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Por Publicado el: 12/08/2019Categorías: En vivo

Critica: Tristan en Bayreuth, genio y ramplonería

FESTIVAL DE BAYREUTH 2019

 

Genio y ramplonería

TRISTAN E ISOLDA, de Richard Wagner. Ópera en tres actos, con libreto de Wagner. Repar­to:Stephen Gould(Tristan), Petra Lang(Isolda), Greer Grimsley (Kurwenal­), Christa Mayer(Brangäne), Georg Zeppenfeld(Rey Marke),  Raimund Nolte(Melot), Tansel Akzeybek (Joven marinero. Un pastor), Kay Stiefermann (Timonel).Directora de esce­na:Katharina Wagner.  Escenografía: Frank Philipp Schlößmann y Matthias Lippert. Vestuario:Thomas Kaiser. Dramaturgia: Daniel Weber.Iluminación: Reinhard Traub.Coro y Orquesta titula­res del Festival de Bayreuth.  Direc­ción de coro:Eberhard Friedrich. Direc­ción musical:Christian Thielemann. Lu­gar:Festspielhaus de Bayreuth. Entrada:1974 espectadores (lleno). Fecha:9 agosto 2019.

¡Ramplonería y provocación como alternativa a la falta de genio! El Tristan e Isoldede Katharina Wagner sigue tan feo, fallido y viejo como cuando se estrenó hace ya cuatro años en el Festival de Bayreuth. El empeño de la bisnietísima en tergiversar la visión de su bisabuelo es equiparable a la incapacidad para desarrollar una acción conceptual y estética unitaria e interesante. Tópicos y lugares comunes se suceden camuflados bajo un aparente y falso afán de modernidad e innovación que nada tiene ni de la una ni de la otra. Por fortuna, el dislate escénico quedó en nimiedad ante la inconmensurable dirección musical de un Christian Thielemann (1959) que hoy día es imbatible e incomparable en el gran repertorio alemán. Su fascinante dirección fue incluso aún más intensa y emotiva que la de 2015. Musicalmente, el mejor Tristan e Isolde que hoy día cabe soñar.

Desde las primeras notas del preludio, el maestro berlinés se explaya en una sonoridad limpia, desnuda, lenta incluso más allá de los excesos celibidachianos. Prolonga al infinito los largos silencios, que más que respiraciones son bocanas de sensibilidad. Thielemann se sale del mundo para sumergirse en un universo irreal que, paradójicamente, él convierte en tangible. Un mundo inédito poblado de sutilidades, sensaciones y transparencias, en el que el sonido parece habitar por sí mismo. Y tal prodigio, con semejante música –el preludio de Tristan e Isolde-, en un lugar de acústica y características tan únicas como el Festspielhaus de Bayreuth y su foso invisible, con la oscuridad absoluta que ello posibilita, y con una orquesta que es pura calidad y que se entrega sin reservas al dictado de la batuta, supone la máxima experiencia sensitiva que puede vivir un melómano.

Ajeno al disparate escénico, Thielemann encumbra la música a órbitas extrasensoriales.

Poco importan las tonterías que acontecen en la transgredida escena: desde el empeño por exonerar de la muerte a Isolda para condenarla a pasar el resto de sus días con un Rey Marke al que Katharina Wagner traiciona para convertirlo en un ser irascible que vulnera por completo su cabal personalidad, a trasfigurar a Isolde en una histérica de cuidado o cargarse a la buena de dios la clave del filtro de amor/muerte. Por no hablar del innecesario y complicado guirigay de escaleras metálicas, inspirado en un grabado de Giovanni Battista Piranesi de 1761, y en el que la pobre Christa Mayer –excepcional Brangäne- casi se desnuca al caer al suelo tras tropezar con uno de los múltiples obstáculos que invaden la fea escenografía, que aún se afea más en el segundo acto, desarrollado en un espacio circular cerrado y un punto taurino, en el que los cuatro protagonistas –Tristan, Isolde, Kurwenal y Brangäne- tratan de esquivar la permanente y opresiva mirada y cañones de luz de los malos hombres de Marke y Melot. ¡Qué ingenua obviedad! ¡Qué lejos el romántico árbol de Ponelle o las corazas de Heiner Müller!

La bisnietísima Katharina Wagner –se convirtió en Directora del Festival tras la muerte de su padre, el nietísimo Wolfgang Wagner, en 2010- plantea una Isolda ninfomanizada que en cuanto se topa con Tristan se entrega a sus brazos, lo morrea y no vacila en lanzar su mano libidinosamente a la bragueta del banalizado héroe, como cuando la bella Ava Gardner rodó con el bello Mario Cabré Pandora y el holandés errante. Ajenos al filtro de amor y a sus sutilezas y ternuras, los protagonistas -ciudadanos según Katharina de un indeterminado presente- no se cortan un pelo en cuanto al tema del sexo.

El tercer acto se inicia con una imagen tenebrista en la que en un rincón de la escena aparece el cuerpo tendido de Tristan velado por sus fieles. Podría ser Rembrandt, pero también un cuadro flamenco –flamenco de castañuelas y olés- con El Cigala a punto de lanzar un quejío. El pobre Tristan, que alucina tanto como la directora de escena con esta orgía de Isoldes, persigue, cual el Macbeth shakespearianoverdiano, las diversas apariciones que aparecen y desaparecen como por arte de birlibirloque o de La Linterna Mágica de Praga. Al final, cuando llega la Isolde de verdad, él ya ha muerto. La princesa irlandesa canta entonces su Liebestod ante la mirada de Marke y sentadita junto al cuerpo inerte del héroe. Al acabar el prodigio de la supuesta “muerte de amor”, el en esta versión violento Marke (que parece el Wanderer de Siegfried, sombrero incluido- agarra con violencia a la desventurada Isolde y se la lleva arrastrándola del brazo. Antes, la cabeza de la princesa ya había también merodeado la bragueta del Rey. Sobran más palabras…

Pocas veces se ha producido en una representación operística tal desequilibrio entre la escena y la música. Al prodigio del foso, con un Thielemann que suma y amalgama la efusión furtwängleriana, las parsimoniosas morbideces de Knappertsbusch, el preciosismo meticuloso de Carlos Kleiber y el fuego de Barenboim, se sumó un reparto vocal sensiblemente mejorado al de 2015, al ser sustituidos la decepcionante Isolda de Evelyn Herlitzius y el Kurwenal discreto del escocés Iain Paterson; la primera por la curtida Petra Lang y el segundo por el aún más veterano barítono-bajo estadounidense Greer Grimsley. A sus 56 años, Lang sigue siendo una artista de temperamento, que incluso antepone su propia naturaleza expresiva a la del personaje que interpreta, especialmente si -como en este  caso- no cuenta con el apoyo de una inspirada dirección actoral. Vocalmente se mantiene como una cantante de primera, aunque en los registros más extremos la voz ya tiende a salirse del discurso, rozar estridencias y perder color y calidades.

 Nacido en 1962 –el mismo año que Petra Lang- El Tristan de Stephen Gould ha crecido portentosamente hasta convertirse en el que –muy probablemente- es el mejor de la actualidad. Potencia, color, arrojo, resistencia, belleza vocal, estilo… Aguantó con holgura el tipo y la voz durante la larga representación, y tras un entregado Liebesduett del segundo acto cuajó un sorprendentemente desahogado tercer acto. Christa Mayer –otra cara familiar en Bayreuth- volvió a ser la poderosa y sabiamente calibrada Brangäne del estreno, mientras que el muy crecido Marke de Georg Zeppenfeld hizo gala de una voz corpulenta y expresivamente gobernada, cuyas resonancias y metal recuerdan a las del inolvidable Matti Salminen. Siguen como un misterio las razones por las que una voz como la de Tansel Akzeybek canta en Bayreuth, aunque sea en papeles como el del joven marinero.

El público se desgañitó a bravos y vítores al final de la solo musicalmente excepcional representación. Cuando salió a saludar en solitario el héroe wagneriano Christian Thielemann,  se rozó el delirio. Como en 2015, Katharina Wagner tuvo el buen juicio de no salir a saludar. Posiblemente, fue lo mejor que hizo a lo largo de la noche: hubiera sufrido una bronca casi tan gorda como la tromba de agua que estaba cayendo sobre el legendario Festspielhaus. Justo Romero

Publicado en el diario Levante el 11 de agosto de 2019

Un comentario

  1. danieldilla@hotmail.com 12/08/2019 a las 22:40 - Responder

    ¡Gracias por la crónica! El miércoles allí que voy yo…

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