Lucrecia, Adriana, Carmen y Luisa: cuatro mujeres líricas con vidas difíciles
Lucrecia, Adriana, Carmen y Luisa: cuatro mujeres líricas con vidas difíciles
Estos últimos días asistimos al escándalo de los acosos sexuales en la familia socialista. Viene a cuento traer aquí que en este mes hemos podido presenciar cuatro óperas con cuatro mujeres protagonistas, que tuvieron en su vida sus más y sus menos: Lucrecia Borgia, Adriana Lecouvreur, Carmen y Luisa Miller. Cuatro títulos con nombre de mujer representados en Sevilla, Bilbao, Madrid y Valencia.

Marina Rebeka como Lucrecia Borgia en el Maestranza
Fotos: Guillermo Mendo-Teatro de la Maestranza
Cuando el telón de terciopelo rojo cae, el público aplaude la agonía. Es la paradoja fundamental de la ópera: convertir el sufrimiento femenino en la forma de arte más sublime. Sin embargo, bajo el maquillaje escénico y los agudos de las sopranos, laten historias que a menudo divergen radicalmente de los libretos. Las cuatro citadas forman un cuarteto dispar unido por un hilo invisible: la fatalidad. Dos de ellas fueron mujeres de carne y hueso devoradas por la historia; las otras dos, criaturas de tinta convertidas en arquetipos sociales. Pero en los cuatro casos, la ópera decidió reescribir su destino.
Lucrecia Borgia: La víctima convertida en verdugo
La historia real de Lucrecia Borgia (1480-1519) es quizás la “fake news” más antigua del Renacimiento. Hija del Papa Alejandro VI, la historiografía moderna la dibuja no como la envenenadora incestuosa de la leyenda negra, sino como una administradora competente y una mecenas de las artes en Ferrara, usada como moneda de cambio político por su padre y su hermano César. Lucrecia no murió por un veneno autoinfligido ni en medio de una venganza; falleció por complicaciones de parto a los 39 años, llorada por sus súbditos.
Sin embargo, la ópera de Gaetano Donizetti (basada en el drama de Victor Hugo) prefiere el mito monstruoso. En el escenario, Lucrecia es una femme fatale atormentada que, aunque busca redención, termina aniquilando a sus enemigos con vino envenenado. La tragedia operística radica en el error fatal: al envenenar a sus adversarios, mata accidentalmente a Gennaro, su propio hijo ilegítimo (una invención del libreto). Donizetti nos entrega una madre desgarrada, humanizando al “monstruo” histórico justo cuando comete su peor crimen.
Su Lucrecia es una soprano dramática de agilidad que necesita expiar culpas a base de coloratura. En la ópera, la Borgia es un monstruo que devora a sus hijos sin saberlo, una Medea del Renacimiento pasada por el tamiz del romanticismo. La escena final, con ese Era desso il figlio mio que exige un centro carnoso y un agudo hiriente, es la victoria del teatro sobre el archivo. La Lucrecia real gobernaba Ferrara; la operística gobierna la tesitura imposible.
Adriana Lecouvreur: El misterio de las violetas
Si Lucrecia fue víctima de la política, Adriana Lecouvreur (1692-1730) lo fue de los celos aristocráticos. Fue la actriz más grande de la Comédie-Française, reformadora de la declamación teatral y amante del mariscal Mauricio de Sajonia. Su muerte real conmocionó a París. Falleció joven y en extrañas circunstancias, lo que alimentó el rumor de que su rival, la Duquesa de Bouillon, la había envenenado. La iglesia le negó sepultura cristiana por ser actriz, obligando a sus amigos (incluido Voltaire, quien la adoraba) a enterrarla en cal viva a orillas del Sena.

Aleksandra Kurzak como Adriana Lecouvreur
La ópera de Francesco Cilea, con ese olfato para el sentimentalismo burgués, compró la habladuría tomando este rumor y lo eleva a la categoría de mito poético. Aquí, el instrumento de muerte no es una disentería sospechosa, sino un ramo de violetas marchitas impregnadas de veneno, enviado por la duquesa. La Adriana operística muere en una alucinación febril, recitando a Melpómene, la musa de la tragedia. Cilea logra una “meta-ópera”: una actriz que muere actuando su propia muerte, difuminando para siempre la línea entre la mujer real y el personaje.
La soprano debe ser aquí una diva en el sentido estricto, capaz de declamar ese Poveri fiori con un hilo de voz que hiele la sangre. La Adriana histórica fue enterrada en cal viva por cómica; la de Cilea se gana la inmortalidad muriendo en escena, confundiendo delirio y declamación, en uno de los finales más eficaces y lacrimógenos del repertorio. Es el triunfo del verismo elegante.
Carmen: La libertad como sentencia de muerte
A diferencia de las anteriores, Carmen no tiene partida de nacimiento, pero su realidad sociológica es innegable. Nacida de la novela de Prosper Mérimée, Carmen encarna el miedo decimonónico a la mujer emancipada y al “otro” étnico. La Carmen literaria es ladrona y manipuladora, una proyección de los prejuicios de la época sobre el pueblo gitano.

Elina Garanca. Carmen en el Met
Pero la ópera de Georges Bizet la transforma en un icono de libertad absoluta. La Carmen operística es mucho más noble que la literaria; acepta la muerte antes que mentir o perder su libertad (“Jamais Carmen ne cédera! Libre elle est née et libre elle mourra”).
No es una mujer fatal por maldad, sino por honestidad brutal. Su conexión con las otras protagonistas es la inevitabilidad de su final: mientras Borgia y Lecouvreur lidian con venenos sutiles, Carmen enfrenta la violencia directa, la cuchillada pasional de Don José, convirtiéndose en el primer caso de violencia de género explícita y sin filtros del repertorio. Musicalmente, Carmen exige una intérprete que sea animal de escena; no basta con cantar la Habanera, hay que morderla.
Luisa Miller: La tragedia de la burguesía
Finalmente, Luisa Miller surge del drama Intriga y Amor de Friedrich Schiller. Aunque ficticia, Luisa representa una realidad histórica palpable: el choque de clases del siglo XVIII. Es la hija de un viejo soldado, atrapada entre el amor por un noble (Rodolfo) y las maquinaciones del poder feudal que los aplasta.

Sonya Yoncheva como Luisa Miller en el Met Foto: Chris Lee
En la versión de Verdi, la política pasa a un segundo plano para centrarse en la relación padre-hija, un tema verdiano por excelencia. Luisa es la inocencia sacrificada. Su vínculo con las otras tres protagonistas es el método de su final: el veneno. Al igual que en Borgia y Lecouvreur, la copa envenenada aparece en el último acto. Luisa y Rodolfo beben la muerte juntos, no como un acto de asesinato (como Lucrezia) o venganza (como Adriana), sino como única vía de escape hacia la libertad que la sociedad les niega. La soprano verdiana, que ha de tener agilidad en el primero y spessore dramático en el tercero, se eleva sobre la mezquindad de la intriga.
El nexo final: La inmortalidad del agudo
¿Qué une a la duquesa de Ferrara, a la actriz francesa, a la cigarrera de Sevilla y a la burguesa alemana?
Todas son prisioneras de un sistema que no tolera su existencia plena. Lucrecia no puede escapar de su apellido; Adriana, de su clase social (una actriz nunca será igual a una duquesa); Carmen, de su ansia de libertad; y Luisa, de la intriga del poder.
La historia real nos dice que Lucrecia y Adriana murieron en sus camas, rodeadas de dolor físico y silencio. La literatura nos dice que Carmen y Luisa fueron construcciones morales. Pero la ópera, con su grandilocuencia, les otorga una última justicia poética: les da voz. Antes de caer por el veneno o el cuchillo, todas ellas tienen la última palabra en forma de aria, reclamando una inmortalidad que la realidad jamás les hubiera concedido.

























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