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Un expectante Festival de Música Clásica en Canarias
Por Publicado el: 25/12/2025Categorías: Artículos de Gonzalo Alonso

Crónica de un concierto eterno: diez maestros en el portal

Crónica de un concierto eterno: diez maestros en el portal

Una noche, tal como la de ayer, hace 2025 años, nació el Niño Jesús. Pero han pasado siglos y la tecnología ha avanzado enormemente. Diez de nuestros músicos actuales, acompañándome, han podido trasladarse a aquel momento por el túnel del tiempo y, para la ocasión, le llevan al recién nacido algunas de sus músicas predilectas. El pesebre se convierte en una sala musical íntima, donde la Sagrada Familia reacciona no solo a la música, sino a la intención de cada intérprete y a la música que les lleva. Lo que sigue es el relato de por qué cada maestro eligió la partitura que llevaba y cómo la Sagrada Familia recibió cada nota.

Crónica de un concierto eterno: diez maestros en el portalUna noche tal como la de ayer, hace 2025 años, nació el Niño Jesús. Pero han pasado siglos y la tecnología ha avanzado enormemente. Diez de nuestros músicos actuales, acompañándome, han podido trasladarse a aquel momento por el túnel del tiempo y, para la ocasión, le llevan al recién nacido algunas de sus músicas predilectas. El pesebre se convierte en una sala musical íntima, donde la Sagrada Familia reacciona no solo a la música, sino a la intención de cada intérprete y a la música que les lleva. Lo que sigue es el relato de por qué cada maestro eligió la partitura que llevaba y cómo la Sagrada Familia recibió cada nota.

Sir John Eliot Gardiner

El director inglés John Eliot Gardiner, con su eterna elegancia, eligió el Oratorio de Navidad de J.S. Bach. Gardiner no quería a conmover, sino a encajar el caos. Su aportación fue la perfecta arquitectura, la disciplina del contrapunto, convencido de que la divinidad es, sobre todo, Orden Supremo. El Niño Jesús, niño pero ya sabio, no lloró con el estruendo de las trompetas. Al revés, esbozaba una sonrisa tímida de reconocimiento. En la arquitectura matemática de J.S. Bach, el pequeño Creador vio los mismos planos con que Él calculaba las órbitas de los planetas. Alzó su pequeño pulgar aprobando la perfección.

Con su violín barroco en mano, el italiano Biondi se acercó con paso decidido. Eligió el Concerto Grosso de Corelli (la Pastorale), tocándolo con un sonido sucio, imitando a las gaitas de los pastores pobres. Su razón era bien simple: recordar al Rey de Reyes que su reino empieza en la tierra, entre la paja y el barro. San José, el carpintero de manos callosas que se sentía abrumado por lo divino, se sintió por fin como en casa. Al escuchar ese ritmo rústico de 12/8, José lo acompañó golpeando el suelo con el pie, cerró los ojos y respiró hondo. Esa música no le exigía ser un santo sino solo un trabajador.

Janine Jansen, la violinista holandesa, consciente del agotamiento del parto y el viaje, se acercó de puntillas. Amortiguó su instrumento para tocar Il Riposo de Vivaldi. Tenía intención materna: tejer una pantalla de sonido tan suave y aterciopelada que protegiera el sueño de Dios del ruido del mundo. La Virgen María exhaló un largo suspiro y miró a Jansen con gratitud. «Gracias por el silencio», pareció decir. María apoyó la cabeza en el hombro de José y permitió que sus ojos se cerraran, mecidos por el susurro de las cuerdas.

Rompiendo el protocolo, la mezzosoprano romana Cecilia Bartoli entró en tromba, como un torbellino. Eligió la Parte I de El Mesías de Händel. Bartoli quería ofrecer exuberancia, coloratura y fuego; quería decirle al Niño que la fe también es alegría. El Niño Jesús soltó una carcajada. Fue una risa contagiosa y feliz que resonó en las paredes del portal. Le divirtió la pasión desbordada de la cantante. Jesús, sabiendo la tristeza que le aguardaba en el futuro, agradeció que alguien le recordara, en aquel momento, la alegría de estar vivo.

Jordi Savall, el maestro de la viola da gamba, trajo consigo la Messe de Minuit de Charpentier, basada en melodías populares. Quería conectar lo divino con la tradición, ofrecerle al Niño no música de corte, sino la música que canta el pueblo llano en sus casas. La Virgen María comenzó a tararear por lo bajo. Esas melodías le recordaban a su propia infancia en Nazaret. Savall logró que la Madre de Dios se sintiera conectada con sus raíces maternas terrenales.

Gustavo Dudamel, el director venezolano, con su calidez característica, eligió El adiós de los pastores de Berlioz. Sabía que la familia pronto tendría que huir a Egipto. Su ofrenda fue como, una manta sonora de protección y ternura para el camino difícil. San José se puso serio. La dulzura de la música le puso un nudo en la garanta que le obligó a tragar saliva. Miró a Dudamel y apretó su vara. La música le había dado la confirmación de que, aunque el peligro acechaba, no estaban solos. Recibió el ánimo que necesitaba.

Daniil Trifonov, el pianista ruso de aspecto místico, se sentó al piano con gravedad. Eligió el Christus de Liszt. No pretendía entretener, sino meditar. Quería ofrecer al Niño la verdad desnuda, las armonías complejas que hablan del dolor, la soledad y la redención futura. El ambiente cambió. El Niño dejó de reír y clavó su mirada en las manos de Trifonov. Hubo un silencio y, en esas notas graves, Jesús vio su destino: el desierto y la Cruz. No lloró; simplemente aceptó el cáliz desde la cuna.

Xavier de Maistre, el arpista francés, trajo la magia pura. Eligió A Ceremony of Carols de Britten. Quería regalarle al Niño la inocencia, algo brillante y curioso como un juguete divino. El Niño Jesús volvió a ser un bebé. Fascinado por el sonido cristalino del arpa, estiró sus brazos intentando atrapar las notas en el aire, como si fueran mariposas. Fue el único momento de la noche en que la divinidad dio paso a la mera curiosidad infantil.

Gautier Capuçon, el violonchelista francés, buscó la belleza lírica absoluta. Adaptó el Oratorio de Noël de Saint-Saëns a su instrumento. Su razón era estética y cariñosa: hacer creer que la belleza salvará al mundo, y ofrecer una línea melódica tan dulce que sirviera de abrigo. La Virgen María sintió un consuelo físico inmediato. El timbre del chelo, tan parecido a la voz humana, la envolvió y María arrulló al Niño siguiendo el vaivén del arco de Capuçon.

Finalmente, la soprano y directora canadiense Barbara Hannigan ofreció los Motetes de Navidad de Poulenc. Ella sabía que la Navidad es un misterio sobrenatural. Con su voz etérea y precisa, cantó O Magnum Mysterium, ofreciendo la tensión y la disonancia moderna como muestra de asombro. Todo se detuvo. Hasta el buey y la mula dejaron de masticar. La Sagrada Familia se quedó estática ante la atmósfera creada por Hannigan. No hubo sonrisas ni gestos, solo un silencio reverencial. La música les hizo sentir el vértigo de Dios hecho hombre. Fue el momento de la adoración pura.

Y, allí estaba yo, admirado, contemplando y disfrutando la escena. Cierren sus ojos y acompáñenme unos minutos. Vale la pena.

Gonzalo Alonso

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