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Ludwig-Arnaltes-BernsteinCarta a Christa Ludwig
Por Publicado el: 26/04/2021Categorías: Colaboraciones

Christa Ludwig, la mezzo total

Christa Ludwig, la mezzo total

Casi nos habíamos acostumbrado a la eternidad de Christa Ludwig, una de las cantantes verdaderamente grandes de la historia de la ópera. El sábado falleció cerca de Viena, en Klosterneuburg, donde residía desde hace décadas. Berlinesa de 1928, vivía en Austria desde 1955, cuando fue contratada por Staatsoper de Viena, teatro al que permaneció vinculada hasta su despedida de los escenarios, en 1994. Su poderosa voz de mezzosoprano sirvió innumerables papeles, con especial incidencia en el gran repertorio en alemán. Insuperable wagneriana (aún resuenan en las paredes de la Ópera de Viena su interpretación de Ortrud el 16 de mayo de 1965, cuando en la “Invocación” del segundo acto la platea estalló en una ovación interminable que obligó a la interrupción de la función, algo que unos meses antes ya ocurrió en el Colón bonaerense, junto a la Elsa soñada de Victoria de los Ángeles), fue también una straussiana de primer orden. Bach, Mozart, Bartók, Haydn, Verdi y cualquier gran música que recalara en su voz resultaba ennoblecida por el genio de una artista que sustancializaba las mejores tradiciones del canto con unas condiciones técnicas y expresivas verdaderamente únicas.

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Christa Ludwig

Su timbre y registro de mezzosoprano eran inconfundibles. Poseía un instrumento hermoso, pulido, rotundo y natural a un tiempo. Apoyado en unas facultades innatas proverbiales y en una técnica cuidadosamente forjada en Berlín, dado que desde niña en su propia casa se respiraba un ambiente intensamente musical. “A la edad de seis años ya estaba en el regazo de Karajan”, le gustaba decir. “Y a los seis años”, cuenta en sus memorias, “cantaba la gran aria de la Reina de la noche”. Su padre, Anton Ludwig, fue cantante y director de ópera, y su madre, Eugenie Besalla, era contralto y fue su única profesora. La confesión de su madre marcó a Christa Ludwig toda su vida, según cuenta en sus memorias: “Me hubiera encantado haber sido prima donna”. Su hija sí lo fue. Absoluta.

Querida y adorada por todos, tenía una fuerte y comunicativa personalidad. Amaba el sol, hasta el punto de comprarse un apartamento en el sur de Gran Canaria, donde gustaba pasar largas temporadas durante el invierno centroeuropeo. Como artista verdaderamente grande, era siempre sencilla, afable, entrañable y maravillosamente divertida. La relación de sus grandes éxitos y grabaciones es interminable. Desde La pasión según San Mateo con Otto Klemperer en 1962, a todos los grandes roles para mezzo de Wagner, incluso algunos de soprano, como la Brunilda de El ocaso de los dioses, que grabó en varias ocasiones. También fue una referencial Leonore de Fidelio, papel que incluso llevo al disco en una referencial grabación con Karl Böhm y el gran John Vickers como Florestan. Entre sus últimas grandes papeles wagnerianos, figura la Fricka que protagonizó en el Metropolitan de Nueva York dirigida por James Levine, en la conocida producción de Otto Schenk.

Son incontables las referencias de una carrera que comenzó a los 17 años, cuando la jovencita Christa hizo su primera aparición pública en Giessen, cerca de Fráncfort, adonde se trasladó un año más tarde para presentarse como Príncipe Orlowsky en El murciélago. Tras pasar por los teatros de Hanover y Darmstadt, fue Karl Böhm quien en 1955 la contrató para la Ópera de Viena, como “el mejor Cherubino imaginable”. Fue el comienzo de una fecunda relación y larga relación con la Ópera de Viena, que se prolongó durante 49 años, en los que encarnó 43 de los más de setenta papeles que encarnó a lo largo de su inmensa carrera. Actividad a la que aún hay que añadir su condición de exquisita y versátil liederista. Mahler, Schubert o Hugo Wolf fueron algunos de los compositores cuya música disfrutó de su matizado y expresivo arte vocal. En esta faceta esencial, contó con la colaboración frecuente, cómplice y amiga del pianista español Edelmiro Arnaltes, con quien guardaba una entrañable amistad desde los años en que éste residía en Viena. Entre sus “proezas” liederísticas, figura ser la primera mujer desde los tiempos de Lotte Lehmann en adentrarse en los recovecos del Viaje de invierno de Schubert.

Tampoco hizo nunca ascos a la música contemporánea, vínculo que arranca de sus años en el Teatro de Darmstadt y Fráncfort. Actuó regularmente en aquella época en el vanguardista Donaueschinger Musiktage, donde cantó y estrenó obras de Nono, Boulez, Maderna y Dallapiccola, entre otros muchos. Su figura era también imprescindible en los festivales de Bayreuth y Salzburgo, donde debutó en 1955 con su famoso Cherubino, que luego fue también Octavian.

Con Christa Ludwig desaparece la que es, quizá, la última verdadera gran voz de la edad de oro del canto. Su ejemplo, su profesionalidad y su dimensión artística marca una época irrepetible. Con su partida, cobran sentido las palabras que dijo, cumplidos ya los noventa años, cuando recibió en 2018 el Premio Opus Clásico: “Los cantantes mereceríamos tener algo más de tiempo”. Un tiempo perdido en el que hoy, por seguir sus propias palabras, “todas las voces suenan igual porque los cantantes ya no tienen ninguna personalidad”. Posiblemente, tenía razón. Justo Romero

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