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Por Publicado el: 29/07/2010Categorías: Crítica

La traición de Plácido Domingo

Dentro de la pluralidad de opiniones que se recogen en estas páginas, se incluye hoy la critica de Arturo Reverter al Boccanegra de Domingo, publicada el 28 de julio en Canarias 7, que difiere notablemente de todas las demás aparecidas.

TRAICIÓN CONSUMADA

En esta crónica, que analiza sumariamente las representaciones de Simon Boccanegra en el cierre de la temporada 2009-2010 del Real de Madrid, hemos de hablar in extenso, mal que nos pese, de Plácido Domingo, que, como siempre, se ha erigido en el gran protagonista. Pero antes, en relación con la ópera, hemos de decir que Verdi no quedó contento con su primera versión, estrenada en Venecia en 1857, y revisó la partitura sobre las correcciones al libreto original de Piave y Montanelli realizadas por Boito. Esa segunda versión se presentó en La Scala en 1881. El resultado es irregular y tiene un pulso narrativo cambiante, que discurre sobre el casi incomprensible libreto basado en un drama de García Gutiérrez; pero no lo es menos que posee brillantísimos momentos dramáticos, escenas de notable contundencia, como la del consejo, o números de gran poder descriptivo, así el hermoso prólogo “marino” que antecede a la acción propiamente dicha.
La figura del corsario genovés, elevado a la categoría de doge, es una de las más logradas de Verdi y necesita de un barítono con toda la barba, maduro y buen actor y cantante. La forma en la que Verdi va edificando el personaje es propia de un artista genial; vemos cómo se produce su evolución desde su rudeza inicial hasta su extinción víctima del veneno, pasando por el más sublime de los lirismos cuando encuentra a su hija perdida en la persona de Amelia Grimaldi y por la exaltación política del gran estadista en la escena nuclear del segundo cuadro del primer acto, en la que la voz del barítono ha de campanear sobre la crepitante multitud.
Decíamos voz de barítono, que es la que corresponde, en efecto, a esta rica y entrañable figura, cuidada por el compositor de forma muy especial, como haría con otras, asimismo dedicadas a voces graves, de similares dimensiones dramáticas –Rigoletto, Felipe II, Iago, Falstaff …- y que tuvo, por decisión del propio creador, dos intérpretes de excepción en Leone Giraldone y Victor Maurel, primeros Boccanegra en el estreno de La Fenice de 1857 y en el de la revisión de La Scala de 1881. Todo, absolutamente todo, en la bien estudiada línea vocal del doge, está pensado para un instrumento baritonal, un instrumento de carácter, de medio carácter si se quiere, contundente y flexible al tiempo para poder pasar sin problemas de la efusión paternal a la arenga, de la crispación a la ensoñación y a la triste despedida de este mundo.
Plácido Domingo es un tenor que ronda la setentena, en cuya voz el tiempo ha producido los lógicos estragos, quizá menores que los que han sufrido otros colegas a esa edad. Sorprendentemente, y más después de una operación, lo que revela la fortaleza del individuo, aún tiene resuello, pero los brillos de su rico timbre juvenil desaparecieron otrora y en este momento el sonido es oscuro, leñoso y muscular, engolado y/o nasal; pero se defiende en ciertos papeles de tesitura más o menos central, que, de todos modos, procura bajarse de tono. Y va tirandillo, porque, además, tiene su público, mucho público; y mucha prensa; y alguna crítica. Como siempre ha hecho lo que ha querido, ni corto ni perezoso, ha decidido, sin dejar de ser tenor –cosa que proclama paladinamente-, cantar papeles de barítono. Aquí paz y después gloria.
El tenor madrileño hizo ya algunos tanteos en cometidos menores –Oreste de Iphigénie en Tauride de Gluck, Vidal de Luisa Fernanda de Moreno Torroba-, pero ahora se ha lanzado a la piscina. ¿Qué aporta a Simon? Nada; es más, el personaje pierde casi todos sus enteros con él. En primer lugar por su habitual canto monocorde, sin planos, en un permanente mezzo forte-forte, con escasas y estratégicas frases en piano. Un canto exento de colorido. En segundo lugar, por falta de consistencia, de contundencia vocal, no tanto porque los graves no suenen, sino porque suenan, lógicamente, a los de un tenor, débiles y forzados en tesitura incómoda; y porque en el centro y primer agudo –re, mi fa 3- la voz carece del relieve preciso, aunque el cantante, al ser tenor, vaya relativamente cómodo y alcance a dar un fa timbrado sin muchos apuros. Pero, claro, toda la secuencia monumental, en la que esa voz cenital, expansiva, ha de dominar la situación –aunque haya partes en el concertato en las que no canta-, Domingo prácticamente desaparece y su prestación resulta ridícula. De este modo la gran frase E va gridando: pace! E va gridando: amor! pasa a mejor vida. La tensión, que en una voz más grave viene promovida por el esfuerzo del cantante, desaparece.
Evidentemente, no es el único momento en el que el tenor queda diluido. Anotamos, por ejemplo, los dos dúos con el bajo (Fiesco) o el importante terceto del segundo acto, en el que falla una de las tres patas y parece que cantan dos tenores y una soprano; o, volviendo a la escena del consejo, las imprecaciones a Paolo. El timbre del cantante no empasta adecuadamente con el del clarinete bajo; un momento medido y aquilatado por Verdi de manera exquisita que aparece así transformado. Las pocas frases salvables de Domingo –dúo con su hija, muerte- quedan en todo caso disueltas, sin la personalidad sonora requerida. Y eso por no mencionar las múltiples traiciones a la regia de Gian Carlo del Monaco, de acotaciones muy precisas: el tenor hace lo que le viene en gana y, por ejemplo, en contra de lo solicitado, durante la secuencia del senado, en vez de permanecer en el trono, se dedica a pasearse por el escenario. Intolerable.
Lo que resulta sorprendente –aunque no tanto si se mira la trayectoria triunfal y evidentemente bien orientada en lo mediático del tenor- es que, al menos en sus dos primeras funciones, su actuación fuera aclamada durante minutos y minutos por un público enfervorizado puesto en pie. Inenarrable e insólito en el Real. E incomprensible según lo expuesto. Claro que cada uno tiene su visión. La del firmante queda explicada. De lo que no cabe duda es de que el éxito colosal, el clamor, apreciable ya antes de empezar las funciones, favorece a los compañeros de reparto, que son asimismo vitoreados a todo pulmón. Lo que duele, porque es injusto, es que prácticamente ni se haya hablado de la labor de George Gagnidze, un joven barítono georgiano que dio una buena lección de cómo se debe hacer y matizar –de manera poco fina, es cierto- el personaje, cantado con una voz de buena pasta, más bien lírica, pero sonora, con algunos apurillos en el pasaje, aunque con prestancia y honradez. Después de escuchar a Domingo daba gloria oír, en el otro reparto, ese timbre lleno y joven, el requerido para servir al personaje.
Queda poco espacio para hablar, aunque sea de pasada, de los demás cantantes. Cumplieron suficientemente los dos tenores, Giordani y Sartori, ambos bien provistos de agudos, de más empaque el primero y mejor línea el segundo. Inva Mula fue –ante la defección de la caprichosa Georghiu- una Amelia exquisita, algo corta de cuerpo vocal, con una zona grave debilucha, pero con una sólida técnica que le permitió filar y trinar, regular espléndidamente. Muy femenina en un personaje que es, como el de Gabriele, más bien inane. Los dos bajos no tuvieron su noche. Furlanetto, siempre mate, ha perdido redondez y su canto es bastorro, aunque dice con propiedad. Prestia mantiene los graves, pero su voz, destimbrada, bascula en exceso. De los dos Paolos, mucho mejor Ángel Ódena, que compone el personaje y expresa bien su evolución, que Simone Pazziola. De todas formas, son dos barítonos y el torvo ayudante del doge está escrito para un bajo. Nos gustó ver, en Pietro, a Zapater, que parece haber recuperado parte del lustre de su en otro tiempo contundente timbre de bajo.
Hay que señalar que la dirección de Del Monaco, con las distintas acciones encuadradas en un gigantesco cubo de mármol y, en ocasiones, fondos de mares más o menos encrespados, fue ordenada y ajustada a las indicaciones verdianas, aunque nos resultara más bien fría y estatuaria, efecto acentuado por el tono blanco de la decoración y la permanente claridad de la iluminación. Muy bella y poética en todo caso la escena final. No por ser citada en último lugar es menos importante la labor de López Cobos al frente de una orquesta que dio una de sus mejores prestaciones de la temporada, tras la de La ciudad muerta de Korngold. El hasta ahora director musical del Real realizó un trabajo preciso –aunque con Domingo a veces eso es difícil- y matizó lo indecible. Bien en las peroraciones, contundente sin excesos en los energéticos concertati, rotundo en el primer finale, supo mantener siempre ese decisivo tempo-ritmo verdiano y fraseó con elegancia los pasajes líricos. Se despide en belleza. El recio coro Intermezzo, con algunas que otras vacilaciones, contribuyó al éxito.

Arturo Reverter

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