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Diálogos de Besugos de 2000 otros 5
Diálogos de Besugos de 2000 otros 3
Por Publicado el: 27/12/2000Categorías: Diálogos de besugos

Diálogos de Besugos de 2000 otros 4

La Razón: Lott, Montague y Navarro triunfan en el Real
Lott, Montague y Navarro triunfan en el Real La ópera «El Caballero de la rosa» de Richard Strauss se presenta con gran éxito en Madrid «El caballero de la rosa» Autor: Richard Strauss. Libreto: Hugo von Hoffmansthal. Director musical: García Navarro. Director de escena: Jonathan Miller. Intérpretes: Felicity Lott, Günther Missenhardt, Diana Montague, Hakan Hagegard, Isabel Rey, Paloma Pérez Íñigo, Itxaro Mentxaka, Riccardo Casinell. 23, 26 28 y 31 de marzo, 2 y 4 de abril, 20:00 h. Teatro Real. Madrid.
Álvaro GUIBERT.-
«El Caballero de la Rosa» El maestro García Navarro se desquitó anoche de lo sufrido en anteriores noches de estreno en el Real. Fue el más ovacionado al final de la representación de «El caballero de la rosa» y fue recibido por el público con inusitado cariño cada una de las tres veces que subió al podio de dirigir. Fueron aplausos muy merecidos, y eso que la noche empezó mal para García Navarro. El preludio le salió precipitado. No es que lo abordara a una velocidad demasiado rápida, sino que la butata pedía una velocidad no del todo asumida por los músicos. En esos breves minutos iniciales se produjo la sensación de que los músicos perseguían trabajasomente a las corcheas. Pero la cosa se solventó pronto y, durante las siguientes cuatro horas, la Orquesta Sinfónica de Madrid hizo una interpretación muy notable de una partitura minuciosa y genial en la que se oye todo. La Sinfónica estuvo especialmente bien en los pasajes más difíciles, o sea, en los más camerísticos. En algunos momentos, como en el final del primer acto, se rozó la perfección. La puesta en escena de Jonathan Miller proporcionó una ambientación hermosa y un movimiento escénico discreto y eficaz. Miller traslada un par de siglos la acción de «El caballero de la rosa»: del original dieciochesco pasa a principios del XX, que es la época de la composición y del estreno. El baile de siglos está ya implícito en la partitura, que juega al anacronismo y retrata con valses del XIX la Viena del XVIII. Este vaivén de siglos consigue limpiar de contextos morales a los personajes, que se nos presentan intemporales y destilados. Así brilla más la Mariscala, un fantástico personaje, un acierto teatral y musical de esos que justifican una carrera entera (o dos, libretista y compositor). El Strauss de la Mariscala es el mismo que inventó las personalidades musicales de Elektra y de Salomé. ¿Es nuestra Mariscala más superficial que estas dos? No. La buena comedia explora el alma humana con al menos igual hondura que la tragedia. «El caballero de la rosa» es una ópera con forma de aspa. Se cruza una línea descendente (del orgasmo inicial a la separación final) con otra ascendente (la del agigantamiento moral de la Mariscala). Felicity Lott está señorial en su tarea de dar vida a esta extraordinaria y modernísima mujer, capaz de decirle a su enamorado que «ama su amor por otra». La Lott clava el papel al responder con voz elegante y delicada tanto a las tosquedades del Barón Ochs, cabestro hasta en el nombre, como a la pujanza de su joven amante Octavio. Fantásticos estuvieron también en estos dos papeles el bajo Günther Missenhardt, de voz limpia y agilísima, y la mezzo Diana Montague, otra gran triunfadora de la noche. Su Octavio es ardiente e impetuso, como debe ser. Además, su composición del personaje aporta aplomo escénico y credibilidad. La valenciana Isabel Rey fue asentando su versión de Sophie según avanzaba la ópera. Al final, participó con brillantez en el sublime trío de sopranos. Todos los demás participantes en el montaje, como los personajes secundarios y el Coro de la Comunidad de Madrid, en su breve papel, contribuyeron eficazmente a lo que terminó siendo una gran noche de ópera en el Real.

EL PAIS : ‘EL CABALLERO DE LA ROSA’ La nostalgia del vals El caballero de la rosa
Música de Richard Strauss, libreto de Hugo von Hofmannsthal. Con Felicity Lott (Mariscala), Diana Montague (Octavian), Isabel Rey (Sophie), Günter Missenhardt (Barón Ochs), Hakan Hagegard (Faninal). Director musical: García Navarro. Director de escena: Jonathan Miller, realizada por David Ritch. Escenografía: Peter J. Davison. Figurines: Sue Blane. Orquesta Sinfónica de Madrid, Coros de la Comunidad de Madrid. Producción de la English National Opera, 1994, en colaboración con Los Ángeles Music Centre Opera, Houston Grand Opera y New York City Opera. Teatro Real, Madrid, 21 de marzo.
JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
Felicity Lott y Diana Montague, en un ensayo de El caballero de la rosa en el Teatro Real (J. Del Real). Late de principio a fin en El caballero de la rosa una profunda melancolía en la reflexión sobre el paso del tiempo, un tiempo que se escurre entre los dedos de los personajes de una forma inevitable. Y se hace especialmente intenso este sentimiento en la escena final del primer acto, con una Mariscala que en más de una ocasión se ha identificado con la imagen de Austria: sabia, ligera, a veces alegre, a veces triste. Muy oportuna esta coincidencia en tiempos de Haider y, por encima de todo, si el lúcido y hechizante personaje está encarnado por Felicity Lott, una cantante de intimidades, sin ningún tipo de afectación, luminosa, que sabe llegar hasta lo más hondo susurrando, insinuando, cantando con una evanescencia, una sensualidad y una morbidezza ejemplares. Emociona Felicity Lott desde la inteligencia, desde el buen gusto y desde las sutilezas. Actriz excepcional, por otra parte, complementa su canto con pequeños gestos siempre llenos de elegancia e intencionalidad. En los breves momentos que transcurren desde que da vuelta al espejo para no seguir contemplando su envejecimiento hasta que exhala el humo de un cigarrillo al borde de la cama en la culminación del primer acto, se recoge teatralmente la nostalgia de un tiempo que definitivamente se ha ido. Se ha dicho en más de una ocasión que El caballero de la rosa refleja como ninguna otra ópera la quintaesencia del alma vienesa. Es posible, y no solamente por ese desarrollo a ritmo de vals que llena la obra. Jonathan Miller ha trasladado la acción desde la segunda mitad del XVIII, en que transcurre el libreto, hasta los años en que se estrenó la obra, justificándolo en función de mostrar «esa Viena decadente, a las puertas de la Primera Guerra Mundial, que seguía viviendo en el siglo XIX, inmersa en la hilarante y frívola atmósfera de los salones y de los valses, intentando olvidar el vacío, la desazón y los conflictos que se fraguaban a su alrededor. El libreto, tan refinado, sarcástico y crítico, sitúa la trama mucho más cerca de los dramas de Schnitzler, de la reflexiones de Freud o de la desesperanza y melancolía de Musil que de un alejado y galante siglo XVIII». No está mal vista esta aproximación. Se pierde, sin embargo, el encanto rococó que han cultivado desde Alfred Roller hasta Otto Schenk. La lectura escénica es, en cualquier caso, funcional, austera, más pendiente de la narración a pie de obra que de la sugerencia poética. No tiene magia, es distante y hasta esquemática, pero siempre transmite con claridad lo que se cuenta. La Orquesta Sinfónica de Madrid y García Navarro han hecho un gran esfuerzo para sacar adelante esta compleja partitura. La versión es fiel a la letra y deja un punto de insatisfacción en el espíritu. Falta levedad, o tal vez agilidad, para extraer el refinamiento tímbrico que Strauss despliega. Se abusa en más de una ocasión del exceso de volumen, pero hay orden, sentido concertante con las voces y progresión dramática. No se alcanza ese último suspiro burbujeante, pero la obra fluye con corrección. En el reparto vocal, Diana Montague e Isabel Rey se desenvuelven con soltura, aunque a considerable distancia artística de Felicity Lott, la primera por cierta monotonía tímbrica y expresiva, la segunda por excesiva contención en la construcción de su personaje. Más que notables Antonio Gandía e Itxaro Mentxaka en sus cometidos y extraordinarios H. Hagegard, un poderoso Faninal, y Günter Missenhardt, un Barón Ochs que mira con el rabillo del ojo a Falstaff y que cae, como él, en las trampas que le tienden unas mujeres a las que creía seducir. En los saludos finales, la gran triunfadora fue Felicity Lott, hubo división de opiniones para García Navarro y frialdad para la dirección escénica.

DIARIO 16: Eran tres, y las tres buenas. Luis Algorri
Cualquiera que haya cantado el un coro habrá sufrido alguna vez la angustia que sobreviene cuando, al medio de la partitura una de las voces se despista, se pierde, y lo que hasta ese instante era -por ejemplo Sebastian Bach- se convierte en aquello que los peores de entre los malvados llaman «música contemporánea». Suele ocurrir en ese trance que el compañero de al lado te da con el codo y te susurra la clásica broma musical: Nos vemos en el «men». Ese significa que hay que llegar al final como sea, como se pueda, cada cual por su lado, pero que el acorde final de la obra -que suele coincidir con la sílaba «men» de la palabra «Amén»- hay que darlo todos juntos, poderoso y atronador.

No tanto pero algo así pudo sucederle anteanoche a la Orquesta Sinfónica de Madrid en el estreno de «El caballero de la Rosa» de Richard Strauss o bien García Navarro no se explicó o bien los músicos no se entendieron, pero la orquesta atacó el primer compás eje la partitura como si entrasen en el camarote de los hermanos Marx a empujones. Fue fatal. Quizá nervios quizá mala suerte, quizá -esto es lo que pareció durante las cuatro horas largas que dura la obra- falta de ensayos, Pero la orquesta estuvo como dirían los taurinos constantemente «ajena al partido por usar un simil futbolistico. ¿Falta de calidad en los interpretes? Eso es impensable. Estamos ante la misma formación que levantó boinas de admiración en Lady Macbeth de Mensk dirigida por Rostropovich y que salió brillantísimamente airosa de la endiablada partitura de Don Quijote con Pedro Halffter Caro a la batuta. Entonces, ¿qué pasó? Concluya el lector lo que quiera pero los hechos son los hechos. Tras el primer entreacto la
salida al foso del habitualmente seguro y eficaz García Navarro fue re- digamos que airadamente por un nutrido sector del público. Tras la segunda pausa, el director hubo de oír, más numerosos y más claros, improperios de diverso calibre. Y al final, cuando los cantantes lo sacaron a escena a saludar los gritos de ¡Fuera fuera!», ¡Petardo! y otra lindezas ahogaron sin misaricordia a los aplausos. Cómo sería el asunto que el maestro «olvidó» poner en pie a la orquesta para que el público la ovacionase o no. En fin, como dijo en cierta ocasión el Rey, a propósito de otra cosa, un «unmittigated disaster». Otra cosa fueron, desde luego, las voces. Este montaje de «El caballero de la rosa» se construye sobre un trío femenino de primer orden, sin que sea honestamente posible determinar cuál de las tres canta mejor. Felicity Lott hizo una Mariscala que es el paradigma de la elegancia tanto vocal como escénica. A la gran soprano los años le han atemperado la voz, le han añadido majestad y le han otorgado la capacidad de Ullevar a cabo la infinita cantidad de matices que Strauss exige de ese personaje, Estuvo soberbia. Diana Montague no le fue a la zaga un milímetro si bien al final del segundo acto se resintió ligeramente en los agudos. Pero reflejó impecablemente la vehemencia la pasión, las dudas y el irrefrenable romanticismo del personaje de Octavian y cuando éste se disfraza de muchacha palurda para burlar al barón Ochs, la Montague estuvo simplemente insuperable. Ahora bien, el más hermoso asombro llegó con la Sophie que hizo 1a española Isabel Rey. Era la primera vez que cantaba el papel en escena. Y aquello fue para rendirse. Tiene una voz que es como pasar un diamante por un terciopelo. Ágil y a la vez redonda, ambarina, impecable en el fraseo, perfecta en los ataques a las notas agudas, segura, dominada, con un diafragma obediente hasta en el menor detalle y un fiato excepcional Si no se muere sin duda estamos ante una de las grandes sopranos líricas de las próximas décadas. El sublime trío del acto final dejará huella en la memoria de las espectadores lo mismo que el dúo en dos tiempos que le sucede, y en el que la Rey y la Montague pusieron la carne de gallina a más de cuatro.
Correctísimo Gúnter Missenhardt en el papel del barón Ochs, excelente de vez y sobreactuado escénicamente el Hakan Hagegard en el rol de Faninal y muy estimables casi todos los demás. La escenografía no pasará a la historia pero dejaba cantar, al menos e incluyó algunas audaces golpes de imaginación en el tercer acto.
Hubiera Podido ser una noche memorable, pero… ¿qué le pasaba a la orquesta? Los más pérfidos de entre los pérfidos salían del teatro murmurando entre dientes «No pasa nada. El martes que viene, cuando García Navarro haya ensayado durante otras dos representaciones les saldrá mejor».ABC: Gran teatro, gran música, igual a gran ópera
José Luis GARCÍA DEL BUSTO El caballero de la rosa. Libro de H. von Hofmannsthal y música de R. Strauss.- Versión escénica de J. Miller.- Intérpretes: D. Montague, F. Lott, I. Rey, G. Missenhardt, H. Hagegard, P. P. Iñigo, R. Cassinelli, I. Mentxaka, Coro de la Comunidad de Madrid, Orquesta Sinfónica de Madrid. Dir.: García Navarro.- Teatro Real, 21 de marzo
Inmediatamente después del estreno de «Elektra», primera colaboración del escritor Hugo von Hofmannsthal y el músico Richard Strauss, ambos creadores se pusieron a trabajar en otra ópera. El resultado sería «El caballero de la rosa», que vio la luz, también en la Ópera de Dresde, el 26 de enero de 1911. En el plazo de dos años, los mismos autores abrumaban a los espectadores más sensibles ofreciendo no sólo otra obra maestra inatacable, sino una ópera que, más allá de variar con respecto a las anteriores (recordemos que «Salomé» había precedido a «Elektra»), se situaba en un terreno técnico y expresivo profundamente distante. La genialidad que de manera contundente afirmó el tándem Hofmannsthal-Strauss con la sucesión de estos dos logros, sería confirmada a lo largo de más de veinte años con otros cuatro títulos, felizmente para la historia de la ópera, pues una juntura semejante de calidades teatrales y musicales se ha dado muy pocas veces entre el «Orfeo» de Monteverdi y nuestros días. «Der Rosenkavalier» es un prodigio teatral y musical. O sea, una ópera prodigiosa. Todos y cada uno de los pesonajes son de carne y hueso, nos dicen cosas, nos tocan algo y están dibujados -escénica y musicalmente- con vigor. Son retratos humanos espléndidos que deambulan por la trama argumental siempre creíbles y siempre portadores de una música justa para que la palabra quede bien explícita y hasta profundizada. La música, por lo demás, es bien consciente de sus posibilidades «extra» y Strauss hizo uso genial de esa potencialidad en momentos como el sublime final, cuando la exaltación vital de los jóvenes, siendo humanamente algo tan grande, queda achicada ante la actitud ilimitadamente elegante y generosa, nobilísima, de la Mariscala, sin duda uno de los personajes operísticos más extraordinarios de todo el repertorio. En esta secuencia final, decía, la música de Strauss echa a volar hasta alcanzar altura lírica y dejarnos conmovidos, pese al simpático guiño final con el morito (en esta versión el grupo de niños) que deja flotante el espíritu de Till. Para presentar esta magnífica obra, el Real ha traído el sencillo (e inspirado a la vez) montaje estrenado en 1994 por la English National Opera, que es una coproducción con las Óperas de Los Ángeles, Houston y Nueva York y tiene como artífice principal al talentoso Jonathan Miller. Su apuesta de traer la acción -que los autores situaron en los tiempos de Mozart y la emperatriz María Teresa- a la época de composición de la ópera es, creo, una apuesta ganadora, pues es bien cierto que el clima de nostalgia, las ácidas reflexiones sobre esplendores que se esfuman, esto es, la atmósfera que respira «El caballero de la rosa» son un paradigma de la decadencia, y ese concepto casa perfectamente con la Viena de Freud y Mahler en el término del imperio austrohúngaro. Octavian y la Mariscala aspiran a ser Cherubino y la Condesa, pero una de las genialidades de Hofmannsthal y Strauss consiste precisamente en que, fingiendo reflejar otro, reflejan esencialmente su tiempo. Espléndida representación la que se ovacionó largamente anoche en el Teatro Real. Un conjunto de voces solistas magnífico: Dame Felicity Lott es una de las grandes Mariscalas de nuestro tiempo, si no «la» Mariscala. Con su clase de gran cantante y su porte de actriz encarnó por enésima vez al personaje y lo hizo admirablemente. El Octavian de Diana Montague no es menos bueno: lució una voz fresca, que se proyecta y nos capta, y compuso escénicamente tan complejo personaje de manera sensacional. Nuestra Isabel Rey creo que incorporaba anoche el rol de Sophie a su ya abundante repertorio, y en hora buena lo hizo, pues voz en gran momento, técnica segura y fina musicalidad convergen en una auténtica «creación» del personaje: en el segundo acto colocó admirables agudos y en el inefable terceto final dio la talla junto a las altísimas Lott y Montague. Sólo la propia tensión del momento y los riesgos asumidos por la artista se tradujeron en la no perfecta afinación de la última nota: pero esto es un detalle de crónica, que no de crítica. Redondas las actuaciones de Günter Missenhardt y Hakan Hagegard en sus papeles de Ochs y Faninal, especialmente brillante y atractivo el del primero, que obligó a Missenhardt a recoger en solitario, dos veces, las ovaciones que abrocharon el segundo acto, con las fulgurantes series de valses a cuya gracia expresiva colaboró no poco Itxaro Mentxaka. Pero todos los papeles secundarios, cubiertos por cantantes «de casa» en su inmensa mayoría, estuvieron defendidos con calidad artística encomiable. Igualmente lo fue la de los Coros de la Comunidad de Madrid: el principal, preparado por Julio Gergely, y el de niños que dirige José de Felipe. La Sinfónica madrileña no pudo ocultar la extrema dificultad del arranque de la ópera straussiana, pero enseguida se centró y dio su habitual rendimiento de nivel alto: por ejemplo, la virtuosística introducción al tercer acto resultó muy buena. Tuvo en el podio, controlando todo -el foso y las alturas- al maestro titular, García Navarro. Como allá por diciembre, sin yo preguntar nada (porque no me interesa) me anunciaron que pasaría en «El caballero de la rosa», hubo hacia el director muestras de disconformidad, pero es un hecho objetivo que quedaron ahogadas entre aplausos y bravos. García Navarro desgranó la partitura con evidente conocimiento de todos sus recovecos, respiró adecuadamente con los cantantes y hasta se permitió volar en más de una ocasión. En definitiva, por siete veces se va a escuchar en el Teatro Real una versión de la magistral obra de Strauss de gran valor artístico.

EL MUNDO: EL CABALLERO DE LA ROSA Plata brillante
CARLOS GOMEZ AMAT
Teatro Real. Solistas: Lott, Montague, Missenhardt, Rey, etc. Coro de la Comunidad. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: García Navarro. Strauss: El caballero de la rosa Fecha: 21 de marzo. (***) MADRID.- Algunas veces he discutido el trabajo de ciertos directores escénicos que juegan con las épocas, para «acercar las obras a la sensibilidad actual». La idea es estrambótica, porque las obras son las que son y tienen sus constantes. En este aspecto, nada que decir sobre el director de escena Jonathan Miller. Sobre una escenografía, quizá demasiado simple, de Devison, y con unos estupendos figurines de Blane, Miller traslada la acción desde el siglo XVIII a principios del XX -cuando la ópera fue compuesta- pero el efecto no modifica lo fundamental. Quizá, lo que nos quiere decir Miller que mueve con mucha gracia los personajes, es que Viena no tiene sólo una gran época, sino varias. O una larga época que se divide en momentos. De cualquier modo, los primeros años de nuestro siglo, los de Mahler y de Freud, no son los menos brillantes. Es muy importante la reflexión sobre el tiempo en el libreto de Hofmannsthal, una figura literaria de primer orden, no como aquéllos que los italianos definían como «escritores de versos, indignos de llamarse poetas». Y la música de Strauss es una verdadera maravilla. La rosa de plata, mensaje de amor que da título, es de una plata brillante, y así lució. Las ovaciones han sido de gala. Todo el mundo aplaudiendo con sincero entusiasmo, menos ese pequeño grupo que se autocalifica a sí mismo de «entendido en ópera». Cualquier día vamos a ir a que nos enseñen. Naturalmente, se hacen distinciones, por parte del público, entre los intérpretes. García Navarro, con superior respuesta de la Sinfónica, desentraña la difícil partitura, repleta de finísimos detalles, y se sumerge en el estilo de manera admirable. Muy bien el Coro de la Comunidad, que dirige Julio Gergaly, y el nuevo Coro de niños, que prepara José de Felipe, un especialista. Espléndida Felicity Lott, afortunadísima Diana Montague en su juego ambiguo, magnífico de voz y gesto Günter Missenhardt, y muy dulce nuestra Isabel Roy, así como todos los demás, con nombres destacados, como Paloma Pérez Iñigo y Antonio Gandía. Repito, todo excelente en esta producción en que se han involucrado alemanes, ingleses y norteamericanos. A los que quieren más, o echan de menos no sé qué actividad cultural de no sé qué categoría, les preguntaría yo, como al célebre picador: «¿Qué quedrán?»
 ABC jueves 24 de febrero de 2000
La gran noche de Cristóbal Halffter
Por José Luis García del Busto
Con visible emoción, el maestro Cristóbal Halffter repartió en el escenario abrazos, gestos de aplauso hacia los intérpretes y de gratitud hacia el público durante los largos minutos que duró el aplauso de refrendo a la sesión del estreno absoluto de la ópera que el compositor madrileño ha elaborado durante años de trabajo, en estrecho contacto con su libretista, Andrés Amorós, quien ha estado no solo de acuerdo y en sintonía con el músico, sino en actitud abiertamente servicial, dicho sea en el más positivo de los sentidos, como es el de aceptar -así lo explica el propio Amorós- que en ópera la batuta es del compositor. Largo aplauso, en efecto, aunque el entusiasmo no hizo aparición. El público, masivamente, siguió la representación con respeto y creo entender que con interés, pero sin quedar prendado, que es lo que desemboca en entusiasmo. «Bravos» más o menos aislados saludaron las apariciones del coro y de alguno de los cantantes, crecieron ostensiblemente con el director de escena, Herbert Wernicke, y se reprodujeron al saludar el director musical, Pedro Halffter Caro, y el compositor, mientras que alguna muestra negativa se pudo escuchar al saludar el libretista. Ciertamente había sido una noche de ópera atípica. Comenzó con un pequeño manifiesto contra la violencia leído por megafonía y la invitación a guardar un minuto de silencio por las recientes víctimas del terrorismo etarra. Y luego… una ópera de un solo trazo – de casi hora y tres cuartos de duración- en la que los protagonistas no son personajes sino ideas y en las que no se desarrolla una trama, sino que se reflexiona sobre esas ideas. Los cantantes, coro y solistas, tienen papeles extensos y de enorme dificultad, pero nunca «arias» ni momentos de esos en los que el vencimiento de la dificultad da el inmediato fruto del aplauso gratificante. La orquesta parece tener mayor protagonismo, pero tampoco es así: en rigor, voces e instrumentos son colores de una misma paleta con los que Halffter juega libremente a trazar líneas o manchas, pasajes aéreos u otros de cargante densidad. La expresividad manda, el compositor se ha volcado con clara voluntad -y probablemente el convencimiento- de que ha hecho la obra de su vida, y yo también lo creo, al menos en tanto en cuanto resumen acabado de sus bien conocidos pensamiento, técnica y estética. Con la entregada colaboración del libretista, Halffter ha manejado no ya el Quijote, sino al mismo Cervantes, a Encina, a Cabezón, a San Juan de la Cruz, a las tradiciones musicales y poéticas renacentista y barroca, para dar un producto que, lejos de la conceptuación de «collage», posee indiscutible unidad, cohesión y fluidez. Todo al servicio de ideales de libertad humana y creativa, de fe en la cultura, de reivindicación de la realidad soñada frente a la vulgaridad -cuando no la barbarie- de la realidad en que vivimos. ¿Es esto una ópera?, puede preguntarse quien esté dispuesto a perder el tiempo. El «Don Quijote» de Halffter es lo que es, y da igual cómo se le clasifique. Sí puedo decir que, tras el estreno, saco una impresión negativa con respecto a lo que esperaba encontrar, a saber, un giro del compositor hacia un tipo de lenguaje o de discurso musical propiamente teatral, más específicamente «operístico». Si lo hay, confieso que no me he enterado. Antes bien creo que este «Quijote» posee la misma dramaticidad que la mayor parte de las grandes composiciones sinfónicas y sinfónico-corales del maestro Halffter, que es mucha y honda, pero no de carácter escénico: es, si se quiere, teatro interiorizado o, mejor aún, drama interiorizado. En definitiva, creo en el futuro de la obra, pero la «veo» más en concierto -a manera de cantata- que en teatros, idea que tengo que completar afirmando que el espectáculo que el Teatro Real ofrece es magnífico desde el punto de vista teatral y visual. El trabajo de Wernicke es formidable, sobrio y sabio. MUCHO TALENTO Creo que no hay contradicción entre estas dos afirmaciones: en «Las bodas de Fígaro», por ejemplo, el teatro está en los pentagramas y cualquier director de escena se las ve y se las desea para no estropearlo, para estar a la altura; en este «Don Quijote» el director de escena se tiene que enamorar de la música e «inventar» su teatralidad, pero hemos tenido la suerte -en realidad no es suerte, porque Wernicke no nos ha tocado en una rifa- de contar con un talento grande y volcado en la empresa, que ha dado brillante dimensión (también) escénica a este «Quijote». Imponente la realización teatral y musical. De altísimo nivel las prestaciones del Coro y de la Orquesta Sinfónica de Madrid. Enrique Baquerizo, de profesión sus Quijotes, está soberbio como cantante y actor. Excelente también el Cervantes de Josep Miquel Ramón. Un bravo para Emilio Sánchez (Sancho), vencedor de las dificultades enormes y quizá no evidentes de su papel. Los deliciosos -acaso los más líricos- de Dulcinea y Aldonza están impecablemente defendidos por Diana Tiegs y María Rodríguez. En fin, Jurado, Mentxaca, Perelstein, Jericó, Rubiera y Roldán completan un reparto homogéneo y digno del mayor aplauso. El joven maestro Pedro Halffter Caro, debutante como director de ópera grande, difícilmente podrá olvidar esta representación: controló las enormes masas instrumental y vocal no solo con el entusiasmo y la fe que se le supone, sino con oficio que a quienes seguimos su carrera no puede sorprendernos, sino «solamente» admirarnos. Gran noche de Cristóbal Halffter. Gran noche de los Halffter

EL PAIS Jueves 24 febrero 2000 – Nº 1392
‘DON QUIJOTE’ Bendita locura Don Quijote
De Cristóbal Halffter. Estreno mundial. Libreto: Andrés Amorós. Director musical: Pedro Halffter. Director escénico: Herbert Wernicke. Con Josep Miquel Ramón (Cervantes), Enrique Baquerizo (Don Quijote), Emilio Sánchez (Sancho), Diana Tiegs (Dulcinea), María Rodríguez (Aldonza), Pilar Jurado, Itxaro Mentxaka, Mabel Perelstein, Santiago Sánchez Jericó, David Rubiera y Javier Roldán. Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Encargo de Caja Duero. Teatro Real, 23 de febrero.
JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
Ensayo general en el Teatro Real de Don Quijote, de Cristóbal Halffter (C. Álvarez). Don Quijote, de Cristóbal Halffter, se sitúa dentro de lo que podríamos llamar ópera sinfónica. La importancia del tratamiento orquestal y coral es tan determinante como brillante. Ayer se vio reforzada por un trabajo escénico conceptual y profundo de Herbert Wernicke, de un dominio espacial apabullante y de una enorme riqueza de ideas escenográficas y teatrales. La música y la escena dominaban frente a la voz y la palabra. Es un signo de los tiempos y un motivo de reflexión. Halffter utiliza el mito de Don Quijote como coartada o como pretexto. Siente la libertad de no tener que someterse a la inteligibilidad de la palabra o, dicho de otra forma, de no tener que explicar en detalle una historia que da por sabida. El planteamiento de Halffter es sugerir desde la tensión de los planos sonoros, desde la seducción tímbrica y dinámica, desde el misterio de una continuidad sonora sólidamente construida, desde el diálogo de tú a tú con la historia musical de este país, desde unos acusados contrastes entre lo puramente camerístico y la expresión sonora al límite. Las palabras, el canto, son una ilustración, un complemento. No es, pues, extraño que el tratamiento de las voces no tenga la riqueza del orquestal. Tampoco creo que Halffter lo pretenda. Defiende la autonomía de la música por encima de todo. La reflexión se impone, por así decirlo, a la narrativa. Así consigue en Don Quijote una obra que como pieza musical es extraordinaria, estando más cercana al oratorio con imágenes que a la ópera de corte tradicional. En realidad, poco importan las clasificaciones ante la bondad de la música. El concepto de ópera tiene mucha flexibilidad y hace ya muchos años que se ha vuelto inmensamente hospitalario. Consigue Halffter un trabajo de síntesis de los mejores de toda su obra. Su Don Quijote es más halffteriano que cervantino. Dosifica materiales de aquí y de allá, un poco al estilo de Rossini, dicho esto de modo elogioso. Y en su búsqueda de la utopía siempre queda latente un tono de pesimismo sabio. Impresiona, por ejemplo, su tratamiento dramático-instrumental del coro con una escalofriante evocación de Juan del Encina (Hoy comamos y bebamos), un autor del que Halffter ya se había inspirado en los ochenta con Triste España sin ventura para su obra Versus. Hay pinceladas de san Juan de la Cruz, y se recurre con acierto a la poesía anónima Malferida iba la garza, que ya utilizó el autor en los noventa en el último de los Siete cantos de España. Al final no queda más que el silencio desde los sonidos de un violonchelo, como en el comienzo de su Concierto número dos para este instrumento, pero emulando aquí musicalmente sobre una nota la Bendita locura que canta Dulcinea en escenas anteriores: un punto de luz y esperanza ante las tinieblas del tiempo. Halffter termina su obra en la confidencialidad del humanismo, en la insinuación, en el susurro sin gritos. No favorece en exceso al trabajo de Halffter un libreto con unos materiales de partida estupendos, pero que en su juego de relaciones se vuelve pretencioso y deshilvanado. La recreación de Amorós no acaba de transmitir la sustancia poética de Cervantes. La fuerza de Wernicke Sí ayuda, y de qué manera, el trabajo escénico de Herbert Wernicke, que sigue la música hasta el último suspiro, visualizándola con una precisión milimétrica, entre la intimidad reflexiva y el sentido estético del espectáculo. Todo empieza a la luz de una candela en una esquina, con unas excavadoras que arrojan libros en el foso mientras al fondo se ve la plaza de Isabel II, y termina, después de la aparición de un impresionante caballo alado con dos plumas representando a la muerte, con la fuerza de un escenario desnudo hasta las tripas y que vuelve a prolongarse en la calle. En medio de estas dos imágenes, Wernicke despliega una impresionante dirección de actores que se extiende hasta el personaje más secundario del coro; establece un juego ético con el universo de los libros y, en fin, hace un desarrollo magistral de los personajes de Aldonza y Dulcinea. Los efectos plásticos se suceden con una fuerza y coherencia absolutas. Hay un aire de cuento fantástico, a veces kafkiano, en la narración, pero no se olvidan signos de temporalidad como la calavera, o de multiplicidad estética, como la pluma que puede servir de espada o de palma de martirio. Los cantantes realizan sus cometidos con entrega y asimismo la orquesta, dirigida por Pedro Halffter, con orden y dominio de la amplia dinámica. Las ovaciones más intensas fueron para Cristóbal Halffter y H. Wernicke. La reacción del público fue correcta pero no clamorosa. La calidad del espectáculo merecía una respuesta mucho más entusiasta.
Se guardó un minuto de silencio antes de comenzar la representación de Don Quijote, en solidaridad con las dos últimas víctimas de ETA, leyéndose un fragmento del libreto de la ópera en que Cervantes dice a Don Quijote que su destino es velar para que «ni molinos, ni gigantes, ni corderos, ni ovejas, ni caudillos nos prohibían leer, pensar, sentir o ser distintos». El público siguió la representación como Cristóbal Halffter había recomendado: en absoluta concentración. La enorme expectación previa levantada en torno a Don Quijote, sin precedentes que yo recuerde en una nueva ópera en Madrid, había convertido la última partitura de Halffter en un estreno y también, en cierto modo, en algo más que una ópera. En algo más que un estreno porque el Real sentía cerca, al fin, la posibilidad de ese éxito rotundo que estaba imperiosamente buscando desde casi su puesta en marcha, y en algo más que una ópera, pues, al margen del carisma y la profesionalidad de Halffter, Don Quijote se estaba erigiendo como el punto de lanza, el ejemplo, de una nueva forma de hacer ópera contemporánea en España, con generosidad de medio y altura artística, en igualdad de condiciones con el repertorio más trillado. La curiosa paradoja es que un teatro de óptica conservadora alcance sus mejores logros en una obra de hoy. Pero, en fin, eso es otra historia.

EL MUNDO Jueves, 24 de febrero de 2000
Crítica de ópera: «DON QUIJOTE» (****)
«DON QUIJOTE» Meditación cervantina
ALVARO DEL AMO
Música: Cristóbal Halffter./ Libreto: Andrés Amorós./ Director musical: Pedro Halffter Caro./ Director de escena, escenógrafo, figurinista e luminador: Herbert Wernicke./ Coro y Orquesta Sinfónica de Madrid./ Reparto: Diana Tiegs, María Rodríguez, Emilio Sánchez, Josep Miquel Ramón, Enrique Baquerizo./ Nueva producción del Teatro Real. Estreno absoluto./ Fecha: 23 de febrero de 2000. (****) MADRID.-
El gran escenario del Teatro Real aparece literalmente vacío. Un enorme hueco, el esqueleto de la tramoya y al fondo, tras unos cristales velados, puede verse la plaza de la Opera, con sus coches, transeúntes y autobuses. Desde el profundo pozo negro emerge una enorme montaña de tomos de diferente tamaño, instalada en el centro de la escena durante toda la representación. Al final, volverá a sumergirse en las profundidades mientras un gran caballo alado cabalga o vuela en las alturas con el esplendor obsesivo de un mito perdurable. La ópera en un acto versa sobre el mito cervantino y el libreto declara igualmente inspirarse en ese mito. No se ha buscado la recreación de un relato ni la reencarnación de un drama. Importa el repaso, desde la perspectiva presente, de los aspectos más actuales e inquietantes, urgentes, que sigue planteando hoy la figura de Don Quijote de La Mancha. El famoso hidalgo sigue resistiéndose, varios siglos después de sus aventuras mesetarias, a cifrar el éxito en la riqueza, en la comodidad, en el reducto de una familia feliz. Hemos venido al mundo «a desfacer entuertos», es decir, a lograr la gloria combatiendo la injusticia, la mezquindad, el egoísmo, aunque para ello sea preciso aproximarse a la locura, exponerse a ser apaleado, confundirse a la hora de distinguir el cuerpo carnal de la amada de la silueta ideal de un fantasma. Todo en este Don Quijote se ha concebido como una reflexión sobre el mito; tal perspectiva explica el carácter indicativo del libreto, que renuncia con pudorosa modestia a las emociones de la narración y a los efectos del drama para ofrecer a la música un esqueleto breve y dúctil donde encarnarse. Con una transparencia diáfana y una matizadísima energía, el director de orquesta, hijo del compositor, va desplegando un discurso sonoro admirable. La riqueza de su variedad transita un amplio recorrido. Desde la alusión a melodías pretéritas hasta la controlada indeterminación que los estilos actuales propician, sin dejar de someterse a una funcionalidad sucesiva que permite que la meditación no sólo arroje un fuerte soplo al cerebro dormido, sino que también arañe y agite la sensibilidad. Así, tras un preludio sugeridor y envolvente vamos avanzando, conducidos por la entregada orquesta, los convincentes cantantes y el abnegado coro hasta que la música va disolviéndose en un clímax sucesivo que alcanza cada vez la categoría de lo frenético, culminando en un paroxismo. Hasta la doliente, inteligente, emocionante coda final, un casi solo de violonchelo que sigue pensando y sintiendo cuando Cervantes ha muerto, Don Quijote ha subido a los cielos y Sancho Panza observa melancólico en el proscenio el brazo de la inútil armadura. El estreno, merecedor de los prestigiosos calificativos de mundial y absoluto, fue recibido, tras un relámpago de inevitable desconcierto, con bravos y aplausos para todos.

El «Don Quijote» de Cristóbal Halffter seduce al Teatro Real
Gran ovación en una noche que comenzó con el homenaje a las dos víctimas de ETA
RAFAEL ESTEBAN
MADRID.- Diez años de trabajo han merecido la pena. Al menos para los asistentes al Don Quijote anoche del Teatro Real de Madrid que premiaron con una prolongada ovación el estreno de la ópera de Cristóbal Halffter. El compositor había manifestado en los días previos al debut de la obra que «a lo mejor no salía nadie del teatro cantando la ópera» pero la verdad es que no fue necesario este hecho para que el público mostrara su satisfacción por el acontecimiento al que había acudido. Entre los asistentes se encontraba el director del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (Inaem), Andrés Ruiz Tarazona, que calificó el espectáculo de Halffter de «inmejorable y magnífico». El melómano vertía elogios por todas partes con una excepción: el libreto. Para Ruiz Tarazona, el texto escrito por Andrés Amorós pecaba de «exceso de brillantez», con demasiadas citas del libro «que no todo el mundo entendía». El viceconsejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, José Antonio Campos, no ponía ninguna tacha al espectáculo. Para Campos, Don Quijote había sido «un acontecimiento comparable al de cualquier recinto del mundo». Tambíén para Ignacio Amestoy el largo periodo de creación de Halffter y Amorós había merecido la pena. El dramaturgo tan sólo se lamentaba de que parte del público no hubiera entrado en una propuesta que muestra «un mundo al borde de una nueva Edad Media». La nueva Edad Media no sólo estuvo presente sobre el escenario del Teatro Real. Al comenzar la función, Iñaki Gabilondo leyó un comunicado de condena por el asesinato el martes del parlamentario vasco del PSOE Fernando Buesa y el ertzaina Jorge Díaz, un texto que habían escrito los trabajadores del recinto madrileño. «Y escucharán decir a Cervantes, esta noche, que nuestra tarea consiste en «velar para que ni molinos ni gigantes, ni caudillos nos prohíban leer, pensar, sentir, elegir nuestro camino»», dijo el periodista, que a continuación solicitó un minuto de silencio en memoria de las dos últimas víctimas de ETA. Precisamente el duelo por los dos asesinados hizo que los Duques de Lugo no asistieran al estreno. A continuación comenzó la obra con la aparición de dos excavadoras sobre un escenario que permitía ver, al fondo, el tráfico real de la plaza de la Opera. Las máquinas de madera empezaron a soltar libros a un foso que, una vez colmado de ejemplares, fue una presencia inquietante durante toda la obra para recordar a la sociedad que la vieja barbarie sigue presente. La puesta en escena de Herbert Wernicke recibió una gran ovación al final, igual que el compositor, el director de orquesta -su hijo Pedro Halffter Caro- y Don Quijote (Enrique Baquerizo).
«DON QUIJOTE» / HALFFTER TRIUNFA EN EL TEATRO REAL CARLOS GOMEZ AMAT
El compromiso con una época
No debemos hablar de culminación, puesto que un hombre de pensamiento, en nuestra época, tiene todavía mucho que decir a los 70 años. Esta ópera de Cristóbal Halffter, en colaboración con la profunda cultura literaria de Andrés Amorós, quizá no sea la culminación de ideas y de estilo, pero sí representa una importante batalla en una guerra ya larga. La guerra de Cristóbal contra todo lo que considera injusto y contrario a la profunda e irrenunciable libertad de hombres y mujeres. Los autores toman el símbolo de lo que es simbólico, y convierten en simbólico lo que no lo es. Lo que nos dicen está, sin embargo, muy claro. No hay que apuntarse al rebaño de Alifanfarón ni al de Pentapolín. Es necesario, en suma, aceptar la soledad del independiente. Que sean molinos o gigantes es igual, porque tanto nos oprimen los unos como los otros. Alguien, demasiado apegado a formas y a fórmulas, podrá decir que esto no es una ópera. Pero la ópera, en su historia, tiene mil formas. Unamuno, aduciendo que Manuel Machado había escrito un sonite, llamó nivola a uno de sus libros más geniales. No creo que haga falta inventar palabra alguna para denominar al nuevo fruto del espíritu escénico. Cristóbal Halffter no es solamente uno de los más grandes de la Generación del 51, sino el que estableció esa denominación que hizo fortuna, y a la que todos nos atenemos al tratar de la música española de este siglo. A él le parecía importante esa fecha, que es la final de sus estudios académicos y la del principio de un verdadero anhelo de asomarse al mundo. Nosotros aceptamos la cifra, no tanto por su exactitud como por su valor ideológico. La significación de Cristóbal Halffter, como artista y como hombre, excede a la de un creador de música, para tomar la del individuo dotado, naturalmente a escala humana, de una especie de don profético y de un cierto espíritu de redención. Buena prueba de ello son muchas obras importantes, señaladas por un carácter, si se admite la paradoja, de agresión contra la violencia. No ha tenido nunca el compositor vocación de pasividad, sino de lucha continua. Quiere ir a la paz y a la serenidad a través del combate y del impulso. Hasta en su Noche pasiva del sentido, lejos de recrearse en la contemplación mística de San Juan de la Cruz, intenta y consigue inquietar nuestra alma. Los motivos extramusicales, que los hay, no pertenecen al mundo visual o auditivo. Pueden ir desde la reflexión humana a la especulación metafísica, y pasan por el molino mental para producir el más puro producto. Por eso la música resulta tan auténtica y se mantiene, sobre todo, en su propia esencia, aunque tantas veces lleve una intención social. Ha luchado y lucha Cristóbal, por encima de todo, con la injusticia, la intolerancia y el fanatismo, que son los más duros aspectos de la violencia. Con seguridad, contra la célebre frase goethiana, para él la injusticia es desorden. La voz del espíritu no puede silenciarse, si no es temporalmente. El esfuerzo permanece, y el tiempo restituye. Nuestro músico contribuyó como muy pocos a la busca del tiempo perdido en la cultura española. La universalidad que le caracteriza tiene su raíz en una pura españolidad. Cristóbal es un artista español, lejano, desde luego, a todo estrecho y viejo nacionalismo. De una forma o de otra, encontraremos en su obra ese barroquismo hispánico que estaba presente en nuestro mundo popular y también en el culto, desde muchos años antes de que se utilizara la palabra barroco. A veces -muchas veces- sus obras más importantes son grandes reflexiones sobre su patria. Sobre España como problema, que no es lo mismo que el conjunto de problemas de España. Estos quizá se puedan resolver, de una u otra forma, pero el gran problema de la identidad española se presenta como un misterio. La única salida es aceptar lo que se deba y protestar o gritar contra lo demás, que nos duele. Hoy, cuando se siguen quemando libros o matando seres humanos, cuando las ideas se siguen utilizando como hachas, es importante que existan obras singulares. Las que hacen suya la razón de los vencidos y, como antes he dicho, la soledad de los independientes.

ABC domingo 20 de febrero de 2000
Demasiado Brahms para un gran pianista José Luis GARCÍA DEL BUSTO
Que el coreano Yung Wook Yoo es un magnífico pianista está fuera de toda duda. Muchas veces ha encontrado el lector de ABC opiniones sumamente positivas sobre su capacidad pianística y musical, desde que ganó en 1998 el Concurso de Santander hasta esta misma semana, cuando Antonio Iglesias comentó el ambicioso recital de Yoo en el Ciclo de Cámara y Polifonía. Vaya esto por delante para que quede situado en su sitio justo lo que debo ahora decir, a saber: el monumental «Concierto en Si bemol mayor» de Brahms es obra cuyas notas no ofrecen al joven pianista ningún problema que no haya resuelto con suficiencia, incluso con holgura, pero es música en cuyas hondas emociones tiene Yoo mucho que bucear todavía. Los pentagramas fueron dichos con alto nivel técnico, pero la interpretación se beneficiará de la previsible maduración artística y musical del ya gran pianista. Un acompañamiento orquestal correcto, aunque algo tosco, como si la ONE y Frühbeck hubieran confiado en exceso en que el «Segundo» de Brahms nos lo sabemos al dedillo -cosa tan cierta como que estas grandiosas obras maestras son nuevas cada vez que se hacen y se escuchan- dio paso a una mejor, mucho mejor versión de la «Primera Sinfonía» del propio Brahms, donde, más allá de la corrección, hubo voluntad de penetrar en los contenidos expresivos y de volar en los pasajes líricos. Grandes ovaciones se escucharon al final de cada parte, y el maestro Frühbeck levantó a los brillantes solistas: naturalmente, el violonchelista Salvador Escrig (en el «Concierto») y el concertino Víctor Martín (en la «Sinfonía») fueron principales destinatarios del aplauso.

EL PAIS Lunes 21 febrero 2000 – Nº 1389
El entrañable Brahms de Yung Wook Yoo y Frühbeck Orquesta Nacional de España . Enrique Franco
Director: Rafael Frühbeck de Burgos. Solista: Yung Wook Yoo, pianista. Obras de Brahms. Auditorio Nacional. Madrid, 18, 19 y 20 de febrero.
LA RAZÓN. TARDE DE LECCIONES
Obras de Brahms. Yung Wook Yoo, piano y Orquesta Nacional de España. Director: R. Frühbeck de Burgos.
Obras de Beethoven. Lluís Claret, violonchelo y Josep María Colom, piano. Auditorio Nacional de Madrid, 19 de febrero.
En apenas dos horas los que quisieron pudieron comprobar una vez más el sábado pasado los muy variados caminos de la música. En la Orquesta Nacional se ofrecía un programa Brahms, que fue dirigido por Rafael Frühbeck de Burgos con la solvencia que le caracteriza. Dado que el director burgalés nos ha obsequiado muchas veces con su Brahms, el atractivo real del concierto para un crítico era conocer al joven pianista coreano Yung Wook Yoo, ganador de la última edición de Concurso Internacional de Piano de Santander.
El segundo concierto para piano de Brahms es sin duda uno de los más difíciles del repertorio ya que a las cuantiosas dificultades técnicas se unen las de amplio volumen sonoro y alto contenido musical y expresivo. Para alguien de apenas veinte años es un riesgo excesivo, perfectamente evitable. Wook Yoo se arriesgó y, con ello, dejó claro que posee esa técnica envidiable de prácticamente todos los jóvenes que se presentan a los concursos y, también, la misma ausencia expresiva y comunicativa de la que hacen gala. En otras palabras, no se le escuchan pufos, pero tampoco surge la música. En su Brahms no pasó nada de nada. Y es que interpretar, que no tocar, implica una transmisión de vivencias, una madurez que los jóvenes, encerrados entre escalas, raramente pueden poseer. Que estudien, que vivan y que sólo después se atrevan ya con ciertas obras es sabio consejo.
La otra cara de la moneda se vivía en la sala de cámara del mismo Auditorio Nacional, en lo que era el cierre del ciclo Beethoven del VIII Liceo de Cámara y al que quien firma se desplazó para su segunda parte. Allí Lluís Claret y Josep María Colom hicieron música con las beethovenianas «12 Variaciones en Sol mayor WoO 45» sobre un tema del «Judas Macabeo» de Haendel y con la «Sonata nº.5 en Re mayor, Op.102 nº.2». Ambos, perfectamente compenetrados, con buen trabajo previo y con la demostración de un profundo amor a la música nos deleitaron con la belleza del arte y la comunicación por encima de esa técnica que, existiendo, no es el centro de atención puesto que se haya al servicio de la expresión. La música tiene muchos caminos pero ellos toman uno, si no el más adecuado. El público disfrutó la ejecución en silencio ejemplar y se explayó a su fin. Bravo. Gonzalo ALONSO
ENRIQUE FRANCO Un programa doble dedicado a Brahms resulta hoy hasta original y se recibe con verdadero placer. Si lo interpreta la Orquesta Nacional, de historia brahmasiana tan acusada, y lo dirige Rafael Frühbeck de Burgos, la visita del hamburgués de las luengas barbas no ofrece problema: la noble belleza llegará puntual, inteligente y expresiva. Todo lo cual alcanzó en la Primera sinfonía en do menor (estrenada en Karlsruhe, en 1876 y traída a Madrid por Arbós treinta años después) niveles de excelencia, tanto por la firmeza constructiva como por el discurso sensible y melancólico («la melancolía de la impotencia» aseveraba Nietzsche para demostrar que los grandes pensadores pueden decir tonterías). El gran poema lírico en cuatro cantos, luminoso, enérgico, sentimental pero nunca quejumbroso, tuvo en el maestro castellano una realización madura y trascendente. El triunfo fue total. Escuchar el Concierto número 2, en si bemol, ultimado por Brahms en Pressbaum, cerca de Viena, cuando todavía tenía en la retina de sus ojos la «dulce, inteligente luz toscana» -como escribiera Valery-Larbaud- es también feliz experiencia. En este caso la tensión previa de la audiencia se acrecentaba pues era solista un muchacho coreano de 21 años que se hizo en 1998 con el Gran Premio Paloma O’Shea. Como su técnica es dominadora y preciosista y su talento musical de primer orden, sólo faltaba comprobar la asimilación del estilo, o mejor aún, la sustancia de unos pentagramas de otras tierras y otros ámbitos geográficos, históricos y conceptuales. La versión tuvo exquisita hermosura y el sonido de Yung Wook Yoo se beneficia de un sutilísimo empleo del pedal. Quizá el talante de la materia, el ideal sonoro, no ha cuajado aún en la hondura y densidad que Brahms requiere, pero esto llegará sin tardanza. Por otra parte, quienes preferimos descubrir que repetir, seguimos con interés extremado la propuesta del que será, sin duda, uno de los grandes pianistas del siglo XXI, pues en definitiva, ser diferente no es, en principio, ni bueno ni malo, sino, en todo caso, afirmación de una personalidad propia, de una imaginación personal como la que posee Yung Wook Yoo. Su Andante si ciñó al «espíritu sereno y meditativo» que subraya Hontañon en sus notas de programa. Frühbeck, ya lo sabemos, es colaborador notable de los solistas y más aún en estos conciertos monumentales en los que la idea de una sinfonía con piano obligado asoma sus perfiles una y otra vez. Madrid aplaudió al maestro y al pianista.
Ibermúsica
MASUR, FUERZA A RAUDALES
Obras de Prokofiev, Gershwin y Ravel. Orquesta Filarmónica de Nueva York. Director: K.Masur
Segundo concierto de Masur con la Filarmónica de Nueva York y segundo éxito. Tras las obras de Gobaidulina y Bruckner de la jornada anterior presentaron un programa de aquellos que se pueden bautizar como «de cara a la galería». Nada menos que una selección del siempre efectista y efectivo ballet «Romeo y Julieta» de Prokofiev, otra selección del «Porgy and Bess» de Gershwin y, como traca final, «La Valse» de Ravel. Son todas ellas obras en las que puede lucirse una gran orquesta como lo es la Filarmónica de Nueva York y los americanos se lucieron. Una vez más se nos mostraron como un conjunto de grandes calidades en todas las secciones. En el inicio de los «Montescos y Capuletos» nos sobrecogió el sonido lleno y pastoso de los violonchelos y es que la cuerda grave es especialmente destacable. A violines y violas les falta un punto de calidez. Luego fueron las maderas, con estupendas prestaciones de oboes y clarinetes, quienes nos dejaron admirados en el pasaje más lírico de la anterior pieza o en las siguientes «Menueto» y «Máscaras». Todo ello sin olvidar las estrellas de la sesión: unos metales apabullantes cuya agresividad encaja bien con la violencia de las danzas de Prokofiev. Sin embargo Masur, que dirigió sin atril y sin batuta, no calibró bien la siempre problemática acústica del Auditorio Nacional para con esta sección y su sonido, a veces hasta hiriente, se alzó con frecuencia de forma excesiva sobre el resto de la orquesta, apagando sobre todo la cuerda.
Por lo demás versiones que seguían la tónica habitual del director, correctas pero también mejorables. Así, por ejemplo, la misma muerte de Tebaldo pareció más causada por el aplastamiento de un tanque que por un duelo de espadachines. Resultó excesivamente lenta y pesada. El «Cuadro sinfónico» de «Porgy and Bess» no nos trajo todo el encanto jazzístico de la partitura de Gershwin y desde luego un Bernstein o un Maazel nos habrían brindado otra lectura mucho más fresca. En cambio superó las expectativas en «La Valse» raveliana, manteniendo su espíritu original y zambulléndonos en la vorágine final. De propina, un nuevo vals. Gonzalo ALONSO
EL PAIS . FILARMÓNICA DE NUEVA YORK New York, New York Orquesta Filarmónica de Nueva York
Director: Kurt Masur. Obras de Prokofiev, Gershwin y Ravel. Ciclo 30º Aniversario Orquestas del Mundo de Ibermúsica. Auditorio Nacional, Madrid. 26 de enero. JUAN Á. VELA DEL CAMPO
La mítica y jovial Filarmónica de Nueva York compareció para su segundo concierto madrileño en Ibermúsica con la idea de que ya había hecho los deberes con solvencia el día anterior, y presentó un programa en el que primaba la concepción festiva desde la opulencia del sonido. Los deberes, en términos musicales, eran la resolución de una gran sinfonía -la imponente Séptima de Bruckner- y la música para dos violas de Sofía Gubaidulina. Tenían libertad, y la aprovecharon, para darse un banquete sonoro con suites procedentes del ballet, de la ópera e incluso, a su manera, del vals. Tenían derecho a lucirse y, claro, se lucieron. Mantiene viva en su esplendor la Filarmónica de Nueva York una manera inconfundible de explicar, de mostrar, casi didácticamente la música. Debe ser que el espíritu de Leonard Bernstein aún no ha muerto y la dimensión comunicativa permanece incluso con frescura y espontaneidad. Luego está el fabuloso sentido del espectáculo que posee la orquesta, su brillante forma de hacer música desde cada instrumento, desde cada grupo, atenta siempre al equilibrio y la compensación de planos. Todos estos parámetros confluyeron en una selección de números del ballet Romeo y Julieta, de Prokófiev, donde los matices de la música más ligados a la danza quedaban relegados en beneficio de la apoteosis orquestal. Y, orquestalmente, aquello sonaba maravillosamente, golpe a golpe, verso a verso, que diría el poeta. La reacción de gozo saltaba inevitablemente al instante, y uno se descubría abandonado al hechizo de una alegría sonora que evocaba, vaya usted a saber por qué, imágenes de resonancias cinematográficas y cosmopolitas. Se esperaba que en el cuadro sinfónico de Porgy and Bess deslumbraran. No hubo sorpresas: deslumbraron, y de qué manera, con un desparpajo y un virtuosismo apabullantes. Y se tenían dudas sobre qué iban a hacer con La valse, de Ravel, y, en efecto, fue allí donde bajaron el nivel, entre otras razones porque no encontraron el grado necesario de idiomatismo y de sentido del humor, con lo que aquello sonaba un poco pretencioso, lánguido y hasta superficial, sin renunciar por supuesto en ningún momento a la excelencia sonora. Con unas y otras cosas, el concierto dejó en la audiencia una sonrisa colectiva y una sensación de bienestar.
EL MUNDO.KURT MASUR Cuando todo es bueno
Orquesta: Filarmónica de Nueva York./ Director: Kurt Masur./ Obras: de Prokofiev, Gershwin y Ravel./ Escenario: Auditorio Nacional, 26 de enero. CARLOS GOMEZ AMAT MADRID.-
La Orquesta Filarmónica de Nueva York es una de las que cuentan con más larga y gloriosa tradición, no sólo en los Estados Unidos, sino en el mundo. Fundada en los años 40 del siglo XIX, prestigiosa por su calidad desde la primera época, realizó una formidable labor cultural en su país, estrenó allí muchas páginas de la gran música histórica y tuvo ocasión de actuar, dejando aparte a los grandes directores profesionales, con figuras de la música como Dvorak, Chaikowsky, Mahler o Richard Strauss. A lo largo de los años, esa gran línea se ha mantenido, y hoy la Filarmónica es una agrupación deslumbrante. Todo es bueno, desde los solistas, cuando destacan, hasta la sonoridad y coherencia del conjunto. Todo es, también, envidiable, pero especialmente la rotundidad afinada de los bajos, que sustenta el edificio armónico. En el primer concierto de Ibermúsica, se han interpretado obras del ahora inevitable Bruckner y de la rusa Gubaidulina que, además de ser buena, tiene suerte y ha caído bien. El segundo concierto, que se comenta, ha estado presidido por el signo de la danza. Confieso que no tengo muy buenos recuerdos del titular de la Filarmónica, el alemán Kurt Masur, un veterano de cuya formación y eficacia no se puede dudar. Siempre me ha parecido un artista más atento a la exactitud y a la cuadratura, que al refinamiento y al vuelo espiritual. Sin embargo, reconozco sus aciertos en este programa. La suite de Romeo y Julieta de Prokofiev, que se nos ofrece en distintos órdenes, se oye demasiado, pero siempre queda bien ese baño de tonalidad. Es bonito, con detalles instrumentales curiosos, el cuadro sinfónico de Bennett sobre Porgy and Besa de Gershwin. El ordenado Ravel concibió la danza como un torbellino. Así es la Viena de La valse, que Masur dibujó con fidelidad, gracias a la orquesta deslumbrante. De propina, un vals sereno de Chaikowsky.

La Razón . domingo 16 de enero de 2000. Javier Casal y Llorenç Caballero, posibles candidatos para La Zarzuela y el Liceo. G. P.
El Teatro de la Zarzuela no ha permanecido ajeno durante estos días a los vaivenes de la actualidad. Tras la salida de Emilio Sagi, el pasado 31 de diciembre de la dirección del centro, la plaza quedaba vacante. En noviembre sonó en los mentideros musicales (e incluso hubo contactos con el Ministerio) el nombre del empresario teatral aregentino Ariel Goldenberg. Finalmente, la oferta no cuajó. A Goldenberg le seguiría a principios de enero Plácido Domingo, que se mostró encantado con la oferta del INAEM, aunque la alegría duraba poco y esta semana Andrés Ruiz Tarazona, director general del mencionado organismo, anunciaba que el tenor no podría ocupar el puesto (Domingo no se ha pronunciado aún sobre el tema). Lista abierta Nuevas conversaciones, esta vez, en la dirección del italiano Alberto Zedda, que se reunirá esta semana con Ruiz Tarazona, aunque parece poco probable que acepte debido a la incompatibilidad del cargo con la dirección del Festival de Pessaro. La lista se cierra -de momento- con el nombre de Javier Casal, que ha estado siempre en la reserva. Es el actual director técnico de la Orquesta y Coros Nacionales de España y fue director del Palau de Valencia. El problema radicaría en encontrar un sustituto para su cargo. En el Liceo, y tras la renuncia de Josep Caminal, se baraja el nombre de Llorenç Caballero, gerente de la Joven Orquesta Nacional de España, vinculado a la firma discográfica y editorial Tritó. Es miembro del patronato de la Orquesta Nacional de Cataluña y está próximo a los sectores culturales de CiU. En Valencia, también hay movimiento: se confirma el nombramiento de Helga Schmidt como directora artística Teatro de la Ópera, actualmente en construcción. Ha ocupado puestos de relevancia en el Covent Garden. Las buenas relaciones que mantiene con el músico J. M. Cano han hecho posible que su nombre fuera recomendado por éste a Cortés, quien lo puso en conocimiento de Eduardo Zaplana.

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