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Por Publicado el: 04/07/2013Categorías: Crítica

CRÍTICA: «Un Otello de nuestros días»

«Un Otello de nuestros días»

Hemos asistido en el Palau de les Arts a la producción de una rara avis cual es la aparición de un cantante que puede desempeñarse con holgada propiedad en el personaje de Otello, una parte que necesita un tenor di forza o, incluso, heroico, es decir, dramático. El peligro para las voces demasiado fornidas está en el dúo de amor del primer acto, en el que Verdi incluye multitud de indicaciones y matices. Dos tenores se barajaron fundamentalmente para esta parte: Angelo Masini (uno de los grandes rivales de Gayarre) y Francesco Tamagno. Aunque ninguno de los dos satisfacía las exigencias de Verdi, el segundo, por su caudal sonoro, era el candidato más firme. Había sido escuchado en las dos obras retocadas por el compositor: Simon Boccanegra y Don Carlo. El músico quedó favorablemente impresionado. Pero a la hora de elegir a su Otello mostró razonables dudas: “Por muchas, muchas cosas Tamagno sería maravilloso, pero en otra muchas, no. Hay anchas, largas frases, pasajes legato, que han sido escritas para ser cantadas a media voz, algo imposible para él.”

En Valencia ha interpretado tan dificultosa parte el norteamericano Gregory Kunde, un tenor que no deja de sorprender, dedicado hasta hace apenas diez años a cometidos belcantistas o neobelcantistas. La voz, de lírico-ligero, no especialmente timbrada, no provista de un squillo definido, ha evolucionado no se sabe debido a qué milagro hasta tomar a día de hoy cuerpo, densidad, carne y volumen. Continúa siendo extensa, pero ahora el sonido es compacto, consistente, ancho y varonil. Podríamos decir que es un lírico-spinto y que, por sus maneras provenientes del bel canto, que suponen una elevación natural de la emisión hacia los resonadores altos, se ha colocado en el terreno del puro tenor di forza, no del dramático. Más en la línea de Tamagno que en la de Del Monaco. El fenómeno merece nuestra atención y a él vamos a dedicar hoy nuestro comentario, que no se centra por ello en las características de la ópera interpretada.
Kunde, evidentemente, cultiva más la primera línea que la segunda y mantiene el tipo en las frases más arduas, más largas y agudas con un metal, si no refulgente, sí provisto de una pasta y luminosidad reconocibles y presentes, reforzadas por la ortodoxia de la emisión, que es ahora menos dependiente de la gola que hace unos pocos años, cuando el cantante estaba trabajándose su desembarco en el repertorio robusto. La organización fonadora es por tanto sólida y segura, sin que en ella se perciban desniveles: el sonido es igual, el apoyo es firme y el aliento suficiente para construir frases de amplio slancio, tan necesarias en Otello.

La voz del tenor, que resulta de este modo redonda y plena, dotada de una penumbrosidad muy agradable, pierde algunos enteros en las notas más graves de la tesitura. Del la 2 para abajo el sonido se torna opaco e inconsistente, aunque el timbre, si bien menos brillante, no cambie. Pero lo que precisa Otello, que es vibración, solvencia en el centro y penetración en la zona superior, lo tiene Kunde de sobra. Con una excelente técnica respiratoria es capaz de mantener el fuelle y de atacar con insolencia las notas agudas, de las que tan bien está provista esta ópera, y que alcanzan hasta el do 4. Por abajo ha de ir hasta el si 1; una interválica soberana, que pide mucho. No advertimos en el artista ninguna vacilación o irregularidad, lo que da cuenta de una seguridad envidiable.

Es de alabar por otro lado la buena orientación para resolver con decoro y expresiva musicalidad, con un legato muy aceptable, las partes más liricas, en especial el dúo del primer acto con Desdemona, en donde aplicó con dignos resultados algunas medias voces, levemente musculares pero plausibles, tratando de seguir la ondulante y exigente línea dinámica del autor. En definitiva podemos hablar de un Otello de extracción lírico-belcantista en busca del norte verdiano, al que llega con éxito y de forma canónica. No hay nada de vociferante, afortunadamente, en la aproximación y el intérprete se defiende, sin guiños y gestos exagerados, como actor, marcando una evolución psicológica bien vista, que ha afirmado aprendió de Domingo, aunque en él se nos antoja más matizada y regular. Como en él también, aunque el timbre sea menos rico, dotado de menor metal que el del tenor español, apreciamos esa solidez de la zona alta, de la que siempre careció su colega madrileño, al que nunca consideramos por ello un adecuado intérprete del Moro, que requiere, por encima de otras cosas, esa solvencia y facilidad de la segunda octava.

Ya el Esultate! nos dio la pauta. Bajando desde lo alto, de acuerdo con la decisión del director de escena Davide Livermore, en una especie de descenso desde los cielos, Kunde nos dejó bien impresionados al cantar, con apabullante seguridad, la breve y difícil salida, con esplendente y muy personal retención del tempo -aceptada por la batuta- en el momento de la acciacatura al si natural agudo. Sin un desfallecimiento y haciendo gala de una admirable fortaleza vocal, mantuvo el tono durante toda la obra. Estentóreo lo justo en Ora e per sempre addio!, vehemente en el dúo con Iago –al que tapó casi por completo-, intenso en Dio mi potevi scagliar, donde reguló adecuadamente el paulatino crecimiento hasta el clímax, y en emocionada y casi delicada actitud en el momento de la muerte, el cantante nos tuvo en vilo y nos aseguró una interpretación sin altibajos.

Para que eso se produjera, naturalmente, tuvo que existir un foso de tan altos vuelos como el que hubo en esta ocasión. La muy buena formación de la Comunidad Valenciana fue llevada en volandas por el imán de la batuta de Zubin Mehta, que eligió unos tempi muy flexibles, siempre en apoyo de las voces, que se escucharon sin problemas. Pero fue férreo en los instantes de fuerza, como en esa pavorosa introducción con el fatídico acorde de séptima desplegado a los cuatro vientos, y en aquellos que pedían la mayor de las elocuencias, como en los dúos clave y en los concertati más complicados. Hubo precisión, temperatura y, eso es lo importante, lirismo a manos llenas. En ocasiones escuchamos auténtica música de cámara, como la primera parte de la conversación Otello-Iago, un recitativo melódico continuo, o en el Salice o el Ave Maria.

En estas dos páginas se desempeñó con gusto la china Guanqun Yu, frágil y no siempre segura, dotada de un vibrato stretto no desagradable. Su canto no es muy personal. Sí lo es el de Carlos Álvarez, que hizo un Iago siniestro y malévolo, bien caracterizado. Está recuperando las plenitudes vocales de antaño, aunque el sonido no haya alcanzado aún la redondez y pastosidad ideales y aunque encuentre ciertos problemas en la zona aguda, en donde, al contrario de lo que hacía antes, abre y pierde esmalte. Se hubiera pedido un dominio más contrastado de la media voz en algunas frases. Marcelo Puente fue un Cassio desafinado con una voz respetable aún por formar. Pasables los demás y magnífico el Coro de la Generalitat en sus distintas facetas, obediente siempre, como la orquesta, a las imperiosas órdenes de Mehta. Afinados los niños de la Escolanía de la Mare del Deu dels Desamparats.

La puesta en escena de Livermore es inteligente y funcional. No hay en ella cosas raras, no hay cambios ni en la letra ni en el espíritu y casa muy bien con la partitura. Cierto es que, dada su funcionalidad, podría servir para muchas otras óperas. Sobre la circular escena pende un enorme anillo y hay una plataforma, también circular, que sube y baja, sobre la que se desarrollan los momentos más íntimos de la obra: dúos, plegarias y muerte del protagonista. A veces se proyectan impecables videos de mares agitados o imágenes de navíos de la época, siglo XV. A la que se adaptan asimismo los figurines, muy coloristas y que enjaezan a las féminas con unos raros y gigantescos penachos, quizá un aditamento propio de la moda del lugar y del momento histórico. No nos gustaron algunos efectismos –luces rojas estratégicas, proyección de un video durante la muerte de Desdemona- ni tampoco el movimiento de masas, demasiado caótico e inverosímil a veces. Arturo Reverter

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