Caballé y Domingo, víctimas de nuestra polarización

Montserrat Caballé y Plácido Domingo fueron dos de las máximas, si no las máximas, figuras del mundo operístico en las décadas 70 y 80. Estaban en su plenitud. Abarrotaron los teatros de ópera, sus grabaciones, comerciales o piratas fueron buscadas por los aficionados. Ambos llevaron el nombre de España por todo el mundo. Lo llevaron como españoles y con nuestra propia música: la zarzuela y la canción.

Montserrat Caballé con Plácido Domingo

Caballé nació en Barcelona, pero nunca fue independentista. La extinta Convergencia y Unión la colocó en el último lugar de sus listas electorales, porque su nombre pesaba. Domingo nació en Madrid, por la calle Ibiza, pero de pequeño sus padres, también cantantes, se trasladaron a México con sus hijos. Él siempre se sintió español. Incluso hubo un tiempo en que su nombre llegó a barajarse como alcalde de Madrid.  Pero, ya ven, estos dos héroes de nuestra música son ahora víctimas de la polarización que se vive en España.

Plácido Domingo

Plácido, desde hace años. Cuando surgió el movimiento #metoo hubo muchos hombres que padecieron persecución, unos con razón y otros no. Domingo nunca fue juzgado y, por tanto, menos sentenciado judicialmente. Lo fue sin embargo por algunos partidos políticos. Durante unos años no pudo cantar en algunos países, la mayoría de los cuales ya le han abierto sus puertas. Uno no: España. Y Plácido vive en la madrileña calle Serrano, sin poder cantar o dirigir en las instituciones dirigidas por el Gobierno de la Nación.

Se le acaba de conceder en Italia el Premio Puccini  como reconocimiento a su destacada trayectoria en la ópera y su profunda conexión con el repertorio de este compositor. La ceremonia de entrega tuvo lugar el pasado 18 de noviembre en Torre del Lago, ciudad natal de Puccini. Próximamente se le rendirá homenaje en Oviedo, en un concierto en el que estarán apoyándole Sabina Puértolas e Ismael Jordi y, muy probablemente, la Comunidad de Madrid programe un concierto con él a primeros de año.

Montserrat Caballé fue acusada de un delito contra la Hacienda Pública relacionado con su declaración del IRPF del año 2010. Hacienda demostró que, aunque Caballé figuraba como residente en Andorra, en realidad vivía en Barcelona y, por tanto, debía tributar sus ingresos mundiales en España. Se calculó que defraudó 508.562 euros en ese ejercicio fiscal.

Para evitar ir a juicio y una posible entrada en prisión, la cantante llegó a un pacto de conformidad con la Fiscalía y la Abogacía del Estado en 2015. Devolvió el medio millón de euros defraudado, aceptó una multa adicional de 254.231 euros y también una pena de 6 meses de prisión, que quedó en suspenso al carecer de antecedentes y tratarse de una pena inferior a dos años. Debido a su delicado estado de salud en aquel momento, Caballé ratificó este acuerdo mediante videoconferencia desde el comedor de su casa, admitiendo los hechos para cerrar definitivamente el caso.

Para más detalles sobre la sentencia y la reacción pública en ese momento, pueden consultar este video sobre la condena de Caballé, que explica cómo se cerró el acuerdo judicial desde su domicilio.

Ahora, tardíamente, el Ayuntamiento de Barcelona ha querido colocar una estatua en homenaje a Caballé y la ciudad, que a veces parece empeñada en devorar su propia grandeza, vuelve a las andadas. El Ayuntamiento de Collboni pretende saldar, tarde y mal, la deuda con la inmensa Montserrat Caballé (y de paso, con Freddie Mercury) instalando su estatua en el Parc de les Glòries. Pero ¡ay!, la Inquisición vecinal ha dictado sentencia: cuatro asociaciones del barrio bloquean el bronce alegando que la diva fue una “defraudadora fiscal”. Pero, ¿acaso no será porque no era independentista, sino española ante todo?

Resulta grotesco que, en la ciudad que podría ser capital mundial de la lírica, se confunda el genio artístico con un expediente fiscal. Mientras el mundo venera a la Superba, aquí sus paisanos prefieren reducirla a una declaración de la renta, proponiendo en su lugar al urbanista Cerdà. Pobre Montserrat, tan divina para el arte y tan terrenal para la mediocridad burocrática que nos asola. ¿Pediremos ahora certificados de penales a Wagner o Caravaggio antes de admirarlos? En ambos casos, vivir para ver.

Gonzalo Alonso