Historias musicales: Frank Sinatra, el mejor fraseador de la historia
En cierta ocasión, la soprano Cristina Gallardo-Dômas me contó que para preparar la grabación de Aida de Verdi, que realizó bajo las órdenes de Nikolaus Harnoncourt, el ya fallecido director le sugirió al equipo vocal que, antes de empezar, escuchasen todo lo que pudieran a Frank Sinatra. Que se sepa, el cantante y actor norteamericano solo registró un peculiar fragmento del dúo “La ci darem la mano”, del Don Giovanni mozartiano, pero su prodigioso fraseo sigue cautivando a sus oyentes a través de las canciones populares que interpretó con ese modo tan límpido, sencillo y directo de otorgarle el justo sentido a cada palabra, para encarnar las inquietudes del hombre urbano.

Frank Sinatra y el sombrero que lo cambió todo
En 1966, Frank Sinatra se encontraba en la cresta de la ola. El páramo desértico que el mafioso Bugsy Siegel había soñado convertir en la meca del juego y el entretenimiento para adultos se abría paso a velocidad de crucero.
En el Sands, una de las piezas más cotizadas de aquel oasis de la hostelería, todo estaba dispuesto para asistir a una actuación en directo del rey de los crooners norteamericanos, el mismo que desafiando la ley no escrita según la cual los italianos de segunda generación llegados al país para huir de la precariedad jamás podrían aspirar más que a trabajos menores, había logrado encaramarse para siempre en la cúspide del éxito. La nueva Babilonia de Las Vegas se rendía a sus pies.
Count Basie, nada menos, aportaba su propio conjunto sin disputarle el protagonismo. Y por una vez, le era infiel a los arreglos de Nelson Riddle, aquel alumno aventajado de Mario Castelnuovo-Tedesco que había cincelado la Mona Lisa de Nat King Cole, para servirse de los que en esa ocasión le había proporcionado un joven prodigio destinado a impulsar las carreras de algunos de los más célebres representantes del pop, Quincy Jones, el mismo que unos años más tarde llevaría a un gitano, Camarón, hasta triunfar en el prestigioso Festival de Montreux.
Todos los detalles, hasta la última costura del elegante esmoquin de aquel hombre menudo, pero aún en forma, parecían pocos para una ocasión tan especial: la primera en que el cantante se disponía a grabar un disco “en vivo”. Más allá de los prescindibles parlamentos, demasiado largos, pero que parecían encandilar a la audiencia dispuesta a pagar lo que hiciese falta por escuchar a la estrella del día -incluso sus pesados chistes-, la actuación fue el éxito esperado.
El doble LP de aquella histórica hora y media, varias veces reeditado, se convirtió en uno de los principales testimonios del arte del consumando encantador de audiencias. Con su voz levemente baritonal, convenientemente macerada en litros de Jack Daniels y el humo espeso de tantas noches despachadas en los garitos retratados por Hooper; su dicción impecable, pulida en el estudio de los diálogos de actores como Clark Gable o Clark Gable, y ese fraseo elástico que encadenaba palabras con el magnetismo de un “legato” vanamente perseguido por tantos cantantes líricos, capaz de proporcionar esa falsa naturalidad enmascarada por cientos de horas de trabajo, Sinatra certificaba que su instalación en el paraíso de los elegidos sería eterna.
¿Quién ha cantado así September of my years? Nadie, basta escucharle. Lo explica muy bien no un cualquiera, si no Pete Hamill, el periodista que sintió en su brazo el frío metal de la pistola que segó la vida de Robert Kennedy, un segundo antes de verlo morir casi en sus brazos. Y el único amigo que Sinatra cultivó entre una raza que aborreció durante toda su vida, la de esos “plumillas” que en su peor versión le hostigaron por sus elecciones personales: casi siempre una mujer que se solapaba con otra, ya fuera una anónima adoratriz pasajera o la diosa Ava Gardner.
De Hamill se publicó, también en España, La Voz, por qué importa Sinatra (Libros del Kultrum), un testimonio de primera mano de un hombre que lo trató en las distancias cortas, compartiendo confidencias y los mejores habanos a lo largo de los episódicos encuentros de una de esas amistades verdaderas tejidas de retazos, que no precisan de explicaciones ni mesas compartidas en la intimidad de la familia.
Hamill abandona, o al menos, pierde el interés de un relato que no se entretiene en digresiones, como un eficaz gancho directo y al hígado, justamente cuando se produce el último y definitivo reencuentro con el éxito imperecero, como el triunfo disfrutado en el Sands. Porque la carrera de Sinatra no se pavimentó con asfalto de rosas. Ya desde mucho antes de que su madre le lanzara un zapato (como solían hacer las de entonces sin que constituyera delito), tras anunciarle él que dejaba la escuela para intentar enrolarse como polizón en alguna de las orquestas populares del momento, los obstáculos que hubo de sortear fueron de los que ponen a prueba la fortaleza de los más intrépidos.
En primer lugar, sus plebeyos orígenes sicilianos. A los cinco años, Sinatra descubrió que no era otro niño estadounidense más, sino un “dago”. “La mitad de los problemas que tenía -dijo en una ocasión- se debieron a que mi apellido termina en vocal”. A lo que Hamill apostilla: “A los estadounidenses no les gustaban los italianos. El estadounidense se suponía blanco, anglosajón y protestante. Debía proceder del norte de Europa”.
Por eso, como tantos otros emigrantes (su familia, él mismo, criado en Hoboken, Nueva Jersey) debió sentir el abismo entre el anuncio idílico de la tierra de promisión y bonanza que les habían contado y la real hostilidad que asignaba el futuro dependiendo del lugar de procedencia. Procurarse un oficio seguro o ingresar en la policía, como tantos irlandeses, ese era el destino más probable. ¿Cantar? Eso quedaba solo para Bing Crosby.
La mujer que lo trajo al mundo en su casa de Monroe Street, el 12 de diciembre de 1915, erró el tiro con aquel zapato. En lugar de golpearlo a él, fue a chocar contra el retrato del melifluo Crosby con el que el adolescente adornaba su cuarto. Era su ídolo, lo escuchaba a todas horas, como buena parte del resto del país, en aquellos omnipresentes aparatos diseñados como catedrales. “La radio era una religión”, así lo supo retratar Woody Allen en una de sus mejores películas (Radio days), aquellos intensos días de afanes mecidos entre las melodías del Great American Songbook, la música insuperable de los Irving Berlin, Cole Porter, George Gershwin, Harold Arlen, …
En la cálida voz de Sinatra, viril pero capaz de plegarse oportunamente a la ternura, y en los arreglos de Nelson Riddle, estos y otros autores cobrarían un impulso distinto hasta conectar de una manera mucho más franca, directa y espontánea que antes con las tribulaciones del norteamericano medio, el hombre urbano y su eterno combate librado con esa vieja compañera, la soledad, pronta a asaltar a las personas en los callejones de esas grandes ciudades en cuanto se desvían de la falsamente promisoria majestuosidad de sus elegantes avenidas.
“Si uno amaba a alguien que no le correspondía, siempre se podía meter en un bar, dejar su dinero sobre la barra y escuchar a Sinatra”, sugiere Hamill.
Guiado por su ansia de éxitos que pudieran mostrar otro camino, también para los suyos, Sinatra pasó los años de galeras en la orquesta de Tommy Dorsey, preparándose concienzudamente para lo que sería un audaz, pero meditado, personal asalto a las estrellas en el que tuvo que dar más de un rodeo. Desde perder el favor de la juventud que ya no veía en él a un ídolo tras esa guerra en la que no participó (se libró por un tímpano perforado, pero el estigma permaneció para quienes preferían asignarle una improbable cobardía), hasta sus escarceos con la mafia (nunca demasiados aclarados), todo se conjuró en un momento para despertarle de su sueño.
Pero como apunta Hamil, nada hay que le guste más un norteamericano que el regreso de un héroe destronado, “el hombre que vuelve portando las cicatrices de la batalla, más endurecido y más sabio de lo que era al partir”. Perdida la voz por un instante, a inicios de los 50, y considerado por muchos como un peligroso izquierdista que simpatizaba con las causas liberales durante ese tiempo marcado por los inicios de la “Guerra Fría” que no admitía tibiezas, una mujer acudió en su auxilio.
La relación con Ava Gardner duró un suspiro tormentoso, imposible para dos seres solitarios, egos opuestos en una angustia individual sin consuelo compartido. Aunque a su modo, y ya con otras parejas, siempre se preocuparon el uno por el otro, lo cual solo habla bien de ambos. Ya divorciados, la protagonista de La condesa descalza se hospedaba siempre en el apartamento que Sinatra le cedía en el Waldorf Astoria, si se encontraba en Nueva York.

Frank Sinatra y Ava Gardner vivieron una relación tormentosa
En sus peores momentos, cuando la soga del fracaso se cernía sobre su cuello, Gardner influyó para que a su pareja le dieran un papel secundario en la estupenda De aquí a la eternidad, suficiente para que él ganase su único Oscar y volver a situarse en lo más alto, ahora con sombrero. “El mensaje estaba en la música, en la actitud, incluso en el sombrero: había pasado por una dura y oscura época, y jamás retornaría a la penumbra”, apunta su biógrafo.
Cierto, otros testimonios menos edulcorados apuntan a que fue la mafia quien medió para que Sinatra encarnara al personaje de Maggio, junto a Burt Lancaster y Deborah Kerr, en el inolvidable filme de Zinnemann. E incluso se ha llegado a sugerir que aquel episodio tuvo su justa correspondencia en El Padrino, con la visita nocturna al productor que se despierta cubierto por la sangre de la cabeza cortada de su caballo, siniestramente colocada en la cama. La ficción es el arte de “la falsificación retrospectiva”, decía Mario Puzo, el autor de la novela en la que Coppola basó su célebre filme.
La versión que atribuye todo el mérito a la Gardner, además de más plausible, resulta conmovedora, tiene algo de wagneriano: la redención por una mujer. A partir de ahí, el artista retornó a conectar particularmente con los hombres de su tiempo para certificar que ninguna derrota era permanente. Su canto, “que exigía sentirse, no admirarse”, proclamaba que “siempre habría otro día, una nueva mujer, otra oportunidad para volver a tirar los dados”. El público, sobre todo masculino, compró su mensaje de inmediato. “Sinatra había aprendido algo sobre el dolor humano y halló una manera, por medio de la música, de convertir ese conocimiento dolorosamente aprendido en una forma de consuelo humano”.
Nosotros nunca llegamos a tratar, como hizo Hamill, al artista: “Inteligente, lector de libros, amante de la pintura, la música clásica y de los deportes, galante con las mujeres, cortés con los hombres”. Fuera de ese recuerdo amable, seguramente sincero, solo nos queda el sólido testimonio de su obra, esas casi 1500 canciones de otros que él interpretó, dijo, como nadie. Fue el modo escogido para ayudarnos en la improbable tarea de intentar evitar a esa otra dama ladina, la soledad. “En su triunfo final sobre la banalidad de la muerte”, su legado mantiene intacta su vigencia como el ofrecimiento generoso de una alternativa al desamparo absoluto.


























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