Historias musicales: Gena Rowlands y Maria Callas, tan lejos y tan cerca
Historias musicales: Rowlands y Callas, unidas por sus retratos femeninos
La actriz fetiche de John Cassavetes, fallecida no hace tanto, y la legendaria soprano, siempre de actualidad (se rescatan estos días unas antiguas declaraciones suyas sobre la resistencia griega contra el nazismo) fueron pioneras a la hora de representar los dramas, frustraciones y congojas íntimas de mujeres separadas solamente por el tiempo.

Rowlands conoció la popularidad al final ya de su vida, con “El diario de Noah”
En una ocasión, le pregunté a Carlo Maria Giulini, el legendario director de orquesta italiano, si en esa última etapa de su vida, cuando lo conocí, prácticamente ya retirado (aunque con energías aún suficientes para trasladar su valiosa experiencia a los jóvenes en las clases de Fiesole), si, de vez en cuando, no solía acudir a sus viejas grabaciones para evocar otros tiempos, quizá más propicios.
(Baste recordar que, entre otros muchos de sus registros, Giulini figura como responsable musical en el de aquella legendaria Traviata que Maria Callas protagonizó, en 1955, a las órdenes escénicas del director Luchino Visconti, y que luego ha quedado para la posterioridad como la absoluta versión de referencia de este popular título lírico.)
Sea como fuere, el maestro de modales patricios me respondió gentilmente que no, que desde el momento en que su esposa se le había adelantado en el viaje a la última morada, tenía ambas mesitas de noche ocupadas por entero con partituras. De ese modo, si en medio de una inesperada tempestad nocturna sentía la necesidad de aferrarse a alguna música como último cabo, acudía directamente a las fuentes: le bastaba con estirar alguno de sus largos brazos para precipitarse sobre cualquiera de las grandes obras a cuyo estudio y difusión había empeñado la mayor parte de su provechoso periplo, y desatar la imaginación.
A Gena Rowlands, la gran actriz norteamericana que se despidió el año pasado, le sucedía algo similar. Como también sugirió el inmenso Marcello Mastroianni, ella nunca volvía e ver las películas en las que había participado. Cuando deseaba evocar algún momento específico de un rodaje, una persona, un diálogo, una anécdota o cualquier instante particular, le bastaba con cerrar los ojos para que acudieran en tropel a su memoria un montón de imágenes asociadas con sus recuerdos.
Es el privilegio concedido a quienes han construido vidas apasionantes, nunca exentas de fracasos, sinsabores y desgracias pero maquillados por la evocación de sutiles logros vedados para la mayoría de los simples mortales. Y me malicio, por mi cuenta, que la Rowlands, a la hora de rememorar, elegiría sobre todo regresar a la parte central de su filmografía: ni a los pequeños peldaños que afianzaron su incipiente carrera en películas hoy poco señaladas ni al éxito inesperado que la consagró entre el público mayoritario, ya en las postrimerías de su viaje, con El diario de Noah, que la popularizó como actriz.
Seguramente a su primer marido, John Cassavetes, no le habría pasado inadvertida ese “capricho” del destino. Y en su reencuentro por las alturas, le diría: “¡Fíjate, toda una vida empeñándonos en trabajos despreciables para costear con inmensos sacrificios personales nuestras maravillosas películas y ahora la gente te recuerda solo como la Allie mayor!”. “Sí”, le habrá contestado ella seguramente, “pero no te olvides de que ese filme que tú tanto desprecias lo rodó nuestro Nick, que posee mucho de tu talento” (El diario de Noah lo hizo Rowlands bajo la guía de Nick Cassavetes, uno de los tres hijos de la pareja).
Y, claro, resultaría imperdonable quedarse solo con la anécdota de su Allie, que ya padecía ese mismo Alzheimer que más tarde acabaría cebándose con ella misma, sin recordar algunas de su máximas interpretaciones, que la convirtieron en una suerte de Meryl Streep de la intelectualidad, una actriz de magnética presencia, capaz de sumergirse sin subterfugios en los abismos del alma humana para devolvernos retratos intensos e íntimos, seguramente incómodos por lo que revelan acerca de nuestras propias debilidades, zozobras y miserias, pero por eso mismo profundamente cercanos a pesar de resultar perturbadores.
No hace mucho pude volver a apreciar, en una madrugada de insomnio, una de aquellas libérrimas colaboraciones entre marido y mujer, aclamadas como imprescindibles obras de arte, entre las más glosadas, Una mujer bajo la influencia. Aquel visionado se demoró en sucesivas etapas, porque el sueño finalmente se personaba coincidiendo siempre con alguna de las secuencias fruto del peculiar modo de trabajo del director Cassavetes, que concedía demasiada relevancia a la improvisación, extendidas más de la cuenta, sin que a veces la tensión acumulada llegue a resolverse en un tiempo razonable. Me complace leer que Pauline Kael, la gran crítica norteamericana, opinaba lo mismo.
Pero al prestigioso cineasta neoyorquino le pasaba un poco como a otro maestro de sus personales elucubraciones, el suizo Godard: en medio del caos podía emerger, de pronto, el fogonazo genial, distintivo del autor, cuyo subrayado, idea, imagen podía valer por el resto de todas las películas de otros insulsos, más afamados directores.
En Una mujer bajo la influencia, como en otros varios de los filmes de Cassavetes, ocurre que cuando aparece Peter Falk uno echa inmediatamente en falta la gabardina de Colombo, y que se ponga a investigar con su aparente indolencia, teñida de sagacidad, cualquier suceso. Pero sobre todas las cosas, brilla la presencia de aquella soberbia actriz, capaz de agitar e incorporar con un solo gesto, una mínima mirada, el volcán interno de todas las iniquidades, frustraciones, incomprensiones y soledades sobre las que, gota a gota, se ha ido conformando la locura de su personaje.
Retornando a ver Una mujer… resulta imprescindible vincular la labor de Gena Rowlands con aquella otra que, en un ámbito diferente de la interpretación, menos plebeyo, llevó a cabo la gran Maria Callas. La soprano neoyorquina exhumó del baúl de los recuerdos una serie de personajes femeninos que vinculan perfectamente a las trágicas heroínas belcantistas con el retrato de mujer atormentada que Cassavetes logra transmitir a través de la meticulosa, pero a la vez naturalista, encarnación que construye su esposa de aquella época en la vida real.

Maria Callas abrió una ventana a intensos retratos femeninos en la ópera
De un modo singular pero evidente, a través tanto de la caracterización que la Callas servía de la trágica protagonista Lucia di Lammermoor, como de la propia que Gena Rowlands traza de la razón de ser de su personaje más logrado, se podría apreciar la conexión esencial que existe entre un compositor de la primera mitad del siglo XIX, Gaetano Donizetti (seguramente considerado como conservador por quienes se quedan solo en la espuma de la música), y uno de los más radicales realizadores del siglo XX en Norteamérica, el propio Cassavetes.
Por eso, a veces, resultan tan pueriles los intentos de ciertos directores de escena contemporáneos por “modernizar” los títulos operísticos mediante cambios de época que solo pocas veces (se requiere de inteligencias sólidamente acreditadas, imbuidas del esencial espíritu de la obra) resultan acertados. Normalmente lo que ellos pretenden subrayar, ya lo consigue por sus propios medios, a través de una obra completamente nueva, Cassavetes, por ejemplo.
Pero la modernidad del personaje creado más de un siglo antes por Donizetti y su libretista, el escritor Salvatore Cammarano, precisamente consiste en que podamos apreciar que la realidad de su tiempo resultaría tan cruel y opresiva para una hija de buena familia venida a menos (Lucia) que para esa otra fémina de clase trabajadora, empeñada inútilmente en salvar del naufragio un matrimonio que representaba todo lo contrario de la idea que ella misma se había imaginado para su propio destino.
En ocasiones, no es preciso cambiar de ropajes, sino simplemente encontrar a las intérpretes adecuadas, capaces de indagar hasta el mismo tuétano sobre la naturaleza de sus propias heridas para mostrar sus nefastas consecuencias sin tapujos. Las causas fundamentales de las perversidades que asfixiaban a estas mujeres, en algunos casos hasta hacerles perder la razón como única vía de escape frente a una realidad intolerable, no han variado tanto; pese a que ahora exista la extendida creencia, en su día proclamada por el bardo Bob Dylan, según la cual “The times they are a-changing”.


























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