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Por Publicado el: 14/02/2013Categorías: Crítica

MONUMENTO A LO VACUO: El americano perfecto de Glass

MONUMENTO A LO VACUO

El americano perfecto de Glass

Mortier encargó durante su corta estancia en la New York City Opera, antes  incluso de llegar a sentarse del todo en su sillón de director artístico de la institución, que abandonó por diferencias presupuestarias, dos óperas: una a Philip Glass y otra a Charles Wuorinen. Es hombre de constantes y de criterios muy anclados, gustoso de llevar allá a donde va experiencias que ha aprobado en sus etapas anteriores; o experiencias por desarrollar. Es el caso de esas dos composiciones. Ahora hemos asistido al estreno de la primera.

La segunda la veremos en la próxima temporada, que ya se ha anunciado.

Ha sido qué duda cabe un acontecimiento la presentación de este The  Perfect American, que se coproduce con la English National Opera. Glass (Baltimore, 1937) es un compositor aún en boga, más allá de que lo que venda nos pueda gustar más o menos. Sin duda es el más famoso y alabado de los minimalistas. Los métodos archisabidos y permanente empleados en el lenguaje de este músico buscan encontrar nuevas  vías de expresión  en esta obra, una buena piedra de toque para completar la información que tenemos hasta ahora de este singular creador, de quien se conocen en España otras de sus óperas, como Einsteinonthe Beach, Ocorvo blanco y desde hace unos meses Les enfants terribles.

Fue a partir de 1967 cuando Glass que llegó a estudiar con Nadia Boulanger, empezó a interesarse por músicas no occidentales, sobre todo la hindú, de la que copió sus estructuras rítmicas aditivas (repetitivas).

Sumó a ello una figuración melódica sencilla para que se pudieran percibir con claridad las diferentes longitudes de las partículas rítmicas.

Añadió igualmente la repetición rotatoria (células que van y vienen) y el uso de territorios prefabricados de armonía muy simple que actuaban como elemento estructural. Las obras de Glass, trazadas de este modo con tiralíneas, asemejan gigantescos y fríos mecanos, construidos, apunta Dibelius, a partir de piezas coordinadas que conforman superficies sonoras intercambiables que adoptan el aspecto de un mosaico tanto sonoro como escénico, si a las óperas nos referimos.

De todo ello es buena muestra esta última ópera, la número 24 del catálogo del compositor, que, efectivamente, no supone ninguna aportación reveladora ni exhibe un modo de hacer original. Por supuesto, todo está medido, estudiado, planificado con una técnica excelente y depurada pero los brillantes mimbres, el envoltorio, no permiten, y es algo habitual en ese tipo de escritura, que el drama, las psicologías, los temores, la tragedia de los personajes o de la situación en que viven, aflore de manera directa y sobrecogedora.

Los conflictos se quedan en la superficie y su tratamiento roza de continuo lo banal. Es un producto con frecuencia empalagoso y nada revelador; inane.

Glass traza un tema, generalmente enhebrado a partir de unas pocas notas, y lo trabaja a conciencia. Nada más empezar la ópera advertimos ese ya conocido procedimiento, que circula sobre una figura arpegiada repetida en los bajos. Las primeras partes de cada compás van siendo reforzadas y las voces paralelas van tomando cuerpo al tiempo que se van abriendo delicados contrapuntos entrecruzados.

Sobre este tejido, que va tornasolándose a media que nuevas  células aparecen, van cayendo estratégicos acordes perfectos. Sólo de vez en cuando una  tímida pincelada, un toque discreto, nos acerca al terreno de la disonancia. Es  sorprendente la afición del compositor por el sonido de las castañuelas o de los cocos.

No creemos que las primeras sean utilizadas como reclamo conectado con él en tiempos pretendido origen español de Walt Disney, que es, efectivamente, el Americano Perfecto. Todo gira a su alrededor y la narración se edifica a partir de una serie de flashbacks que se abren en la mente del protagonista durante sus últimos días en el hospital. La base literaria es la del libro de Peter Stephan Jungk, Der König von Amerika, sobre el que Rudy Wurlitzer ha construido un libreto muy flojo lleno de lugares comunes y en el que la figura del dibujante se nos ofrece edulcorada, plastificada, envuelta en bonito celofán, ayuna de humanidad. Viñeta tras viñeta se nos pintan algunos instantes de la vida y de las obras del personaje. La mordacidad o la ironía que se desprendían de la novela de Jungk se tornan en prepotencia consentida, blandas alusiones a un pasado fofo en el que los recuerdos se repiten hasta la saciedad, la niñez en Marceline, los olmos, la tarta de manzana, los peces del río Wolf, la lechuza, el estanque, sin que haya progresión dramática.

Las relaciones familiares son descritas con pincel gratificante, maravilloso.

La figura del hermano, Roy, adquiere mucha relevancia; como, en sentido contrario, y es un adecuado contrapunto, la de Dantine, un personaje de ficción, un antiguo empleado de los estudios Disney, que supone el único acíbar en medio de tanta melosidad; aunque no el suficiente para que se establezca una dialéctica, un germen de conflicto que anime un poco una acción morosa y fláccida y que haga que la música despegue de su ordenado y pulcro fluir, de su pastueño y manso curso.

Hay, sí, ideas armónicas o melódicas afortunadas en la hora y tres cuartos que dura la representación. Tenemos anotado, por ejemplo, el bello tema cantado por la trompa mientras Disney reflexiona sobre la muerte o el solo de chelo cuando siente el dolor. Estupendamente diseñados también el quinteto y el sexteto en los que las voces aparecen magníficamente tratadas. En el seno de unas texturas que a veces conectan con la música newage y que bordean en su delineación los contornos de la comedia musical.

A la postre, la anécdota no toma vuelo y se queda pegada a la tierra y, en los momentos clave, la música no progresa pese a los crescendi y aceleraciones. No hay inspiración para dotar de entidad dramática al momento en el que se revela al protagonista que padece un cáncer incurable.

Ni se va más allá del manejo de cortas escalas para la muerte. Los arpegios, el sonido agradable de la trompeta no son suficientes, los racimos de notas sobre acordes, los golpes de caja, tampoco. Las apariciones de Lincoln, convertido en un muñeco mecánico y parlante, que mantiene con Disney un pretencioso diálogo, y de Andy Warhol, algo más afortunada, no contribuyen tampoco a dar fuerza al conjunto.

La puesta en escena es complicada y vistosa. Se caracteriza por el empleo de continuas proyecciones, en una buena parte emanadas de dos gigantescos mecanismos giratorios que sirven al mismo tiempo de soportes de una permanente lluvia de telones translúcidos, que caen a mansalva y sirven a su vez de estratégicas pantallas. Todo está muy acelerado y no se da respiro en una auténtica e imparable catarata de colores y formas, de efectos y efectismos, de idas y venidas, ajustadas casi siempre al fluir de los sonidos.

También para los muchos figurantes, la mayoría de ellos dibujantes de los estudios Disney ataviados con el típico atuendo de rata de biblioteca, con maguitos y visera. Están movidos con gracia y van marcando en buena medida la acción hasta hacerse casi coprotagonistas. El equipo de cantantes, que tienen que desarrollar sobre las texturas sinfónicas descritas un plano y monótono recitativo más o menos melódico, tuvo un nivel digno y hay que aplaudir su profesionalidad. El barítono Christopher Purves fue un eficaz Disney.

La voz es lírica, opaca, nada fácil en un agudo con frecuenta abierto, pero dotó hasta donde era posible de humanidad al personaje. Sólido Davit Pittsinger como hermano, interesante Zachary James como Lincoln y un empleado de  funeraria, ambos bajos cantantes. El tenor Donald Kaasch otorgó iracundia al dibujante díscolo. El extenso reparto se ajustó en general a las muy seguras y clarificadoras órdenes de la conocedora batuta del especialista en Glass Dennis Russell Davies, que dispuso de los estupendos mimbres que en esta ocasión le proporcionaron la orquesta y el coro titulares. Arturo Reverter

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