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Por Publicado el: 18/08/2025Categorías: Colaboraciones

¿Y si las óperas del Real se ofrecieran en español?

Hace unos días, Beckmesser (¿Y si las óperas del Met se ofrecieran en inglés?, 11-07-2025) se hizo eco de un artículo publicado en el New York Times en el que el lingüista estadounidense John McWorther proponía, para solucionar el problema del público declinante del Met, traducir todas las óperas que allí se representan al inglés. De este modo, según él, la acción se haría comprensible al público, algo que no hacen los sobretítulos, que distraen de la escena y hacen difícil la identificación del auditorio con la acción escénica.

Hace unos días, Beckmesser (¿Y si las óperas del Met se ofrecieran en inglés?, 11-07-2025) se hizo eco de un artículo publicado en el New York Times en el que el lingüista estadounidense John McWorther proponía, para solucionar el problema del público declinante del Met, traducir todas las óperas que allí se representan al inglés. De este modo, según él, la acción se haría comprensible al público, algo que no hacen los sobretítulos, que distraen de la escena y hacen difícil la identificación del auditorio con la acción escénica.

Lisette Oropesa y Aigul Akhmetshina en Maria Stuarda, en el Teatro Real

McWorther es un lingüista importante. Además de artículos sobre su especialidad, mantiene un vínculo estrecho con la música: en su juventud fue barítono, toca habitualmente el piano y, al parecer, en la actualidad imparte también clases de historia de la música. Es un intelectual de raza negra, y eso da más peso a sus argumentos políticamente incorrectos sobre el Antirracismo de Tercera Ola (Black lives matter, etc.), que según él, no es un programa político que se parece a una religión, sino que es una religión.

Pero sus opiniones sobre la traducción de óperas al idioma local no aportan ninguna novedad. En el último tercio del siglo XIX, cuando la ópera era un elemento esencial de la cultura viva en todo Occidente, el tema era ya objeto de debate en los países sin una tradición operística propia. Entre ellos, España.

Rememorar hoy el viejo problema de la ópera española trae inevitablemente a las puntas de la pluma el recuerdo de Josep Pla, cuando afirmaba que, después de cenar, pisar la cola de un langostín o de una gamba le pone a uno la piel de gallina y es un acto de una tristeza irreparable. Ese debate, que con razón para Julio Gómez tomaría “en la historia de nuestra cultura el legendario carácter de la cuadratura del círculo o la piedra filosofal”, se prolongó durante más de cincuenta años, y en él se entreveraban, de un modo muy confuso, argumentos estéticos, económicos y políticos, estos últimos de claro sesgo nacionalista.

Importa recordar aquí que, en aquella época, cuando un compositor español tenía la fortuna de ver subir una de sus óperas al escenario del Teatro Real, lo hacía siempre traducida al italiano. Vienen a la mente Los amantes de Teruel, de Bretón, representada como Gli amanti di Teruel, o Juana la loca, de Emilio Serrano, transmutada en una risible Giovanna la pazza, y por favor no se olviden de Els Pirineus de Pedrell, estrenada en Barcelona como I Pirenei.

El año clave fue 1885. En un debate que se inició en la prensa y tuvo la virtud de propiciar la reflexión colectiva, el más decidido partidario de la traducción al castellano de las óperas de repertorio fue Tomás Bretón. El salmantino consideraba el uso del castellano la clave de bóveda en su proyecto de creaciòn de una ópera nacional, y se batió aquellos días con pasión desbordada en la defensa de la traducción (también por cuestiones de producción que ahora no interesan), para acostumbrar al público a la ópera cantada en castellano.

A Bretón se opusieron los defensores de la zarzuela, encabezados por Ruperto Chapí, que entre otros argumentos aducía que la traducción resultaría ineficaz: para convencerse bastaba recordar que en Inglaterra, donde empezaron a representarse traducciones de óperas italianas a comienzos del siglo XIX, aún no poseían a finales de ese siglo la ansiada ópera nacional, un resultado negativo que se repetía en otras naciones donde se había practicado este procedimiento.

En nuestros días, aún confesando abierta simpatía por el creador de La verbena de la Paloma (y por John McWorther), y aceptando las ventajas de varios de sus argumentos, sentimos que Chapí tenía más razón que Bretón, y aún podríamos añadir algún otro a sus argumentos. En primer lugar, la idea de Roland Barthes de que la voz no es sólo significado, sino también sonido, cuerpo y emoción. Es una presencia física que, más allá de su función comunicativa, o de su significado lingüístico, puede ser percibida como una textura, como un grano, (Le Grain de la voix), una emoción que está ligada al cuerpo, a sus movimientos y a su historia.

Además, como público, contamos hoy con el bagaje de las estéticas de inicios del siglo XX, que nuestros compositores de la Restauraciòn no vislumbraron en su totalidad, entre ellas una práctica compositiva que vincula íntimamente a la música con el lenguaje, convirtiendo su prosodia y su particular entonación en propiedad musical, en ritmo y perfil melódico característicos, como hizo, entre otros, Leoš Janáček.

Y en último lugar, pero no menos importante en un arte tan dependiente del star system como la ópera: ¿sería razonable pedir a artistas de la talla de Anna Netrebko o Asmik Grigorian que cuando cantasen en Madrid la Tatiana de Eugene Onegin o Jenufa, lo hiciesen en castellano, en inglés en Londres y en alemán en Salzburgo? Elogio de los sobretítulos.

Emilio Fernández Álvarez

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