Crítica: Tierra embriagada de sol… Saioa Hernández y Joshua Weilerstein, con la ONE
Tierra embriagada de sol…
Obras de Martínez Burgos, R. Strauss y Brahms. Saioa Hernández, soprano. Orquesta Nacional de España (ONE). Dirección musical: Joshua Weilerstein. Ciclo Sinfónico 15 de la OCNE 24/25. Sala Sinfónica. 23 de febrero

Saioa Hernández
Que Richard Strauss es capaz de hacer milagros con la orquestación no es nada nuevo. Se elija lo que se elija, sean lieder orquestales, óperas o poemas sinfónicos, el universo tímbrico que despliega el compositor es denso, complejo, hedonista, impecable y representativo de los conflictos y las bellezas de cualquier ser humano del siglo XX. Con justa reputación, las llamadas Cuatro últimas canciones son, tal vez, la cima de todas ellas; pero ese testamento de madurez no acontece de la nada, y su rastro de miguitas de pan fue el argumento central para la nueva sesión de la ONE, donde se interpretaron algunos de los lieder del Opus 10 y del 27.
La mayor parte de estas canciones fueron compuestas en la juventud de Strauss pero orquestadas en su vejez ya fuera por él o por Robert Heger, cuando la violencia de la Primera Guerra Mundial había asolado su espíritu y el de tantos otros. El resultado es abrumador en su forma de entender la emoción, sin prisas, sin tristezas impostadas, sosegadamente. La soprano Saioa Hernández, que debutaba con la Orquesta Nacional, prestó el cuerpo vocal a una música que necesita colocación, emisión, fraseo y, por encima de todo, una cercanía con el texto que no se construya a costa de acaparar protagonismo.
Todo funcionó desde un principio, aprovechando la bella zona central de la soprano madrileña que encajaba con el sentido de la evocación de esta música. Hernández caracterizó su voz en función de cada lied y encontró balances y empastes con la cuidada envoltura orquestal que proponía la batuta de Joshua Weilerstein. El gran momento del concierto llegó con “Morgen!”, con esa “tierra embriagada de sol” según Mackay que la ONE supo iluminar con notable sentido del color y la poética exacerbada del violín.
La música de Strauss había sido introducida por la obra de estreno Gramática de la niebla, de Manuel Martínez Burgos, una pieza repleta de sutileza tímbrica, que supo construir su propio dialecto del lirismo y manejar las tensiones con sabiduría. Fue aplaudida con entusiasmo.
Para la segunda parte quedó la Sinfonía n.º 1 en Do menor, op.68 de Brahms, arrancada por Weilerstein con gesto claro para subrayar el patente dramatismo y construyendo una sonoridad maleable que se ajusta a los vaivenes del discurso de Brahms. Las asperezas rítmicas del “Allegro” se resolvieron con cierta efervescencia en los ataques y un entusiasmo contagioso.
Sonido ampuloso en el mejor de los sentidos para el “Andante” —gran intervención del oboe solista— y un movimiento final con las expectativas bien medidas a la hora de presentar el famoso “Himno de la alegría” alternativo. La gradación dinámica de los últimos compases reforzó precisamente el sentido de aspereza que buscaba Weilerstein, para cerrar una lectura alejada de los extremos de otras ocasiones y con amplios oasis para la belleza y la embriagadora luz del sol que ya había anticipado Strauss.


























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