Comentarios en prensa: ‘El mandarín maravilloso’ y ‘El castillo de Barbazul’ de Bartók, en el Teatro Real
Comentarios en prensa: El mandarín maravilloso y El castillo de Barbazul de Bartók, en el Teatro Real
El Mandarín maravilloso, de Bartók. El mandarín: Gorka Culebras. La chica: Carla Pérez Mora. Primer vagabundo: Nicky van Cleef. Segundo vagabundo: David Vento. Tercer vagabundo: Joni Österlund. Un libertino: Mário Branco. El poeta: Nicolas Franciscus
El castillo de Barbazul, de Bartók. El duque Barbazul: Christoph Fischesser. Judith: Evelyn Herlitzius. El prólogo: Nicolas Franciscus. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gustavo Gimeno. Dirección de escena y coreografía: Christof Loy. Escenografía: Márton Ágh. Vestuario: Barbara Drosihn. Iluminación: Thomas Kleinstück. Teatro Real. Madrid, 2 de noviembre de 2025.

El programa Bartók llega al Teatro Real
Llega al Teatro Real el esperado programa dedicado a Bartók, formado por el ballet (o pantomima) El mandarín maravilloso y la breve ópera El castillo de Barbazul. Llega al coliseo de la plaza de Oriente bajo las órdenes de uno de los directores que más ha frecuentado este espacio en los últimos años: el alemán Christof Loy. Su propuesta busca unir dos títulos a través de un hilo conductor dedicado a los impulsos y las emociones humanas.
Si bien el objetivo era correcto, el resultado no ha convencido a todo el mundo, algo que se muestra en las críticas publicadas en prensa. Frente a la frialdad de la recepción de la puesta en escena, se encuentran las alabanzas a los intérpretes, en especial a la Orquesta Titular del Teatro Real y al nuevo director musical de la institución, Gustavo Gimeno.
ABC (03/11/2025)
(Selección)
Gustavo Gimeno convierte en un acontecimiento la irrelevante puesta en escena que Cristoph Loy inventa sobre Béla Bartók
Se entra en el Teatro Real al espectáculo Béla Bartók estrenado ayer y se sale inquieto, incómodo, oprimido… Transformado se decía hace un siglo (…). Mucho de ello está en juego en esta propuesta de relativo alcance (…) en la que se ofrece un programa doble que incluye El mandarín maravilloso y El castillo de Barbazul, dos mundos que reflejan aquel debate imposible y nunca resuelto.
La impresión es perturbadora porque triunfa sin paliativos la Orquesta Titular del Teatro Real y el director Gustavo Gimeno que con esta producción hace su presentación oficial como director musical del teatro. El foso es la fiebre de este espectáculo y, como tal, el elemento capaz de evocar emociones que penetran en lo desconocido. En definitiva la sustancia del engaño, el catalizador que coloca la fascinante música de Bartók en el terreno de lo desasosegante. (…)
Hace un siglo se insistía en el desvanecimiento de la realidad y por eso se prefería el gesto a la impureza del lenguaje. Se creyó que la pantomima era el género capaz de quintaesenciar el mensaje (…). Sobre los efectos se solía advertir a la audiencia con algún prólogo. También en esta producción, el director Christof Loy adopta el recurso y coloca a un poeta en el arranque de cada una de las dos obras. En ambos casos repite un texto banal, que habla de lo que sucede fuera y en nuestro interior, y advierte acerca del carácter metafórico de lo que se verá.
A partir de ahí, Loy hace metáfora de la metáfora y convierte al lúgubre mandarín en un sufriente Jesucristo que otorga paz en medio de la toxicidad ambiental redimiendo a la chica a través del amor. El matiz pseudorreligioso es un guiño vacuo frente al poderoso enigma del argumento original.
El remate lo pone el primer movimiento de la Música para cuerda percusión y celesta que añade una gota de evanescencia a un escenario en el que abunda la niebla. Hay alguna que otra libertad en la aplicación de los gestos que se dibujan en la propia música, pero la ejecución de los bailarines, con Gorka Culebras y Carla Pérez Mora a la cabeza, es contundente. (…)
Guste o no, lo que sucede en El mandarín es visualmente atractivo; colocados ante El castillo de Barbazul, todo es más insulso. (…) La cuestión es que los amantes se dicen muchas cosas y demasiadas quedan flotando en un contexto frío, intransigente y críptico que termina por ser síntesis de una realización incapaz: la sangre, la condición emocional de cada nueva estancia, la progresiva tensión ambiental, la luz.
Sobre todo la continua alusión a la luz que hace el libreto de Béla Balázs y que se desaprovecha en favor, otra vez, de la niebla. Loy devasta lo simbólico y convierte la penetración en el alma del duque (…) en un estricto gesto que empequeñece el fin de la obra (…). Las alegorías se difuminan, el escenario se vuelve intrascendente y si mantiene un poso de seguridad es porque los cantantes Christoph Fischesser y Evelyn Herlitzius ofrecen una interpretación muy sólida. Porque Gustavo Gimeno señala directamente a la música de Bartók y, sin postizos, deja al descubierto su estricto mensaje.
Alberto González Lapuente

Imagen de la producción de Christof Loy
EL MUNDO (03/11/2025)
(Selección)
Relatos psicológicos con música de Bartók en el Teatro Real
El mandarín maravilloso es un ballet misterioso sobre amor y muerte en un escenario urbano nervioso y agobiado que se basa en una idea de Menyhért Lengyel. Fantasía y realismo expresionista se dan la mano en un argumento oscuro y de pulsiones psicoanalíticas con una música desgarrada o espectacular según los momentos.
Por su lado, El castillo de Barba Azul usa el cuento célebre de Perrault desde un libreto de Bela Balász donde la referencia freudiana es más explícita. Trata de los insondables secretos de la personalidad humana cuya última puerta nunca debería ser abierta con una música en la que Bartók resume su etapa juvenil de lejanas raíces impresionistas (…).
Una orquesta suntuosa y muy bien tratada acompaña a la imposible redención de Barba Azul en donde la buena intención de Judith no alcanza a penetrar porque siempre en el fondo de cada ser humano hay oscuros secretos en los que es mejor no penetrar.
Vocalmente la ópera es eficaz y hermosa subrayando muy bien la intencionalidad del texto. Tuvo a dos maravillosos intérpretes en Christoph Fichesser y Evelyn Hertlitzius que triunfaron plenamente.
La dirección escénica del espectáculo fue asumida por Christopher Loy que ya ha tenido varios montajes en el Real. En esta ocasión actuaba no solo como director de escena sino también como coreógrafo puesto que asumía ese papel en la primera de las obras para la que acentuó sus características de arte urbano muy bien asumidas por unos bailarines de muy buena calidad (…).
Loy se empeñó en unir los mundos del ballet y la ópera y lo que resultaba un expresionismo urbano hacia el hi hop en el ballet y funcionaba, en la ópera quedaba pobretona la escenografía del Marton Agh. Tampoco había necesidad alguna de que el prólogo hablado de esta principiara también el ballet ni que la sobretensión física de la danza se traspasara a los cantantes (…).
Tal vez por eso al final, si todo lo musical resultó aclamado, la presencia de los responsables escénicos tuvo perceptibles muestras de división de opiniones. Tampoco había porqué alargar el ballet con el primer tiempo de la Música para cuerda, percusión y celesta del propio Bartók (…) totalmente abstracta frente al expresionismo del ballet y daba una especie de lección redentora a lo anterior.
El espectáculo en su conjunto necesitaba de profesionales que fueran capaces de asumir su complejidad musical y los tuvo en el breve papel el Coro Intermezzo, preparado por José Luis Basso y en el intenso y vibrante de la Orquesta Sinfónica de Madrid que es la titular del teatro y tiene calidad y experiencia sobrada. Al frente de todos ellos estaba una de las mejores batutas españolas del momento actual, Gustavo Gimeno, que es un director dotado no solo de una extraordinaria técnica sino de un profundo sentido musical que le hace llegar muy dentro de los estilos y las técnicas que acomete.
Fue una labor extraordinaria, quizá lo más relevante de una sesión que tenía muy buenos elementos. Y si todos los elementos musicales fueron muy aplaudidos, la aparición sobre el escenario del director de orquesta fue una pura aclamación.
Tomás Marco

Gorka Culebras y Carla Pérez Mora
EL PAÍS (03/11/2025)
(Selección)
Béla Bartók en el Teatro Real, entre un ballet turbador y una ópera sin tensión psicológica
“Se alza el telón de nuestros párpados: / ¿Dónde está el escenario, dentro o fuera, / damas y caballeros?” En estos versos del prólogo de El castillo de Barbazul, recitado en húngaro y muchas veces suprimido, se condensa la clave simbolista del díptico escénico de Béla Bartók concebido por el régisseur Christof Loy. Esta coproducción, estrenada con éxito en la Ópera de Basilea en 2022, fue recibida con algunos abucheos el pasado domingo 2 de noviembre en el Teatro Real.
El emparejamiento de la única ópera del compositor húngaro, escrita en 1911, con su ballet El mandarín maravilloso, compuesto entre 1918 y 1919 y completado cinco años más tarde, no constituye una novedad. (…)
El presente programa doble dedicado a Bartók tiene varios antecedentes recientes, incluso en el orden cronológico invertido (…), tal como lo propone Loy, opción ya adoptada anteriormente por Denis Marleau y Stéphanie Jasmin en Ginebra (2007), así como por Jo Kanamori en Florencia (2012).
La novedad introducida por el director de escena alemán, afincado en Madrid, radica en la interconexión de ambas obras bajo el lema Al amor no puede vencerlo la muerte.
Para Loy, no existe fracaso sentimental, ni al final del ballet con la muerte del Mandarín, ni al cierre de la ópera, donde el conflicto emocional entre Judith y Barbazul se sumerge en la oscuridad. Para revertir lo primero, adopta una interesante licencia como epílogo del ballet, que titula Resurrección, en la cual el Mandarín vuelve a la vida para danzar un pas de deux con la Chica al son del crepuscular fugato que abre la composición orquestal Música para cuerda, percusión y celesta (…).
La otra licencia consiste en utilizar el mencionado prólogo en dos ocasiones: como introducción tanto del ballet como de la ópera.
(…)
El director de escena ha vuelto a una austeridad máxima en una puesta en escena acompañada por una música intensamente perturbadora, como ya hiciera con Lulu de Berg en 2009.
La escenografía minimalista de Márton Ágh —reducida, en el ballet, a varias cabañas de madera sin ventanas ni puertas, elevadas sobre pilotes, junto a una desvencijada cabina telefónica y un mugriento colchón rodeado de basura— se hunde en la ópera como reflejo del paso del tiempo.
(…)
Loy dirige El mandarín maravilloso como si se tratara de una ópera, en la que los bailarines pudieran comenzar a cantar en cualquier momento. Destaca la poderosa dupla formada por Gorka Culebras, como el Mandarín, y Carla Pérez Mora, como la Chica, quienes elevan el epílogo al compás de Música para cuerda, percusión y celesta.
La acción corporal se funde con la música sin escatimar en momentos de extrema violencia, aunque desdibuja elementos clave de la pantomima, como las tres seducciones de la Chica, los tres intentos de asesinato del Mandarín y su primera aparición.
Pero en El castillo de Barbazul, las cosas no funcionan con la misma eficacia. Tras la repetición del prólogo (…) a cargo del actor Nicolas Franciscus, quien también participa en el ballet como el Poeta, la acción deriva en una frustrante noche de bodas en la que Judith explora cada rincón del alma de Barbazul hasta descubrir manchas de sangre.
Sin embargo, el público debe imaginar tanto la sangre como cada llave y cada puerta. La pareja carece de la química necesaria para sostener la tensión escénica durante los 60 minutos que dura la ópera, lo que desemboca en un huis clos con escasa introspección psicológica.
A nivel vocal, el bajo Christof Fischesser, quien ya había interpretado en el Teatro Real un inolvidable La Roche en Capriccio de Strauss, encarnó un Barbazul sólido y brillante. El cantante alemán mostró una claridad impecable en los graves, gran potencia en el registro agudo, dominio del parlando rubato y especial cuidado en los pasajes líricos de la partitura.
Por su parte, la soprano Evelyn Herlitzius, actualmente volcada en papeles de mezzosoprano, ofreció una Judith áspera y dramática, pero sin concesiones líricas. No obstante, demostró su experiencia al imponerse a una orquesta inmensa, a pesar de un vibrato marcado y ciertas limitaciones en los extremos de su tesitura.
El gran triunfador de la noche fue el director de orquesta Gustavo Gimeno, quien afrontaba su primera producción como nuevo titular del Teatro Real. El maestro valenciano brilló al materializar lo que Judith Frigyesi ha denominado la “síntesis Bartók”: un modernismo renovador, profundamente enraizado en la tradición popular, que el compositor elevó a una dimensión orgánica y universal.
Aunque no alcanzó el mismo grado de implicación orquestal mostrado en El ángel de fuego hace dos temporadas, Gimeno condujo con firmeza la compleja arquitectura rítmica de El mandarín maravilloso, manteniendo un tempo fluido y preciso, con brillantes intervenciones solistas, especialmente en la sección de maderas (…)
Además, no rehusó asumir riesgos, como se evidenció en la escena de la persecución, donde llevó a la orquesta al límite de sus capacidades. También supo trazar con claridad el arco del primer movimiento de Música para cuerda, percusión y celesta.
Pero los momentos musicalmente más brillantes de la orquesta llegaron tras el descanso, con El castillo de Barbazul. Gimeno manejó con maestría el arco dramático de la ópera en torno a las siete puertas y las segundas menores que simbolizan la sangre. Dotó a la partitura de colorido, contrastes y transiciones, sin descuidar el equilibrio con las voces. Lo demostró especialmente en la climática quinta puerta, con un impresionante tutti en do mayor que representa el vasto reino de Barbazul, pero también en los insistentes glissandi arpegiados de arpa, celesta, flauta y clarinete, en la sexta puerta, que evocan el lago de lágrimas.
En todo caso, las virtudes de la maravillosa música de Bartók, que ha llegado por primera vez al escenario del Teatro Real, no han bastado para llenar la sala. Habrá que tomárselo con la misma ironía existencial del poeta Ángel González y su famoso poema “Estoy bartok de todo…” Aun así, hasta el día 10 resonará “bela en todo bartok” en el Teatro Real.
Pablo L. Rodríguez

Loy decepciona en su intento de resultar provocador
EL DEBATE (03/11/2025)
Bronca para el Bartok cutre y «provocador» de Christof Loy en el Real
Al final de la representación de ayer por la tarde, coincidiendo con la aparición del director de escena, Christof Loy, en el escenario, para recabar el soberano veredicto del público acerca de su última propuesta para el Teatro Real, buena parte de la asistencia le propinó un abucheo tan monumental y reiterado que ahogó cualquier tímido atisbo de aplauso. Esta vez el consenso resultó mayoritario.
Nada nuevo bajo el sol del coliseo de la plaza de Oriente, y de tantos otros. Cierto, pero la reiteración empieza a resultar torpe y cansina: el truco del mago parece ya demasiado previsible, no sorprende ni provoca, solo incordia: ¡Otra vez!
Y la consabida justificación que los gestores argumentan en privado (y a veces en pretendidamente sesudas entrevistas y artículos): «Hay que dejarlos, no saben más, como en Madrid casi no ha habido ópera (falso) esta gente no se encuentra preparada», tampoco cuela ya.
El consabido mecanismo, que a veces aún garantiza unos premios gremiales que a casi nadie conciernen ni interesan, salvo a los propios galardonados para exhibirlos como los galones de una pretendida vanguardia (cuyos orígenes tampoco son recientes ni representan novedad alguna: los teatros de la Europa socialista después de la última guerra ya estaban llenos de este tipo de propuestas, a veces más interesantes), ofrece claras muestras de un obvio agotamiento.
Vuelve Loy a lo manido, lo viejo-nuevo, ahora a propósito de Bartok, del que se reúne, en alineación inversa, dos de las tres obras que conforman un fascinante tríptico compuesto, en orden cronológico, por la ópera El castillo de Barbazul y los ballets El príncipe de madera y El mandarín maravilloso.
Como la ópera es breve, aquí se ha unido con el último de los ballets, situado esta vez al principio con el añadido de una parte de la Música para percusión, cuerda y celesta del mismo compositor.
Desde el inicio, queda claro que el simbolismo del «Mandarín», con esa belleza perturbadora que alterna violencia y sensualidad, apelando en buena lid a la imaginación y cultura del espectador, resultará aquí orientado hacia la realidad más sórdida, cutre y común.
Con desprecio a la fantasía desbordante del autor, el director, y su equipo, despliegan su propuesta sobre el ambiente miserable de un descampado. Bien podría tratarse de aquel en el que el buscavidas Pino Pelosi dio muerte a Pasolini, por los nocturnos alrededores de Ostia: un asunto que obsesiona y aún colea en algunas puestas en escena de ciertos directores.
La explotación de la prostituta, que al final parece establecer una íntima conexión con el último de sus clientes, el ignoto, aunque tierno y apasionado mandarín, ebrio de inesperado amor, da pie para desarrollar una historia de violencia entre chaperos reclutados del imaginario de Fassbinder, que se inicia ya en punta, nada más comenzar la acción, con la triple violación de la chica.
Luego ocurrirán una serie de breves, crudos casi siempre, reiterativos episodios homoeróticos relacionados con la sensibilidad de este director (según lo que muestra a menudo), más los puntuales servicios que ofrece la dama. La sugerida orgía de sangre y sexo, que a nadie escandaliza ya, culmina con la ceremonia ritual del asesinato del extraño mandarín.
Su ejecución recuerda lo difícil que a veces puede resultar matar a un hombre, como le ocurría a Joe Pesci en Uno de los nuestros. Aquí las cuchilladas se mezclan con varios intentos de ahogamiento, forzados mediante el empleo de un plástico, una soga, el agua o la práctica manual de la llave conocida popularmente como «mata-león».
El prolongado suplicio no es ajeno a las intenciones de Loy por convertir al desgraciado cliente en la viva imagen de Jesucristo, luego maternalmente acogido en el seno de la meretriz para sugerir una imagen tantas veces vista ya en un teatro (en este mismo no hace mucho, con el «Lear»), la de La Pietá.
Todo ello para mostrar, de paso, algo similar a lo que ya Martin Scorsese proponía en La última tentación: la posibilidad de que el Mesías encontrase más interesante proyectar una vida vulgar junto a María Magdalena, reunidos como amantes, en lugar de consagrarse a su inaplazable misión redentora.
Aquí la única redención se concreta a partir del doble milagro de Loy: a la resurrección del Salvador se suma la de la propia hetaira, y así ya definitivamente juntos, cambiando ella el hábito rojo de la pasión por el negro de la muerte, ambos podrán experimentar la pureza de ese amor imprevisto, surgido como una llamada a la esperanza de entre los despojos de la basura que sugiere la básica escenografía, pero hecho realidad en una instancia superior, ajena a las miserias, sobresaltos e iniquidades de este mundo terrible.
El mandarín maravilloso es un ballet, las coreografías aquí resultan demasiado precarias, con movimientos previsibles, de una austera plasticidad, aunque ejecutados con precisión por todos los convocados (magníficos Gorka Culebras y Carla Pérez) sobre ese inagotable retablo de delicias que dispone Bartok a partir de una partura intensa, plena de colorido, de los que Gustavo Gimeno solo acierta a extraer una mínima parte a partir de la completa entrega de los músicos de la Sinfónica de Madrid, siempre mejor dispuestos a explorar las riquezas de una partitura como la del autor húngaro, más próxima en el tiempo, que a hacerle justicia al talento de Bellini, por ejemplo.
Resulta un misterio, que en realidad no lo es tanto, porqué estos proclamados jóvenes (aunque Gimeno ya no le sea tanto) «genios» de la batuta prefieren medirse con obras, sobre todo de la primera mitad del siglo XX, antes que otras del pasado.
¿Será quizá porque resulta mucho más fácil dirigir El gran macabro de Ligeti que Rigoletto, triunfar con una sinfonía de Mahler (algo incluso al alcance de un banquero como aquel Kaplan), que desentrañar con habilidad todos los secretos de un Haydn?
Sea como fuere, Gimeno gobernó con buen pulso ambas obras, también El castillo de Barbazul, aunque sin llegar hasta su médula. Por el camino se perdió buena parte de su intensidad, algo que nos apabulló en aquella lectura de esta ópera que Esa-Pekka Salonen, a cargo de la Philarmonia Orchestra, ofreció en una visita española. Fue en Vigo, allá por el 2011. Aquí no se apreció la angustia ni el terror (en momentos clave como el de la quinta puerta), echándose de menos el sutil equilibrio entre lo sombrío (casi ausente) y lo poético (algo más destacado).
El director valenciano se asoma a la puerta, pero no logra dar ese salto que convierta lo simplemente aseado en excepcional: para lograr resultados conmovedores hay que asumir riesgos, y a Gimeno le basta con recrearse en la belleza del gesto, sugiriendo planos, esbozando la arquitectura, iluminando algún lirismo, pero sin llegar jamás (al menos no en ninguna de sus últimas comparecencias) hasta el núcleo, la raíz de la verdad dramática.
Del «Barbazul» hay que salir perturbado no convencido. Y a eso tampoco, aquí, contribuyó la gelidez expresiva de Loy en esta segunda parte. Al conectar su propuesta con el ballet anterior, la escena apenas varía: la basura se mantiene desparramada en el suelo, y al fondo, en lugar de castillo, se sitúa una nórdica casita de madera, algo ridícula.
La ostentación palaciega del duque se diluye en un par de sillas exteriores como esas cutres que las abuelas llevan a la playa. Y ahí, a ratos sentados, se despliega este antecedente de las burguesas Escenas de matrimonio de Bergman, donde el aristócrata y su mujer representan ese mito, tantas veces real, de la incomunicación en el ámbito restrictivo de la pareja.
Ella quiere saberlo todo, controlar hasta el más mínimo pensamiento de su amante, pasado, presente y futuro, a lo que él se resiste consciente de que ceder a sus deseos, entregándole la llave de todo su ser, sin preservar ni un centímetro de espacio a su necesaria independencia, significa dejar de ser él mismo para siempre.
Ella, mientras, le deja hacer, disfrutar del supremo deleite que proporcionan la visión y el tacto de un cuerpo conformado para el amor. Pero el disfrute tiene un precio que no está dispuesta a negociar, el de la absoluta sumisión del varón.
Fascinante reflexión, contraria a estos tiempos, en un hombre joven y primerizo como Bartok, que ya había sufrido alguna decepción amorosa. Supo concretarla en una obra maestra dramática de inapelable sugestión, ensalzada y completada en sus huecos por la música poderosa, capaz de suscitar todos los estados de ánimo, desde la impaciencia y el horror hasta la última resignación de un vacío inevitable.
Hubo buenos intérpretes, aunque no ideales, para los protagonistas. El bajo Christioff Fischesser propuso un Barbazul doliente, aunque menos rotundo de los esperado: se echó en falta algo más de la amargura, y el horror en ocasiones, que transmite el personaje. Evelyn Hertlitzius, por el contrario, resultó más dominadora, firme, consciente de la naturaleza de su poder, aunque en el extremo superior la voz resultara a veces agria y tirante. Ambos cosecharon muchos aplausos al final, como también el propio Gimeno, muy querido en este teatro.
Con una versión en concierto se podría haber saldado el empeño, dejando al oyente la libertad de llenar los puntos suspensivos que plantea Bartok. Nada en la despojada puesta en escena de Loy, que renuncia a la posibilidad de ofrecer imágenes a la altura de la fantasía de la partitura, se propone indagar en las sombras.
En las notas al programa se afirma que fuera los castillos, que todo ocurre en el interior de los personajes. Recurso de trilero que, tirando de psicologismos, podría servir también para Don Pasquale, la obra maestra de Donizetti, una aparente comedia que también plantea, de otro modo, la extraordinaria complejidad de la batalla entre los sexos (¡hasta se habla de un divorcio!).
César Wonenburger

Christoph Fischesser y Evelyn Herlitzius
LA RAZÓN (03/11/2025)
Frustración escénica en un gran Bartók musical
El Teatro Real presenta un díptico bartokiano de enorme densidad simbólica: El mandarín maravilloso (1918–19) y El castillo de Barbazul (1911). Dos obras breves y extremas que condensan la tensión entre el deseo, la incomunicación y la violencia emocional. El Mandarín y Barbazul pertenecen a géneros distintos -uno es un ballet pantomímico, el otro un drama simbólico-, comparten una misma raíz: el impulso amoroso entendido como tensión destructiva.
El Teatro Real propone su unión como un único relato escénico, donde el erotismo salvaje del primero se funde con la introspección simbólica del segundo. El programa no pretende contraponer dos mundos, sino revelar una continuidad emocional: la pulsión amorosa convertida en herida. Se nos explica: “No son dos títulos yuxtapuestos, sino una meditación escénica sobre el amor, la vergüenza y la imposibilidad de poseer al otro.”
En El mandarín maravilloso, el mito se disuelve en materia viva. Bartók utiliza atonalidad libre, estructuras simétricas octatónicas y una orquesta convertida en masa rítmica. El ritmo adquiere protagonismo: irregular, insistente, polimétrico. Las texturas actúan como energía física; la música encarna deseo, persecución, muerte y transfiguración.
El castillo de Barba Azul, partitura muy anterior, abrió la etapa introspectiva del compositor. La ópera, escrita sobre un libreto simbolista de Béla Balázs, se desarrolla como una forma de arco -siete puertas, siete revelaciones- donde cada episodio se asocia a un ámbito tonal y tímbrico específico. La armonía, sustentada en modos dórico, frigio y escalas pentatónicas húngaras, se expande hasta un clímax luminoso (quinta puerta) para después replegarse al silencio. En esta partitura, la disonancia es respiración psicológica; la música no avanza, se profundiza.
Ambas obras se fundan en simetrías interiores, principio que Bartók llevará a su madurez. Pero mientras Barbazul busca la luz interior -la emoción contenida como estructura-, El Mandarín revela el mismo impulso convertido en movimiento: la pasión como arquitectura sonora. En una domina el silencio; en la otra, el pulso.
La producción de El Mandarín se estrenó en Basilea hace tres años y Loy realizó El Castillo en Frankfurt en 2010. Ahora las une y al intentarlo cambia sus significados. El prólogo del poeta en El castillo lo es también en El Mandarin, como una forma de unir las obras. Al menos, la segunda vez podría haberse ofrecido en castellano.
En la primera obra se acumula la tensión gracias a la música de Bartók y el gran trabajo de unos bailarines que parecen de goma hasta que a Loy se le ocurre añadir a la representación, dentro de la pantomima, el primer movimiento de la Música para cuerdas, percusión y celesta del mismo autor. Loy prolonga con ella la escena entre la muchacha y un supuesto Cristo redentor y ahí pierde toda la enorme fuerza la representación, que nos había mantenido en un vilo hasta entonces. El mandarín no muere…
Loy despoja El castillo de todo literalismo y lo convierte casi en una metáfora mental. No hay castillo sin un decorado insulso a la derecha y una escena, no dentro del castillo, sino en lo que parece una caseta de playa. El vestuario es el mismo que en la obra previa y, al final la capa del primero cubre a Judith. Una escenografía anodina, con insulso manejo de las luces, que no puede evitar que uno piense en que hubiera sido mejor ofrecerla en concierto o semi-escenificada con unas buenas proyecciones. Judith no muere…
No fueron de extrañar los “¡Buh!” cosechados por la dirección escénica al final, ni los apenas cinco minutos de aplausos. En cambio, recibió muchos Gustavo Gimeno al salir al foso tras el descanso y eso tampoco fue de extrañar, porque fueron justicia a una dirección musical del nuevo titular del teatro de incuestionable calidad.
Logró continuidad emocional y claridad entre las obras en una especie de curva continua de energía, reflejó la furia de El mandarín, se escucharon las voces de Christoph Fischesser y Evelyn Herlitzius, buenos cantantes, en El castillo y sacó todos los colores de ambas partituras con una orquesta en estado de gracia. En este fin de semana la Filarmónica de Berlín y Kirill Petrenko programaban Petrushka y El Mandarín, no creo que hubiese mucha diferencia. Admirables Gimeno, la orquesta, los bailarines, soprano y barítono y frustrante Loy.


























Últimos comentarios