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Por Publicado el: 07/07/2019Categorías: Colaboraciones

Elogio de la heterodoxia

Elogio de la heterodoxia:

Recientemente el autor Gonzalo Alonso publicó en este mismo medio dos artículos en los que atacaba, sin apenas mencionar casos, muchas de las producciones planteadas por los actuales escenógrafos. Más concretamente, el autor incidió con una insana fijación en la promiscuidad que, según sus propias palabras, el “lobby lírico gay” había convertido en recurso constante. En respuesta a aquel artículo, no pretendemos ni por asomo hacer una férrea y generalizada alabanza de estas nuevas propuestas, pero sí defender una necesaria cautela.

Tomaremos como clara referencia al controvertido belga Gerard Mortier, figura fundamental en la renovación escénica europea, director artístico del Teatro Real madrileño desde 2010 hasta su muerte en 2014. Un corto mandato que, no obstante, supuso un giro radical para la ópera española. Mortier quiso situar Madrid en el mapa y sin ninguna duda lo logró. Para ello, no solo recuperó títulos difícilmente programables y encargó radicales nuevas propuestas, si no que igualmente supo rodearse de un corpus artístico heterogéneo que, a pesar de la protesta que despertó en cada uno de sus planteamientos escénicos, supuso una pieza clave para revalorizar internacionalmente el foso madrileño.

A pesar de las innumerables entrevistas que Mortier concedió en vida, con un castellano que dominaba a medias, lo cual llevó a numerosos malentendidos con el público, resulta de mucho mayor interés consultar los dos únicos libros publicados en castellano que él firmó: Dramaturgia de una pasión (2010) y el póstumo In audatia veritas (2015).

Igual que, a lo largo de la historia del arte, numerosos pintores han representado los mismos asuntos modificando los soportes, materiales, técnicas, composiciones y estéticas, pretender que el mundo de la escenografía quede fosilizado en un repetitivo conservadurismo es un sueño ciertamente indeseable. “Yo soy yo y mis circunstancias”, afirmaba Ortega, y las circunstancias culturales varían para la desgracia de algunos. No podemos obviar que el Teatro Olímpico que el arquitecto Andrea Palladio construyó en Vicenza reproducía en el interior de la sala, de manera ilusionista, la arquitectura real de la propia ciudad. Lo que en él se representase, simbólicamente, debía ser visto como un reflejo de la vida ordinaria. Hoy esa vida es muy distinta de la de un espectador del siglo XVI, pero también de la de un espectador de mediados del siglo pasado.

Mortier siempre lo tuvo claro, y de ahí que, al hablar del teatro de Büchner, afirmase con rotundidad: “para él, la función del arte no es la de embellecer el mundo, si no la de describirlo para inspirar compasión sobre la situación de los más desfavorecidos”. En lugar de centrar la atención en la clase dominante y normativa, cuyas condiciones de vida no podríamos considerar del todo desfavorables, tanto Büchner como Mortier optan por centrar la atención en la clase dominada y desheredada, en aquellos colectivos que, por diversos motivos, viven aun la exclusión y marginación: extranjeros, musulmanes, mujeres aun víctimas de la sociedad y las relaciones machistas, gitanos o el colectivo LGTBIQ+. El reparo que en muchos espectadores puede ocasionar ver precisamente estas realidades sobre el escenario reafirma aún más la necesidad de estas propuestas escénicas. Que un beso entre dos mujeres, o entre un amo y un criado, genere tanta rabia no hace más que demostrar la marginación, persecución y continuo juicio social que estas personas sufren en la polis real al salir del teatro. Tal vez, por este motivo, tras el Tristán wagneriano, el amor romántico por antonomasia, heterosexual y normativo, Mortier decidiese estrenar nada menos que la versión operística de Brokeback Mountain que compuso el compositor Charles Wuorinen, una relación amorosa sodomita y censurable que despertó gran recelo entre el público madrileño.

Brokeback-Mountain-Wuorinen

Brokeback Mountain de Charles Wuorinen

No obstante, es tal la invisibilidad de estas realidades dominadas que pocas óperas podríamos encontrar en el repertorio habitual en las que estos personajes estuvieran reflejados, menos aun con un papel protagonista en la trama: la Condesa Geschwitz de Lulu, los “residuos humanos” de la Mahagonny de Weill, los aztecas del Montezuma de Graun o de La Conquista de México de Rihm, el leproso de San Francisco de Asís, la Lady Macbeth maltratada y violada en una violenta hacienda rusa, el pobre poeta homosexual asesinado por el franquismo personificado en la figura de Lorca que protagoniza la ópera Ainadamar de Golijov, el cartero fusilado ante la amenaza que supone el hecho de que leyese el poema de un exiliado como Neruda en Il Postino de Daniel Catán, etc. Dada la actual fascinación por los porcentajes, los personajes que aun vivirían siendo víctimas de la marginación son una minoría más que aplastante. Por esta razón, no es de extrañar que algunos directores y escenógrafos hayan forzado la máquina para modificar algunos libretos y convertir así personajes caducos en víctimas contemporáneas que, como decíamos al inicio, puedan inspirar compasión hacía los más desfavorecidos de nuestra sociedad.

¿Dónde reside entonces este interés por las propuestas historicistas? Como afirmaba Mortier, cuando un cineasta es capaz de llevar a la pantalla una novela, y las imágenes con las que la plasma no son aquellas que nosotros habíamos imaginado, se genera en el espectador un sentimiento de rabia y frustración. Por este motivo, el espectador quiere ver aquello que espera, quiere volver a ver lo mismo que ya vio con la esperanza de volver a experimentarlo con la emoción del primer día.

No niego que algún gran montaje hiperrealista de Franco Zeffirelli nos haya podido fascinar (y podría citar por ejemplo el veloz cambio de decorados entre el cuadro 1 y 2 del segundo acto de su mítico Turandot metropolitano), pero pretender vivir eternamente releyendo lo ya leído, esperando vivirlo del mismo modo, no es más que un deseo utópico. Nunca volveremos a experimentarlo por vez primera, con el mismo reparto o en un momento semejante de nuestra trayectoria como espectadores. Nuestras “circunstancias” orteguianas nunca serán las mismas.

Por este motivo, algunos consideramos más que deseable el hecho de que cada montaje escénico sea una nueva creación realizada a partir de un mismo título, en la que cada escenógrafo sea capaz de utilizar recursos diferentes para contarnos la misma historia y despertar en nosotros de nuevo el interés y la emoción. Podremos preferir el historicismo, pero para ello existen ya excesivas grabaciones videográficas con las que deleitarnos.

No obstante, algunos espectadores son capaces de llevar la situación hasta extremos exagerados, afirmando que estas modificaciones no nos permiten comprender la historia que planteaba el autor original. Considerar, como afirmaba el señor Alonso en su artículo, que un joven espectador no entendería la historia de Carmen por la decisión del señor Leo Muscato de que sea esta quien, por una vez, asesine a Don José… es ver al espectador como un idiota. Ciertamente algunas alteraciones son tales que la historia queda tergiversada hasta convertirla en ilegible incluso para el público conocedor, véase el reciente caso de la Doña Francisquita de Pasqual en la Zarzuela. Es cierto igualmente que el propio teatro debió compartirla con el público como “versión libre a partir de…”, como el mismo director artístico del teatro reconoció. No obstante, por matar un perro, no podemos aceptar ser llamados mataperros, igual que no podemos generalizar y considerar a los directores actuales como una panda de asesinos del regio género. Más aun si tenemos en cuenta que, como demostró Bernstein, un Romeo y Julieta en vaqueros puede ser más comprensible tanto para el público nuevo como para el ya conocedor. Quien quiera ver lo de siempre, tiene ahí una más que nutrida discografía.

No obstante, y ya por concluir, deberíamos tal vez replantearnos acabar de una vez por todas con esta serie de artículos. La polis ha cambiado, los ciudadanos igualmente han evolucionado y, para la desgracia de muchos, los directores plantearán de manera irrefrenable nuevas lecturas para los títulos de siempre. Creo, por lo tanto, que son muchas las cuestiones que hoy nos afectan con más urgencia como público amante de la cultura: los elevados precios de las entradas (inaccesibles para la mayoría del público dados los sueldos actuales), la falta de proyectos educativos que garanticen el relevo generacional, el desinterés por la retransmisión televisiva del género operístico (relegado a prohibitivas horas), la falta de encargos a jóvenes compositoras, la falta de equidad en los programas, el contraste entre los compositores más escuchados en las plataformas digitales y los compositores más programados por los gestores culturales, la falta de colaboraciones entre instituciones, la necesidad de apoyo económico público para posibilitar llevar el género a ciudades que carecen de un teatro con una temporada estable, etc. La existencia de un “lobby lírico gay” obsesionado con acabar con la ópera, como parecía insinuar el señor Alonso en sus artículos, es una cuestión sin fundamento y encima banal en comparación con preocupaciones que, cree al menos este humilde autor, deberíamos tratar con mayor urgencia. Aitor Merino Martínez

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