Historias musicales: El ‘Otello’ único de Pavarotti
El Otello único de Pavarotti
A pocas semanas del 90 aniversario del gran tenor italiano, el recuerdo de su solitaria interpretación de Otello, una de las mayores creaciones de Giuseppe Verdi, preservada para la posterioridad en disco, constata su innegable (a veces discutido) instinto dramático.

Pavarotti junto con el barítono Leo Nucci, y el director sir Georg Solti, en los ensayos de Otello
“¡Hola, Pav!”. Aquellas alegres chicas revoleteaban alrededor de la oronda figura de su anfitrión, desparramada sobre el inmenso sofá capaz de cobijarlo, con la despreocupada indiferencia de la juventud insolente, mientras repartían besos de una impostada familiaridad como los que se regalan a un viejo, querido pariente al reencontrarse con él. Aunque ésta era la primera vez para todos ellos.
Poco después, las ninfas habrían de compartir escenario con uno de los grandes mitos de la ópera en una colaboración benéfica, aunque sin rédito mensurable para el arte. Concluido el trámite de la efímera actuación conjunta, ensayando una mueca desganada, el artista le preguntaría a su aún joven secretaria-amante-compañera: “¿Y quiénes eran esas…?” “¿Esaaas? ¡Las Spice Girls!”. Así fue.
La prórroga del último gran tenor italiano, antes de que la enfermedad lo alejara definitivamente de los escenarios, transcurrió más o menos en ese clima indolente, matizado por la presencia en su vida de una postrera, inesperada ilusión, su adorada tercera hija, Alice.
A las menguantes representaciones de ópera, como las últimas, fallidas Toscas del Met neoyorquino, donde tuvo que ser reemplazado “in extremis” por el tenor Francisco Casanova, se sucedían los bolos que le organizaban, en su hogar de Módena, bajo el lucrativo paraguas de la firma Pavarotti & friends.
Dentro de escasas semanas, el mundo conmemorará el 90 aniversario del nacimiento de Luciano Pavarotti mediante conciertos, alguna grabación inédita exprimida de cintas convenientemente desempolvadas de un lucrativo olvido y el cacareo de los reportajes muñidos con un par de anécdotas entretenidas, como la que inaugura estas líneas.
Al artista se le recordará, sobre todo, estos días como aquel simpático Gargantúa que lanzaba al aire un pañuelo (blanco al principio, luego ya surtido de vivos colores) mientras entonaba O sole mio, Amapola o el agudo conclusivo, prolongado con la fuerza de un cañón (“Vinceroooò”), de Nessun dorma; solo o en compañía de sus famosos colegas de la franquicia conocida como “Los Tres Tenores”, otro de los rentables, discutidos últimos capítulos de su biografía.
Pero casi nadie mencionará que aquel señor barbudo de abarcadora sonrisa era capaz, si se terciaba, de ahondar en los recovecos más íntimos, sutiles y complejos de algunos de los personajes con los que genios de la categoría de Verdi y Shakespeare se asomaron a los abismos del corazón humano.
Sí, revisitando estos días la amplia discografía del Otello verdiano, desde los tiempos del gran Martinelli hasta el más prosaico y descorazonador presente, hay que concluir necesariamente que el retrato del angustiado moro que Pavarotti nos legó, fruto de aquellos únicos conciertos que protagonizó, hace más de tres décadas, primero en Chicago e inmediatamente en Nueva York, constituyen el testimonio del mejor general de la república véneta que se haya registrado en disco para la posterioridad, durante estos últimos treinta años.

El tenor Luciano Pavarotti
En 1991, sir Georg Solti debía abandonar la titularidad de la Sinfónica de Chicago, con la que había forjado una alianza artística mutuamente beneficiosa: las orquestas norteamericanas, que suelen exhibir los mejores recursos técnicos, con músicos de una imbatible precisión, han buscado siempre en la vieja Europa el prestigio de venerables batutas capaces de adecuar sus gélidos contornos, menos sensibles, a la espesura que suele aportar el poso de una trágica tradición, tejida durante milenarios conflictos del alma, derivados de contiendas fratricidas e iniquidades varias, pesares nunca cicatrizados del todo.
Solti, enamorado de la ópera desde sus inicios, antiguo asistente de Arturo Toscanini, vio la ocasión de incrementar su abundante legado de grabaciones con uno de los títulos que casi eran propiedad de su antiguo mentor, la penúltima obra maestra de Verdi.
¿Y qué diferencia esencial podía aportar este laureado director en ocasión tan especial como su último encuentro con su conjunto estadounidense? Sumar a la lista de intérpretes legendarios de Otello al gran tenor italiano de sus días que, además, nunca lo había interpretado, ni en escena ni en disco: existían registros del célebre dúo del primer acto (con la soprano Katia Ricciarelli, en sus inicios) y cantó el primer acto en una de las galas del Met, pero nunca lo había abordado íntegramente.
Pavarotti se tomó seis meses para decidirse y otro año y medio más de intenso estudio de la partitura antes de enfrentarse con el reto definitivo de una carrera que ya no precisaba añadir nuevos fulgores.
Si se empeñaba era seguramente por la idea de abordar uno de esos roles icónicos en la gran tradición italiana: hay quien piensa que un tenor que no se mida con los celos del líder vencedor de mil batallas, pero derrotado en la única esencial, no merecería ser considerado como tal (colosos del pasado, como Carlo Bergonzi, modelo entre los intérpretes de Verdi, habían fracasado estrepitosamente en el tardío envite).
Quizá Pavarotti no poseyera todos los medios, en principio, requeridos para la parte (como le ocurría a Bergonzi), aunque sobre eso siempre han surgido las dudas.
Frente a las interpretaciones del moro que ponen toda la carne en el asador sobre sus aspectos más amenazadores y siniestros, esos latigazos (desde el heroico “¡Esultate!” inicial) hasta las más duras imprecaciones proferidas contra la infeliz Desdémona (¡Vil cortiggiana…!), hay quien reivindica que el compositor quiso como primer intérprete de Otello al tenor Francesco Tamagno (al que tenía por un avaro por viajar en segunda clase siendo millonario, pero por el que sentía una innegable admiración artística), precisamente, por la capacidad de adelgazar el sonido de su potente instrumento con fines claramente expresivos, cuando el drama lo requería.
No todo se resolvería en un confuso, estentóreo griterío (como suelen ejecutar los peores intérpretes): el sufrimiento interior también debía poder canalizarse a través de las bien trazadas medias voces (sin falsetes ni trucos), de un canto más refinado e intimista, que llegase nítidamente al oyente.
Por ese lado, la voz puramente lírica de Pavarotti podía plegarse a los instantes de mayor ternura, como el mencionado dúo amoroso, de un modo ideal. Su instinto dramático, la comprobada flexibilidad del instrumento, la brillantez tímbrica y su extensión, su capacidad para acentuar y, por encima de todo, algo a lo que Verdi concedía la mayor relevancia: la impecable dicción en italiano para colorear cada palabra con el significado preciso, eran cualidades nada desdeñables, que el tenor poseía en grado más que suficiente.
Por supuesto, cuando el artista decidió aceptar el reto, solamente en concierto, y por una vez (dos si se tienen en cuenta las distintas localizaciones, sucesivas: Chicago y Nueva York), los expertos se echaron las manos a la cabeza. Nemorino, el liviano protagonista de El elixir de amor (una de las mayores interpretaciones de Pavarotti) no podía enfrentarse con un rol del peso dramático Otello.
Aquel cantante de voz solar y agudos infalibles, pero definitivamente despreocupado de cualquier intención dramática para sus detractores, realizó un estudio hondo, inteligente y cabal de la partitura. Por encima de todo, y aunque el solfeo se le escapase, era un músico innato.
El resultado, si se escucha sin prejuicios, es más que convincente. Nunca, en los años que han seguido a aquella grabación (afortunadamente se publicó el resultado de las sesiones), se ha logrado escuchar cada frase esculpida con esa nitidez; cada palabra consciente de su verdadera intención en un ejercicio de elaboración dramática de una inusual inteligencia, reservada solo a muy pocos intérpretes. Para ello no hay que contar solo con la voz, sino saber qué es lo que se puede lograr con ella y cómo: la técnica al servicio de la justa expresión.

Pavarotti junto a Solti
En aquellas comentadas jornadas también participaron el que (sobre todo a raíz de las representaciones que Riccardo Muti dirigió en la Scala, con él y con el último gran Otello sobre la escena, Plácido Domingo), ha sido un Jago absolutamente ejemplar, el inmenso barítono Leo Nucci, y la luminosa Desdémona de la soprano Kiri Te Kanawa.
Así que, ahora, he llamado al gran Nucci para preguntarle si mis impresiones, al regresar estos días sobre el Otello de Pavarotti, le resultarían exageradas. El recordado gran Rigoletto de nuestro tiempo, siempre generoso con sus amistades, además de regalarme un par de imágenes impagables de los ensayos, me ha dicho lo siguiente:
“No tengo por costumbre comentar el trabajo de mis colegas, pero según mi criterio personal puedo decir que en pocas ocasiones he escuchado cantar un ‘Dio me potevi scagliare’ (el aria quizá esencial de Otello) como se encuentra cantado en esta grabación”.
A lo cual, además, ha añadido: “Obviamente fueron momentos de opiniones diversas, pero no se puede negar que, tanto en Chicago como en Nueva York, en Carnegie Hall, se trató de un triunfo histórico. También Kiri estuvo extraordinaria y yo puedo vanagloriarme de decir que he cantado Jago en la única ocasión en la que Pavarotti cantó Otello”.
Busquen la grabación (se encuentra en todas las plataformas conocidas) y disfrútenla: a ese nivel no van a encontrar, ahora, nada ni remotamente parecido.
(Publicado en “El Debate”)


























No solo Bergonzi se estrelló con Otello, años ántes, di Stefano se creyó capaz de meterse en las ropas de Otello. Escuchar eso es sentir vergüenza ajena. Los agudos calados de a medio todo, gritos en lugar de canto. Tampoco Gobbi estaba en su mejor momento. La que salva su parte es Marcella Pobbe.