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Por Publicado el: 20/01/2005Categorías: Crítica

Fischer y Budapest en Canarias

XXI Festival de Canarias
Tras la tempestad…
Obras de Bartok, Mahler, Liszt y Dvorak. G. Díaz-Jerez, piano. Budapest Festival Orchestra. Auditorio Alfredo Kraus. Las palmas de Gran Canaria, 18 y 19 de enero.
Dice el refrán que “tras la tempestad viene la calma” y esto es un poco lo sucedido en la presente edición del Festival de Canarias y no es que Haitink sea el mejor exponente del furor musical, pero sus calidades junto a la Sinfónica de Londres están muy por encima de las de Ivan Fischer con la Orquesta del Festival de Budapest. Es el problema de los festivales que han de programas muchas visitas en cortos periodos de tiempo. Los tinerfeños han tenido más suerte en esta ocasión y, al presentarse allí ambas agrupaciones en orden inverso, irán de menos a más.
Curiosamente lo más interesante vino con el primero de los programas, cuando todo hacía suponer que sería al revés y, de hecho, el público se volcó con este último más que con el primero. Hubo transparencia en esa maravillosa obra de Bartok, “Música para cuerdas, percusión y celeste”, que supone un auténtico cruce de caminos entre el clasicismo –el barroco, si se quiere- y la innovación, a la vez que una de las más claras manifestaciones de la personalidad del compositor. Las grandes sonoridades de la “Sexta” malheriana se trasladaron sin problemas a la sala del Auditorio Alfredo Kraus cuya sonorizad, por cierto, ha mejorado notablemente. Hubo quizá más ruido que nueces, con los dos célebres martillazos incluidos, pero Fischer logró evitar el aburrimiento que se habitualmente se cierne sobre esta genial pero problemática sinfonía cuando no hay detrás un sólido concepto interpretativo y una orquesta de campanillas.
La segunda cita empezó a calentar el público con la intrascendente “Rapsodia Húngara n.1” de Liszt orquestada con ayuda de su amigo Döppler, que es realmente la sexta para piano solo y buena parte de la audiencia conoció por vez primera el cimbalón. El joven pianista Gustavo Díaz-Jerez supuso una sorpresa muy agradable para quien escribe, al abordar con sentimiento –nervios aparte- el último y más lírico de los tres conciertos de Bartok que, escrito en el lecho de muerte, vino a ser como su legado musical y económico a su esposa pianista, casi en la ruina. El concierto se cerró con una lectura sorprendentemente descafeinada de la “Octava” de Dvorak, en la que un trompeta se coló en la fanfarria que abre el cuarto movimiento y hubo poco que demostrase que se tocaba a un autor de casa. Sin embargo el público quedó encantado y Fischer se lo agradeció con dos propinas de Brahms. Gonzalo ALONSO

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