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Por Publicado el: 01/08/2025Categorías: Actual, Colaboraciones

Robert Wilson, original creador de un peculiar mundo propio para la escena

Robert Wilson, fallece uno de los más apreciados directores escénicos 

Ayer, jueves, se comunicó el fallecimiento de Robert Wilson (Waco, Texas, EE UU, 1941), uno de los más personales directores de la escena internacional, cuyos trabajos se pudieron apreciar, en España, sobre todo en el Teatro Real, donde últimamente había presentado su lectura de Turandot, y en el Liceu. Grandes personalidades líricas, como las sopranos Jessye Norman y Renée Fleming, llegaron a colaborar con él en encargos, en algunos casos, concebidos específicamente para ellas. Su prestigio, a partir de las óperas que realizó con Philip Glass, lo llevaron asiduamente a los principales festivales y teatros internacionales, que ahora lamentan su desaparición.

Robert Wilson, fallece el director del scena

Robert Wilson fue uno de los directores de escena más influyentes

Resulta curioso como dos de los creadores visuales norteamericanos más influyentes de las últimas décadas, ambos reconocidos por su enorme capacidad para imaginar mundos alternativos al más sórdido en el que suelen transcurrir las indiferentes vidas de las personas comunes, fueron hijos de eso que la condescendiente mirada europea reconoce como la “América profunda”, la misma que ahora parece recobrar un inusitado prestigio a través de series televisivas recientes, como Yellowstone.

Los caleidoscópicos paisajes naturales de las praderas de Missoula, en Montana, o Waco (tristemente célebre por la matanza perpetrada por un gurú iluminado), en Texas, debieron de haber determinado, de alguna manera no muy alejada, la insólita personalidad creativa de los dos influyentes artistas crecidos en aquellos parajes interiores, a su modo asilvestrados, de la fértil geografía norteamericana.

El primero, David Lynch, nos abandonó a principios de año. El otro, Robert (Bob) Wilson, acaba de hacerlo, ayer mismo, a los 83 años, en su casa del interior del estado de Nueva York, según han informado cercanos colaboradores suyos. Wilson, bajo su apariencia de atildado ejecutivo de cualquier multinacional (había estudiado brevemente empresariales, en la Universidad de Austin, Texas), y sus modales suaves, ocultaba a un nunca pretendido del todo revolucionario de la escena, cuya máxima aportación consistió en restituirle al teatro, en tiempos de búsqueda de respuestas frente a los retos más acuciantes, algo de su capacidad lúdica, ensoñadora, de pura evasión.

No, no fue este director uno de esos que pretenden sembrar con minas (como en la película “Sirat” de Oliver Laxe, de la que todo el mundo habla estos días) los escenarios en un ejercicio de vacua provocación, con fines más o menos propagandísticos. Lo suyo encerraría algo más sofisticado y, sin duda, nunca destinado a convertirse en vehículo, soporte de los mensajes basados en las propias ideas e intereses del director, para los que la obra objeto de su trabajo solo resultaría un pretexto, una palanca privilegiada sobre la cual explayarse bajo el pretexto de una relectura contemporánea de algún genio del pasado.

Wilson buscaba trascender los límites estrechos de la realidad. Aunque en su vida cotidiana a menudo encontrara sólidos argumentos para denunciar, por ejemplo, el racismo en su propio país (prácticamente adoptó a un chico negro, deficiente, al que un día vio cómo lo maltrataban unos policías en la calle), en el teatro, quiso hallar su particular patio de recreo: un lugar esencialmente propicio al juego, un bien acotado espacio fantasioso, hecho de luz y movimientos coreografiados con esmero, una trampilla por la cual poder escapar a los inconvenientes y miserias de la existencia ordinaria.

En ese sentido, y pese a lo que a veces se ha querido establecer, sus trabajos escénicos estaban más cerca de las auténticas intenciones de Plauto o Terencio que de Sófocles, aunque luego sus propuestas en la escena lírica se desarrollaran, casi siempre, más bajo la esfera de compositores serios, como Gluck, o sentimentales (Puccini), que de la pura abstracción rossiniana con sus connotaciones absurdas, puramente dadaístas.

Más seguro, próximo y sincero se hallaba cavando en los territorios donde afloraron sus mayores contribuciones, en los ondulantes paisajes sonoros, como un vasto océano en calma, la distante seducción que sugiere el magnetismo basado en la obstinada repetición de motivos desprovistos de cualquier significado concreto, de Philip Glass (a su modo, en ocasiones, un Rossini de nuestro tiempo). De ahí el éxito logrado por otras dos personalidades estadounidenses afines, las peculiares de este compositor y el propio Wilson, cuando se unieron, en 1976, en una de las jornadas más recordadas del Festival de Aviñón.

Allí propusieron al mundo el estreno de Einstein on the beach, gamberrada con coartada intelectual a la medida de ambos creadores: un “work in progress”, como la Sagrada Familia de Gaudí en su incontinencia y desmesura, que les permitía a ambos lanzarse a explorar nuevos territorios expresivos sin más restricciones que las de su propia imaginación.

Aquel pelotazo surgió de un artefacto excesivo, una experiencia sensorial, redundante, lisérgica en tiempos propicios a ciertas experiencias (el LSD en pena ebullición), pero con algunos destellos deslumbrantes. El restallante fogonazo bastó para proporcionarle una carrera en los escenarios líricos que se desarrollaría, sobre todo, en los cauces periféricos de la vanguardia, para iniciados, pero que finalmente comprarían ávidamente los principales teatros de medio mundo, también el Real madrileño, donde Wilson volvería a colaborar con Glass en su olvidado Corvo branco.

La estética personal de Wilson se iría depurando con los años hasta constituir su sello particular, que los teatros adquirían como los museos un cuadro de Rothko, o una obra de Rauschenberg, reflejo de la sofisticación, en su caso el minimalismo, que en tantas ocasiones se resolvía en un fino aburrimiento, muy bien pagado, como ocurría, por ejemplo, en su último trabajo para el Teatro Real, una Turandot de enervante estatismo que, a cambio de un par de imágenes sugerentes, también marca de la casa, de este genuino pintor de la escena, despojaba a la fábula de amor de todo lo que Puccini promete: la incandescencia de las pasiones que se despliegan en melodías calibradas para el desborde, clímaxes apabullantes de furor coral y orquestal, la lágrima siempre a punto en la identificación con la pureza vulnerada de los derrotados, siempre mujeres (aquí la esclava Liù).

Todo lo contrario de lo que esencialmente perseguía Wilson, opuesto a la impostura naturalista, sutil paisajista de la introspección que pretendía, más que otra cosa, sugerir con la paleta infinita de la luz, (siempre lo es todo en el teatro), en vez de subrayar, sembrar de imágenes evocadoras el escenario.
Para que luego el espectador ya rellenara con su cultura, e impresiones, los puntos suspensivos, sus calculadas elipsis, antes que narrar, algo que a Wilson no le interesaba nada: lo despreciaba (hasta el punto de que cuando veía la televisión apagaba el sonido del aparato) como tantas veces se encargó de afirmar en las entrevistas.

De ahí, sin duda, ese pretendido distanciamiento, a menudo gélido cual escalpelo de cirujano, que solían desprender sus mayestáticas lecturas del repertorio lírico, mayormente cuando se adentraba en el territorio emotivo de los grandes genios italianos, como Verdi o el propio Puccini.  Los cantantes ya no sufrirán más teniendo que permanecer congelados en la escena, sin ensayar la más leve mueca, durante horas. O sí, porque, aunque él ya no esté en este mundo para supervisarlas, sus testamentarias producciones seguirán girando cada cierto tiempo por los teatros, a falta de otros talentos, como testimonio de un creador original, fiel a su estilo y creencias.

Poco importa ya si tantas veces dejó al espectador, iniciado en las peculiaridades de su mundo onírico, la impresión del “dejà vu”. Incluso cuando invitara al inevitable bostezo, en su haber podía anotarse el destello de alguna imagen poderosa, como la frase brillante rescatada de una novela prolija, un poco coñazo, que llevarse a casa. No todo el mundo puede conseguirlo.

César Wonenburger

 

Un comentario

  1. Jorge 01/08/2025 a las 10:28 - Responder

    No hubiera estado demás comentar o citar los montajes de Wilson en el Liceu, Pelleás y El Mesías, la huella de Wilson no solo queda con el Turandot de Madrid

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