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PROFESIONALIDAD EN UN SOBRESALTADO ELIAS
Por Publicado el: 10/05/2012Categorías: Crítica

Cyrano, defensa de los insustancial

DEFENSA DE LO INSUSTANCIAL

Alfano: “Cyrano de Bergerac”. Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Ángel Ódena, Michael Fabiano, Doris Lamprecht, Franco Pomponi, Laurent Alvaro, Christian Helmer y otros. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real. Director musical: Pedro Halffter. Director de escena, escenógrafo e iluminador: Petrika Ionesco. Coproducción Real-Châtelet de París. Teatro Real. 10-5-2012.
No cabe duda de que si esta ópera se representa hoy en escena es gracias al impulso de dos tenores como Roberto Alagna y Plácido Domingo, que ven en ella una plataforma de lucimiento. ¿Vale la pena exhumar una obra olvidada durante años y no precisamente maestra? La partitura es fronteriza, de un eclecticismo reconocible y da pie al lucimiento de un tenor lírico ancho o un lírico spinto, espina dorsal de una narración inundada de una poesía a veces superficial pero resultona. El dúo del segundo acto o la evocación de la Gascuña del tercero y, en fin, la elegante muerte del cuarto son páginas muy bien tratadas por el compositor y que dan ocasión al cantante a exhibirse. Los toques impresionistas, que bañan, por ejemplo, el comienzo del cuarto acto, aun miméticos, son eficaces.
Como de costumbre, Domingo, ahora en un papel propio de su cuerda, ha cosechado en el Real un gran triunfo, en parte justificado. No hay duda que el cantante se trabaja lo indecible el papel del narigudo, en una constante y nerviosa actividad, que demuestra sus grandes condiciones físicas, algo más lento de movimientos que hace unos años. Otra cosa es el canto puro y duro. La partitura no es fácil y exige del protagonista una plena actividad vocal, un énfasis singular para las frases líricas a flor de labio y una valentía y franquía en la zona alta que Domingo, hoy por hoy, teniendo en cuenta su edad, no está en condiciones de prestar. Como denotan algunos cortes y ostensibles bajadas de tono de ciertos pasajes. Lo mejor de su actuación fue la muerte, muy expresiva, pero ya con poco resuello. Todavía, en algún sol o la bemol agudo, el timbre suena limpio y penetrante, sin el acostumbrado engolamiento. En el centro la voz oscila peligrosamente, al tiempo que necesita respirar con más frecuencia.
Las escenas del primer acto, como la “Balada del duelo”, no tuvieron por ello la brillantez deseada; como tampoco la tuvo la orquesta, lógicamente más mortecina como consecuencia de las transposiciones, que en algún caso afectaron a Ainhoa Arteta, acreedora de un merecido éxito. A la voz le falta un poco de cuerpo para dar con el dramatismo y enfrentarse a un orquestón que incluye un piano. Se mostró decidida en la zona alta, con agudos valientes, aunque aquejados de cierta estridencia y excesiva vibración. Como Domingo, no pareció saberse del todo su parte: había apuntador y los sobretítulos y títulos laterales estaban en español y, curiosamente, en francés. Michael Fabiano fue un Christian bastante soso, con emisión irregular, no bien asentada, aunque con medios suficientes para encarnar al (falso) amor de Roxane. Ódena, un poco ahogado en la zona inferior, compuso un excelente De Guiche, lo mismo que Christian Helmer defendió con soltura y timbre penumbroso su Le Bret.
El extenso reparto –hasta catorce personajes- tuvo sus lógicas desigualdades, pero el nivel fue decoroso. Estupendo, viril, seguro y rotundo el coro; al igual que la orquesta, que sonó compacta, con el problema apuntado más arriba. Pedro Halffter, siempre afín a estas músicas fronterizas, reguló bien las dinámicas y mimó especialmente a Domingo. Mantuvo el nervio y la energía epidérmica que piden tantos pasajes de masas y anduvo fino en el delicado cierre. Todo se movió en una aparatosa puesta en escena de época, con decorados corpóreos, lejos de cualquier veleidad poética. En ciertos momentos el follón fue considerable. Nada defendible el anticuado decorado del dúo del balcón, con demasiada luz además, y bastante risible la resolución del final del tercer acto, con la llegada de los españoles y su bandera al viento. Arturo Reverter

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