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Por Publicado el: 31/03/2022Categorías: En vivo

Crítica: Debut de Pablo Heras-Casado en La Scala. Don Giovanni limpio de polvo y paja

DON GIOVANNI (W. A. MOZART)

Don Giovanni limpio de polvo y paja

“Dramma giocoso” en dos actos. Libreto de Lorenzo Da Ponte. Música de Wolfgang Amadeus Mozart. Reparto: Christopher Maltman (Don Giovanni), Alex Esposito (Leporello), Emily D’Angelo (Doña Elvira), Hanna-Elisabeth Müller (Doña Anna), Bernard Richter (Don Ottavio), Günther Groissböck (Commendatore), Andrea Carroll (Zerlina), Fabio Capitanucci (Masetto). Dirección de escena: Robert Carsen. Escenografía: Michael Levine. Vestuario: Brigitte Reiffenstuel. Iluminación: Robert Carsen y Peter Van Praet. Coro y orquesta titulares de la Scala de Milán. Dirección musical: Pablo Heras Casado. Lugar: Milán, Teatro alla Scala. Entrada: 2.000 espectadores (lleno). Fecha: 29 marzo 2022.

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Don Giovanni por Carsen. Ouverture. Christopher Maltman, Heras-Casado en el foso © Brescia e Amisano. Teatro alla Scala

Pablo Heras Casado ha cosechado un éxito incontestable en su debut en la Scala de Milán. Y lo ha hecho sin red y a pecho descubierto, con una obra tan preñada de riesgos y preferencias como el eterno Don Giovanni mozartiano, título dirigido en el templo del canto italiano por los más grandes, desde Bruno Walter (1931), a Böhm, Karajan, Scherchen, Lorin Maazel, Muti, o, ya más recientemente, Dudamel, Barenboim y Paavo Järvi. El director español (Granada, 1977) ha retomado la exitosa producción de Robert Carsen de 2011 -estrenada por Barenboim y luego dirigida por Järvi-, y ha desprovisto la partitura de adherencias para recuperar una sonoridad y respuesta orquestal más acorde con las tendencias historicistas. Un Don Giovanni pulido de vibratos e impostadas ampulosidades, limpio de polvo y paja, pero de definitivas vibraciones dramáticas y musicales.

Frente al disparate salzburgués del último verano, en el que Romeo Castellucci hace que el burlador cierre su estúpida actuación haciéndose una paja -“sega” dicen los italianos”- en medio de la escena, Carsen y Heras Casado optan por una visión cargada de destellos escénicos, refinamientos conceptuales y una pulidez musical que sienta de maravilla a lo mil veces visto y escuchado. Los tempi y acentos son extremos, contundentes y de extremado ensimismamiento. Desde el primer acorde, despunta una sonoridad distinta, más categórica y seca. Casi sin opción a la alternativa. Tan firme como el destino inexorable del burlador, que aquí, sin embargo, resulta trocado: al final, todos se van a los fondos del infierno; menos precisamente él, que sigue feliz, radiante, tan burlador, presumido, borde, calavera y mal nacido como siempre, risueño mientras cae el telón generoso para regalarle la eternidad.

Heras Casado imprimió carácter, palpitación e idioma. No lo tenía difícil: la genial producción de Carsen, que sigue tan actual como hace once años, cuando se estrenó, invita con su genio teatral, con su sensibilidad y pasión mozartianas. La compleja y efectiva escenografía de Michael Levine brinda maravillosas perspectivas, telones a la vieja usanza -a lo Mestres Cabanes en su rescatada Aida liceísta-, y un gigantesco espejo bailongo que traslada la platea al escenario y viceversa, con lo que ambos espacios, ficción y realidad, personajes y espectadores, quedan incorporados en un efectivo discurso único. Alla verista, casi pirandelliano, pero, a la vez, totalmente disímil. Mas que “teatro en el teatro”, es el propio teatro, el continente, el que, de la mano de Carsen y Levine, se convierte en nada pasivo actor teatral.

El director de escena canadiense ama, acaricia, cuida y se hace amigo de los personajes. ¡De todos! Y traslada estas amistades en absoluto peligrosas a un público que desde el primer acorde se sumerge, entrega y hasta hace copartícipe de la dramaturgia. Incluso la estatua del Comendador –idealmente encarnado por el gran Günther Groissböck– se “levanta” en el mismísimo palco real. Tremendo impacto. ¡Quizá nunca antes estuvo el dorado palco tan bien habitado! Al final, el espectador acaba encandilado con todos. Con los buenos y el malo.

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Escena de Don Giovanni Carsen Christopher Maltman Andrea Carroll © Brescia e Amisano. Teatro alla Scala

El elenco vocal era de campanillas, propio de un templo lírico de la tradición de la Scala. Sobre todo y todos destacó el Leporello excepcional, vivo e intensamente de un Alex Esposito que se come la escena y el espacio sonoro. En el aria del catálogo y en todo lo demás. Su fiato casi sin fin fue solo un detalle entre la riqueza de colores, destellos y matices con los que redondeó un aplaudidísimo Leporello que resultó tan sobresaliente como los cuatro demonios de Los cuentos de Hoffmann encarnados el pasado enero en el Palau de Les Arts.

El barítono Christopher Maltman fue un Don Giovanni sin fisuras. El malo. Perfectamente involucrado en el particular concepto escénico. Imprime credibilidad con su vis dramática y vocalidad espectacular e inagotable en un papel agotador, que no para ni un instante, cargado de claroscuros que fueron siempre perfectamente reflejados. El burlador de Maltman es altanero e incansable. Seductor en el famoso “duettino” con Zerlina, delicioso en la canzonettaDeh vieni alla finestra” y arrollador en el aria “Fin ch’han del vino”. Más que encarnar, fue.

Como también la Doña Elvira Emily D’Angelo, quien tras un tímido comienzo “Ah! Chi mi dice mai” creció con su personaje resentido hasta recalar en un “Mi tradi quel alma ingrata” cargado de quilates y cabreo. No menos espectacular fue la ambivalente y vigorosa Doña Anna de Hanna-Elisabeth Müller; el casi belcantista y casi krausista Don Ottavio de Bernard Richter (no desaprovechó la dos grandes ocasiones de lucimiento que son los bombones “Dalla sua pace” e “Il mio tesoro”); la Zerlina pizpireta y resabiada de Andrea Carroll (¡qué bien cantó y dijo “Vedrai, carino”) y el Masetto tontorrón y que no se entera de nada del bajo Fabio Capitanucci.

Todos, concertados por el maestro sin batuta que es Heras Casado, acordaron con perfecto balance y equilibrio sus voces en los diversos números de conjunto. Hasta el último, cuando todos, según Carsen, se van al diablo. Menos el más diabólico de todos, que seguirá por la tierra disfrutando y trajinándose sus mejores beldades. Rubias y morenas. Gordas o delgadas. Alemanas, turcas o italianas. Da igual. En España, llegarán así a tropecientas “mille e tre”. Justo Romero

Publicada el 31 de marzo en el Diario Levante.

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