Historias musicales: Juan Lloveras, el carpintero que conquistó la Gran Manzana
Historias musicales: Juan Lloveras, el carpintero que conquistó la Gran Manzana
Hoy pocos lo recordarán. En su época, cuando un tenor español, como él, debía competir con varios de los últimos grandes representantes de su cuerda, el enorme talento que poseía pasó algo desapercibido para quienes solo suelen fijarse en el a menudo falso oropel de la fama publicitaria. Pero aún así, durante los 70 y 80, Juan Lloveras logró hacerse un hueco relevante en el circuito internacional, donde cosechó triunfos resonantes y resultó muy valorado por la riqueza y generosidad de sus medios, la consistencia y el arrojo en los que basó gran parte de su distinguida trayectoria profesional.

Lloveras triunfó en el Metropolitan y en varios teatros importantes de Norteamérica
En 1966, una variopinta tropa mexicana desembarcó en España. Fue una breve embajada cultural, no un acto belicoso para intentar resarcirse de supuestas querellas de los tiempos pretéritos de la conquista. La compañía de la Ópera Nacional de aquel país se presentaba en el Liceo de Barcelona para dar a conocer aquí, por primera vez, un par de óperas de sus compositores locales. En una de estas, La mulata de Córdoba (de Córdoba, Veracruz, no la ciudad andaluza), con música de José Pablo Moncayo (autor también de la conocida Huapango, quizá su obra sinfónica más interpretada), intervinieron dos jóvenes tenores españoles.
Con los mexicanos acudía, como cantante principal, un jovencísimo Plácido Domingo y, entre los secundarios que debía aportar el propio Liceo, se encontraba Juan Lloveras (1934-1998). Domingo, aún desconocido para el público de su país, se había preparado a marchas forzadas en la Ópera de Israel, donde pudo forjarse un repertorio importante durante tres temporadas extenuantes pero muy productivas para lo que vendría casi inmediatamente.
Apenas dos años más tarde, debutaría ya en el Metropolitan de Nueva York, un teatro del que terminó inaugurando su prestigiosa temporada en más de veinte ocasiones hasta que le echaron de allí por unas supuestas denuncias nunca probadas, justo cuando comenzaba a arreciar el declive de una institución cuyo responsable musical, ahora mismo, parece más interesado en el color del esmalte de su cuidada manicura que en procurar que la orquesta vuelve a sonar como en los tiempos gloriosos del también defenestrado en la máquina de picar del wokismo, tan parecida a la guillotina de Robespierre, James Levine.
Lloveras, unos pocos años mayor que Domingo, andaba algo disgustado esos días. Nacido en Villanueva y Geltrú, en 1934, de padre pescador, la ópera se había cruzado en su camino accidentalmente en forma de película, como también le sucedió a otros cantantes (José Carreras, por ejemplo). Fue gracias a El gran Caruso, aquella biografía fílmica en Technicolor sobre el rey napolitano de los tenores que protagonizó la voz cinematográfica de Mario Lanza. Desde entonces, soñaba con poder protagonizar él mismo los grandes roles líricos que había intuido en la gran pantalla.
Trabajó durante un tiempo como carpintero mientras despachaba canciones entre clavo y clavo, hasta que la mili le condujo un día a Barcelona. Allí aprovechó el tiempo que le dejaban las prácticas navales para estudiar canto en el conservatorio: al principio como bajo. Y de ahí ya pasó, más tarde, al escenario del Liceo después de haber ganado un premio de canto en Bilbao. Debutó en 1960 con un papel en La cabeza del dragón, la ópera de Ricard Lamote de Grignon con libreto de Valle-Inclán, que había escrito la obra original (el escritor gallego inspiró un montón de títulos líricos que casi nunca suelen representarse).
Pero después de seis años de su propio servicio militar en el gran coliseo catalán, allí solo parecían dispuestos a contar con él para que proporcionara lustre a roles menores, eso sí, en producciones relevantes como las que por entonces se veían en Barcelona (poco que ver con los tiempos presentes), con artistas de la talla de Carlo Bergonzi, Luciano Pavarotti, Piero Cappuccilli o Joan Sutherland.
Lloveras, que aspiraba a mayores glorias, no se conformaba con continuar picando piedra, aunque en la privilegiada cantera pudiera coincidir alguna vez con Montserrat Caballé, a la que acompañó en su debut en Arabella, pero interpretando él uno de esos secundarios que solo lucen para la familia, algún amigo íntimo y un par de enterados.
Su desilusión, la impaciencia y la impotencia de quien veía como otros jóvenes tenores le adelantaban en ese mismo escenario (como el estupendo Jaime Aragall, el no menos magnífico Pedro Lavirgen -uno de los favoritos de la afición liceísta-, el maño recio Bernabé Martí o aquel madrileño con acento azteca cuya ilimitada confianza en sus idóneos recursos vocales parecía destinarle un lugar destacado allí mismo) no hacían más que aumentar.
Plácido Domingo, contra lo que a veces se ha fomentado por esos corrillos malévolos de los teatros, siempre ha sido un compañero generoso, dispuesto a echar una mano. De modo que, apreciando las estupendas cualidades de la voz de Lloveras, un tenor de instrumento esencialmente lírico, con gran facilidad en el agudo, bien proyectada y con posibilidades de ensancharse desde la base, con cordura y buena técnica, para abordar papeles más pesados (los que suelen pagarse mejor), le prestó un buen consejo.
En España estaba visto que su carrera se encontraba estancada. Hallándose además en el Liceo, el único teatro local de categoría europea, sin grandes expectativas, se le planteaban únicamente las clásicas tres salidas que suelen servir para los músicos en este país: por tierra, mar y aire.
Lloveras le hizo caso a su amigo y se marchó a Tel Aviv para seguir sus pasos como tenor en la Ópera de Israel, donde las condiciones no eran las más idóneas y en el ambiente olía a guerra, como casi siempre. Pero a cambio de prestarse para cantar de todo, alternando roles ligeros con otros más pesados (un día protagonizaba El elixir de amor y al siguiente Aida), logró poner en regla, con tesón, los personajes que le abrirían las puertas de varios teatros germanos, su segunda estación. En Alemania vinieron sus otros años de galeras, escalando posiciones en pequeños coliseos de provincias hasta dar el salto final a la Ópera de Hamburgo.
Por aquella época, el tenor comenzó además a consolidar su incipiente reputación internacional y, aunque mantuvo en todo momento una relación tirante con el Liceo, que consideraba como su casa natural, logró abrirse un hueco en las programaciones de los principales escenarios europeos, actuando en Viena, Londres, Zurich, … Hasta que le llegó un debut especialmente importante y muy grato por el deslumbramiento que le produjo la Gran Manzana.
El Metropolitan neoyorquino le recibió, por primera vez, en 1979. Su inicial paso por allí hizo que su nombre figurase en el titular de la crítica aparecida, el 30 de septiembre, en el prestigioso New York Times: “Juan LLoveras, New ‘Cavalleria’ Tenor”. La reseña destacaba su voz robusta y la buena actuación en escena durante la Cavalleria Rusticana de Mascagni. Situaba el desempeño realizado por encima de su compañera, la gran Fiorenza Cossotto, nada menos, en horas bajas (su otro colega de reparto en aquella ocasión resultó el legendario barítono norteamericano Cornell Macneill). Circula por ahí una grabación pirata, registrada en directo, del dúo entre la pareja protagonista.
Lloveras se presentó más veces con la compañía del Met, donde cantó además uno de sus principales caballos de batalla, el Manrico de Il Trovatore de Verdi, entre los más comprometidos de este compositor. No todos los cantantes pueden emitir con la brillantez y el desahogo requerido, e impuesto por la tradición, el célebre “Do” de su aria más célebre. A algunos tenores la nota de marras se les atraganta, llegando a veces hasta robarles el sueño. Jamás al aguerrido catalán, que interpretaría este papel unas 150 veces por todo el mundo.
Casi podía cantarlo hasta dormido, se diría. En una ocasión, se encontraba de vacaciones en La Coruña disfrutando de su adorado mar cuando le llamaron urgentemente al hotel. En el festival de ópera local se había programado, para esos días, Il Trovatore. El tenor inicialmente contratado se enfermó durante los ensayos, quizá de un mal conocido como el Do de la Pira, o por las traicioneras brisas atlánticas. Había que reemplazarlo como fuese. Lloveras no lo dudó, se presentó raudo en el Teatro Colón y salvó el espectáculo.
No existen muchos registros fonográficos de sus actuaciones (ninguno realizado en estudio), pero las impagables reservas corsarias, para quienes estén dispuestos a iniciar pesquisas ya en las redes, han permitido justamente conservar uno correspondiente a una función del Manrico que el tenor cantó en Ámsterdam, en 1976, junto a la célebre soprano holandesa Cristina Deutekom.
Al finalizar el aria del suplicio para los tenores, coronada por un agudo bien firme, sonoro y timbrado, el frenesí del público estalla en una prolongada ovación. El resto de lo que se ofrece allí también tiene indudable interés, porque aunque su fraseo no resultara abundante en matices ni fantasía, en el cómputo global, se imponía siempre la entrega generosa, la franqueza natural de la expresión, la calidez del canto, que le permitían abordar sin problemas empeños de enorme dificultad.
Lástima que no dispongamos de testimonios suyos grabados por las discográficas. En aquellos días dorados, la competencia entre tenores era tremenda. Aún coleaban las últimas actuaciones de leyendas como Franco Corelli o Richard Tucker. Y entre los jóvenes recién llegados, abundaban cantantes de primera clase, entonces despreciados en muchas ocasiones por los entendidos (en el canto siempre el pasado fue mejor, algo que quizá solo ahora sea cierto), o desplazados inmediatamente a la segunda fila por la preeminencia absoluta de los Tres Tenores, cuyo reinado parecía ya indiscutible.
En el repertorio en el que más brillaba Lloveras, aparecieron, durante su breve época de esplendor, importantes colegas como Gianfranco Cecchele, Franco Bonisolli, Daniele Baroni, Vladimir Atlantov, Neil Schicoff, Giuseppe Giacomini, Dennis O’Neill o el español Francisco Ortiz, por citar solo a unos pocos. Pero a él no llegó a faltarle trabajo, codeándose a menudo con las grandes figuras de la ópera. Existen un buen par de muestras registradas, para quienes deseen apreciarlas en esa inagotable cueva de Ali Babá que es Youtube.

El tenor catalán compartió escenarios con los grandes de su tiempo
De su paso por la Houston Grand Opera, uno de sus habituales destinos estadounidenses (también se presentaba en el Kennedy Center de Washington), aparece casi completo una grabación “en vivo” del Don Carlo de Verdi. ¿Sus compañeros? Unos tales Mirella Freni, Nicolai Ghiaurov, Grace Bumbry y Giorgio Zancanaro… Ah, y por cierto, el director es el granadino Miguel Ángel Gómez Martínez, recientemente fallecido, que en sus últimos años “no daba la talla” para presentarse en los principales teatros españoles según sus rectores.
Quienes deseen reencontrarse con Lloveras en imágenes y sonido (de no gran calidad las primeras), se puede encontrar una magnífica Forza del destino de Bogotá, a principios de los 80, cuando en América Latina aún se hacía buena ópera más allá de ese oasis que siempre ha representado el Colón de Buenos Aires. El reparto también haría palidecer al que inauguró, con este mismo título, la pasada temporada de la Scala de Milán. La Leonora es la soprano Martina Arroyo en sus mejores años, y junto a Juan Lloveras brilla otro enorme cantante español, el extraordinario barítono menorquín Juan Pons.
Con compromisos de esta índole (también figuran por ahí fragmentos de otra Forza junto a Sherrill Milnes y Ruggero Raimondi), no es de suponer que a Lloveras no le preocupase demasiado si contaban con él en Liceo o en otros teatros españoles (en La Zarzuela madrileña cantó, por ejemplo, una Madama Butterfly y bastantes veces para los amigos canarios, que siempre han apreciado las buenas voces nacionales). Pero es cierto que le quedó la espina clavada de no haber logrado forjar una relación más estrecha y duradera con la Meca de cualquier cantante catalán.
Profeta en otros lugares, Lloveras continuó a lo suyo, prodigándose donde le requerían. Y cuando se retiró, permaneció algunos años más vinculado a la profesión mediante la docencia. Compartió con varios alumnos aquello que había logrado atesorar junto a algunas de las principales leyendas de su tiempo. Fallecido en 1998, cuentan que pasados los sesenta comenzaba cada clase emitiendo un resplandeciente Do sobreagudo. Quizá fuese el solitario recuerdo de la época en la que aún encendía a las audiencias con el ardor guerrero de aquel Manrico surgido de la imaginación de un tal Antonio Gutiérrez, uno de los autores favoritos de Verdi.
César Wonenburger
(Publicado en El Debate)


























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