Crítica: Capuçon, demasiado humano
Humano, demasiado humano
RECITAL DE GAUTIER CAPUÇON (violonchelo). Samuel Parent (piano). Programa: Obras de Debussy, Brahms y Rajmáninov. Lugar: València, Palau de la Música. Entrada: 1.200 espectadores. Fecha: Miércoles, 18 diciembre 2018.
Abundan los nombres y los grandes nombres en el violonchelo francés. Paul Tortelier, Pierre Fournier, Maurice Gendron, André Navarra o, ya en nuestros días, Jean-Guihen Queyras o Emmanuelle Bertrand son puntales de la más que centenaria escuela violonchelista gala, o más exactamente, de la brillante tradición de grandes solistas que desde que el violonchelo es violonchelo ha lucido la música francesa. Gautier Capuçon (Chambéry, 1981) es uno de los últimos valores de tan virtuosa dinastía instrumental, cuyos muchos miembros, sin embargo, apenas tienen en común la nacionalidad y hablar el idioma portentoso de Molière.
Capuçon llegó a València, a su Palau de la Música, discretamente acompañado por Samuel Parent, un pianista de medios tan sólidos como monocordes, para el que el mundo misterioso de Debussy no difiere de la vena romántica de Brahms o del virtuosismo en sí mismo expresivo de Rajmáninov. Fueron ellos los tres compositores escogidos por Capuçon para su actuación valenciana. Un concierto frío y destemplado, en el que parecía que todo iba a transcurrir con la monotonía y falta de implicación que devaluó una versión de la Sonata de Debussy ajena al genio creativo del creador de La mer y al talento interpretativo de quien está considerado como uno de los grandes del violonchelo contemporáneo.
Después del traspié inicial, Capuçon se adentró en el universo iluminado y joven del Brahms que con apenas 32 años compone su primera sonata para violonchelo. La calidad del sonido, la afinación asombrosa, los ataques claros y perfectos, la articulación fiel a un fraseo ortodoxo y maravillosamente calibrado, fueron cualidades de una versión que, sin embargo, adoleció de lo más esencial y fundamental: tensión dramática, lirismo, efusión, calor, color y aliento romántico. La tocó como si fuera Debussy, Rajmáninov o La violetera. Con la asepsia y distancia con la que un cirujano observa la carne que tiene que seccionar. Admiró y fascinó el dominio instrumental tanto como irritó la tibieza y hasta gelidez con que trató la obra de arte.
La segunda parte, toda ella integrada por la Sonata de Rajmáninov, prometía lo peor después de una primera parte que el valenciano Joaquín Rodrigo hubiera tildado “propia de subsecretarios”. Y, efectivamente, así comenzó, con un Allegro moderato que parecía entendido desde los mismos unitarios parámetros estilísticos que marcaron los “burocráticamente” dichos compases de Debussy y Brahms escuchados antes del intermedio. Pegado a la partitura y con el piano uniforme de Parent como fondo excesivo (hasta el punto de tapar en ocasiones al propio violonchelo), Capuçon mantuvo esa distancia glacial que marcó una actuación que él mismo no recordará entre sus mejores tardes.
Pero de repente, tras tantos minutos anodinos, ¡surgió el artista! y el virtuosismo dejó la rutina y tomó razón de ser. Fue en el tercer movimiento, en el Andante, donde por fin asomó el gran Capuçon, quien se metió en faena cual Curro Romero en tarde complicada. El lirismo, el canto del alma, el inconfundible universo tardorromántico de Rajmánivov y la intensidad más honda asomaron por fin para que la música, el prodigio de la música, corriera y se impusiera sobre tan plúmbea tarde. Fue el preludio de un final en mayúsculas, en el que el artista, por fin rey de su talento y de su naturaleza, regaló fuera de programa dos fragmentos tan disímiles pero ambos portentosamente recreados como la sacarinosa Meditación de Thaïs de Massenet y el fogoso Allegro de la Sonata en re menor de Shostakóvich. Fue el cara y cruz de un artista que mostró en València lo mejor, pero también lo más anodino de su arte. Humano, demasiado humano, que tituló el compositor Nietzsche. Justo Romero
Publicado en el Diario Levante el 20 de diciembre.
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