgente fulgor.

Esa resplandeciente claridad, destello que ilumina, deslumbra y acaricia a la vez, con la calidez de los rayos solares al colarse entre el espacio franco de los ventanales, tiene su justa equivalencia en la voz única de Pavarotti, cuando ésta logra rasgar el velo de los altavoces hasta penetrar en lo más íntimo del oyente para aportarle una paz benéfica, una nostalgia seráfica y consoladora. El instrumento del artista encarna todo el encanto del Mediterráneo, hecho sonido milagrosamente a través del timbre dorado de una voz con un sello singular e inconfundible.

John Wustman, el estupendo pianista que lo acompañó durante décadas, después de haber hecho lo mismo para otros tenores históricos, como Nicolai Gedda o Ferruccio Tagliavini, resumió perfectamente la naturaleza de su don cuando expresó: “Luciano no se parece a ninguno de ellos. Es natural (…) ello requiere un estilo muy personal, algo que es independiente de la voz en sí misma y que lo diferencia de otros cantantes (…) Consigue que cada persona del público, aún el más gigantesco, sienta que está cantando para ella. Establece una comunicación intensamente personal. Es algo extraordinario”.

En su momento, Wustman se refirió, además, a uno de los aspectos más controvertidos de la preparación del cantante, su práctico desconocimiento de las leyes del solfeo, que también confirmarían otros de sus colaboradores más estrechos como los directores Leone Magiera o Marcello Panni:

“Lo que distingue a Luciano es su musicalidad (…) Luciano no es particularmente un buen músico, me refiero a la habilidad técnica, pero es super, super, super musical. Muchos son músicos de primer nivel sin ser musicales. Es una cuestión de fraseo y sentimiento y una total comprensión de la intención del compositor, sumadas a la habilidad de transmitir esa intención. Luciano posee esa habilidad en grado sumo. Tiene sentimiento, tiene alma, y sabe transmitirlos a la música que canta”.

No hay más secretos. Algunos artistas mueren dos veces: la primera cuando cuando se retiran de los escenarios, y ya casi nadie, salvo los más partidarios, los reconocen; la definitiva, al cobrarse la parca el inaplazable último recibo.

Otros, en cambio, los menos, nunca llegan a despedirse del todo. Luciano Pavarotti, que hoy habría cumplido noventa años, pertenece a la privilegiada estirpe de los eternos. Mientras aún permanezcan ventanas por abrir, su voz solar volverá a bañarnos, siempre que lo deseemos gracias al prodigio de la tecnología, con su luz trascendente.

César Wonenburger

(Publicado en “El Debate”)

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