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Por Publicado el: 27/07/2025Categorías: Crítica

Festival de Bayreuth, Wagner resiste el empeño por ridiculizar a sus “Maestros cantores”

Festival de Bayreuth, crítica de la sesión inaugural

La monumental comedia humana del genial compositor alemán inauguró el Festival de Bayreuth entre aplausos y protestas para la parte escénica, y prolongadas, justas ovaciones para el reparto y director musical en esta obra desmesurada e idealista, que Hitler se apropió para sus pérfidos fines.

Festival de Bayreuth, Maestros cantores

Imagen de la producción de Matthias Davids para Bayreuth

Como tantas otras cosas en estos tiempos singulares de rebajas, Bayreuth ya no representa lo que un día fue. Puede que aún conserve buena parte de su aura mítica, de su pretérito esplendor como el lugar de referencia que, en tiempos no tan lejanos, cuando conseguir una localidad para asistir a la experiencia de vivir una ópera de Wagner en el mismo lugar que él mismo concibió como espacio privilegiado, para poder disfrutar de sus creaciones en las condiciones idóneas, era como apostar en la ruleta. 

Pero hoy, con el desarrollo de las orquestas y la existencia de grandes teatros hasta en el desierto, a veces hasta es posible asistir a representaciones de este compositor incluso mejores que aquellas que, en la actualidad, sirve el templo de la colina verde. 

Y, aun así, para un wagneriano genuino traspasar los muros sagrados del Festpielhaus, incluso con un calor sofocante que redobla la épica, resulta incomparable con cualquier otra sutil promesa de placeres paradisíacos. Aunque hoy sean tantas las ocasiones en las que para ese viaje se precisen las alforjas de un complemento inesperado: una venda para los ojos.

Katharina Wagner, la bisnieta del compositor, es como esos hijos de millonarios que, en ocasiones, en la mesa, le sugieren a sus progenitores: papás, ¿y no seríamos mucho más felices si fuéramos pobres?, para, acto seguido, ponerse a despotricar sobre sus privilegios heredados, sin ninguna intención verdadera de renunciar a la visa paterna. 

La mujer que rige los destinos del festival, aunque ahora le hayan puesto a un administrador para que no termine de pulirse las raspas de la herencia, parece dispuesta a someter al pariente a una suerte de psicoanálisis permanente. 

Cree que aquel debe hacerse perdonar, a posteriori, quién sabe qué pecados (el antisemitismo, tan común en su época, y parece que aún hoy; el amor por su país, que algunos confunden con el nacionalismo cateto y rancio), mediante una revisión continua (a la baja) de los mensajes (contradictorios, como el propio hombre) reflejados en su obra, una de las más relevantes, complejas y enriquecedoras de toda la cultura occidental. 

La propia Katharina ya había perpetrado en sus primeros años de profesión anti-wagneriana unos Maestros cantores, la única comedia de su pariente, su obra más larga, objeto de una nefasta apropiación por el nazismo, que se quedó con la hojarasca, propiciadora de incendios, de infausto recuerdo. 

Y ahora, ha decidido inaugurar la presente edición del certamen familiar de nuevo con idéntico título, pero a partir de una nueva producción confiada a un tal Matthias Davids, quizá un genio del teatro (los de esta especie suelen ser particularmente temibles en Alemania), pero sin gran experiencia operística.

Hay que decir que frente a las confianzas que se tomaba la bisnieta (intentando ridiculizar a varios de los más conspicuos representantes de la cultura germana), este hombre se corta un poco. A él lo que le preocupa, sobre todo, es resaltar lo que puede haber de cómico, de juego, de broma en el sinuoso entramado de Maestros, sin ir demasiado lejos. 

Ciertamente, ni la estética de cómic con la que retrata Núremberg; ni la descripción de los maestros convertidos en una suerte de profesores chiflados (como esos catedráticos de historia de Oxford que en su casa se visten del almirante Nelson a la primera de cambio), ni convertir el concurso del final en una suerte de cutre programa televisivo, a lo Eurovisión, ofrecen suficientes argumentos como para tener que rasgarse las vestiduras: cosas muchos peores se ven estos días en los teatros para que la sangre tenga que llegar, también aquí, al Rin. 

Por otra parte, el director mantiene intactas las virtudes del gran motor de la obra, Hans Sachs, sin proponer el menor escarnio de un personaje que conmueve por su honda humanidad, y al que habría que ser muy zote para ajustarle algún tipo de cuenta ideológica. 

Y también muestra cierta complicidad con la pareja de enamorados, con la que cuesta no identificarse en su impulso de pretender emanciparse de la tutela de sus mayores para vivir según sus propios intereses y creencias: Walther, en particular, empeñado en explorar, además, su propia parcela como creador dotado de una rebosante personalidad que, al final, siguiendo los sabios consejos del zapatero, comprende la necesidad de no romper amarras del todo con un pasado del que puede servirse, en su propio provecho, si resulta lo suficientemente inteligente para aprender de los mejores, ahorrándose algunos pasos en falso.

No, no hay tantas razones ahora para el abucheo (en cualquier caso, una opción respetable sobre todo en estos tiempos de paralizante conformismo) como sí, en cambio, había ocurrido cuando la propia Katharina se empleó, con saña, con esta peculiar obra maestra. 

Se nota, además, que, en estos tiempos, cuando la taquilla ha menguado progresivamente con cada nuevo escándalo, parece haber una nada velada intención de echar el freno de mano ante la extravagancia caprichosa, sin dar el brazo a torcer del todo: alguna modernidad (tan vieja como el tebeo) hay que seguir cultivando, no vaya a ser que por el camino se le acuse de haber perdido empuje, estilo, rebeldía.

Como suele ocurrir estos días, particularmente en Bayreuth, a donde suelen acudir las principales estrellas del depauperado firmamento wagneriano, la concurrencia compensó las varias protestas que recibió el equipo artístico con prolongadas y cálidas ovaciones para el reparto, orquesta y coro y el propio director musical: un Daniele Gatti que parece haber resarcirse personalmente, de este modo, del desprecio de La Scala, cuyos músicos se opusieron a que le nombraran director musical de esa santa casa.  

Gatti ofreció una lectura marcada por la fluidez desde la solemne obertura hasta el esplendoroso final, al que se le puede echar en falta un poco más de incandescencia, pero resultó tan emocionante como siempre, sobre todo por la presencia el mejor coro del mundo, fantástico en todas sus intervenciones. 

El maestro italiano, sólido tanto en el repertorio operístico como sinfónico (a falta siempre de una mayor fantasía), aportó transparencia en momentos como el siempre complejo final del segundo acto, la justa poesía en el inicio del tercero y un lirismo bien escanciado en las intervenciones de Walther, así como sirvió el adecuado marco para la introspección, teñida de clarividente humanidad, en los monólogos de Sachs.

Contó para la proeza de sostener la tensión, graduarla y culminar en esa última catarsis colectiva con los medios privilegios de una orquesta sin fisuras en sus prestaciones y distintas familias: con una cuerda dúctil, sedosa cuando se requiere, un viento preciso y unos metales poderosos, sin desmadrarse.

El reparto resultó óptimo, sin llegar a lo excepcional. Debutaba Michael Spyres (muy emocionado en los saludos) el Walther, y lo hizo muy bien gracias al belcantismo innato de este versátil tenor, que no suele desperdiciar el énfasis sobre la palabra justa, la intención en el decir, hasta alcanzar las mejores cotas de efusión puramente lírica (quizá algo corto de heroísmo) en la exposición de la canción del premio.

Tuvo una compañera magnífica en la Eva de Christina Nilsson, de la que aquí se pretende ofrecer un retrato de mujer “empoderada” (como se aprecia en la conclusión), soprano de hermoso timbre y canto expresivo, a ratos luminoso como en el célebre quinteto. 

Muy adecuado Michael Nagy en el siempre delicado papel de Beckmesser. Algunos trasladan la caricatura a lo grotesco, pero este artista (algo apurado en el agudo), supo trazar un retrato medido de un personaje en el que el autor reúne todos sus desdenes, con cierta condescendencia. Se mostró equilibrado en su patetismo sin bufonerías excesivas, e hizo reír al público. Bien el resto. 

La medida de toda representación de este monumental retablo es el personaje de Sachs, un poco Sancho y Quijote a la vez, del que George Zeppenfeld acertó a iluminar todos sus recovecos y extremos, el zapatero y el poeta. Quizá la emisión resulte en ocasiones algo seca, o dura, lo que le hace perder algo de profundidad, nobleza y humanidad en el fraseo, pero no puede negarse que este magnífico, honesto profesional las da todas y llega a sus últimos instantes con entereza poco común para terminar de redondear sus últimas, emotivas palabras.

Asusta un poco escuchar el “¡Despierta!” del coro con esa contundencia, en un marco tan significativo, en el que Hitler y sus acólitos creyeron hallar la escenografía perfecta, el tono profético adecuado, el mensaje redentor para unos alemanes postrados, en las horas más bajas de su reciente historia. 

Hay muchas formas de apelar a la conciencia durmiente de un pueblo. Aquel demonio escogió la peor, la más fácil y primitiva, pero de ello no tiene la culpa Wagner, un genio universal que hablaba de otras cosas, de la capacidad del Arte para elevarse sobre las miserias cotidianas ofreciéndole al hombre un reflejo de la divinidad, un espacio íntimo de consuelo para indagar en su interior y extraer lo mejor de sí mismo hasta conectar con esa comunidad capaz de encarnar los mejores valores, de asumir grandes retos colectivos más allá de las vulgares soflamas, de las ideas pequeñas, mezquinas y los atajos peligrosos.

Para el próximo año, el del 150 aniversario, ya se anuncia la irrupción de la Inteligencia Artificial en el universo wagneriano, con un nuevo Anillo virtual. Es otra manera de ahorrar. Pronto ni los mismos cantantes resultarán ya imprescindibles.

César Wonenburger

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