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Por Publicado el: 21/12/2011Categorías: Crítica

EL FULGOR DE WESTBROEK

EL FULGOR DE WESTBROEK

La tercera gran ópera de la grandiosa trilogía que ha abierto la primera temporada de Mortier en el Real, Lady Macbeth del distrito de Mtsensk de Shostakovich, ya se ha presentado. Hay opiniones dispares acerca de la altura de su interpretación. La del firmante es moderadamente favorable a la prestación netamente musical, que ha tenido cosas de mucho interés, pero contraria a su plasmación en escena, obra del austriaco Martin Kusej, que, uno más, ha hecho de su capa un sayo y se ha arrogado el derecho de cambiar algunos de los elementos clave de una obra que determinó que su autor fuera denigrado por las autoridades de su país a raíz del estrenó en el Teatro Malij de Leningrado, el 22 de enero de 1934. Dos años más tarde aparecía en el diario Pravda un artículo que hablaba de “caos en vez de música”. La ópera, que ciuriosamente había sido bien acogida por el público, desapareció enseguida de las escenas soviéticas. Regresó el 8 de enero de 1963, ya muerto Stalin, en una nueva y suavizada versión, con el título de Katerina Izmailova.
En 1978, Rostropovich, amigo personal del compositor, grabó la partitura original, que fue representada en San Francisco tres años después, con lo que se abrió el camino de la rehabilitación. No eran los ritmos o las armonías los que estaban en entredicho, sino su significación dramática en relación con una historia de amor, adulterio y muerte. Pero desarrollada con las reglas del bien cantar. “Estoy profundamente convencido de que es necesario cantar en la ópera; por eso todas las partes vocales de Lady Macbeth son extremadamente cantabile”, escribía el músico en 1932. Las líneas vocales se integran en un discurso dramático de poderoso aliento expresionista y de una pasmosa variedad, con toques realistas y descriptivos salpicados de intensos interludios orquestales cargados de sarcasmo, de corte a veces grotesco y de una impetuosidad rítmica fuera de serie. Munición suficiente para lograr un agresivo retrato de las pasiones y miserias humanas.
Pero no falta el lirismo, desplegado fundamentalmente por la protagonista, una criatura extraordinariamente asendereada, cantada en este caso por la holandesa Eva-Maria Westbroek, que intervino ya en el estreno, en Amsterdam, de esta misma producción. Y lo hizo, como aquí, de manera espléndida. Es, sin duda, una soprano spinto antes que dramática, que realmente nos parece más apropiada para el cometido. La voz es potente, extensa, vibrante, homogénea, maleable sin poseer una especial belleza tímbrica; pero porta un metal consistente, ya que no deslumbrante.
Como intérprete, la cantante se muestra más que eficaz, entregada y entusiasmada al parecer con todas las exigencias que la propone Kutej –revolcones, semidesnudos, escenas de gran violencia, ejercicio físico continuo…-, ya que suda la camiseta de lo lindo de principio a fin sin ninguna reserva; y, esto es lo importante, sin perder impostación y control de respiraciones. La voz está siempre en el fulcro, en su sitio, apoyada diafragmáticamente y proyectada a la zona superior con ímpetu y seguridad. Llegado el caso, como en los escalones finales de la representación, grita a conciencia sin desgañitarse, pues enseguida recoloca la voz, que en los tramos postreros es emitida con propiedad.
El arte de Westbroek tiene todo el calor y el vigor necesarios en un personaje un tanto lineal pero poblado de luces y sombras, que da tumbos en busca de un destino imposible y que, aburrido primero, confiado y enamorado después, acaba hundido en los remordimientos, en la miseria moral y en la más negra de las desesperanzas. La soprano fue desgranando las distintas reacciones de Katerina. Con su voz supo resaltar, en la mejor línea de una Vishnevskaya, aunque de forma menos desgarrada y dramática, los tránsitos de la criatura, sus fervores amorosos ante un apagafuegos como Serguéi, sus temores y, al final, su desfondamiento. Del susurro al grito, la soprano dio un curso de decir, expresar y actuar. Sin duda la gran y justa triunfadora.
A su lado palideció el por otra parte siempre pálido Michael König, un tenor inexpresivo, un lírico de interesante instrumento en origen, perjudicado en todo momento por una emisión apretada y deslucida. Vladimir Vaneev no posee ni la encarnadura ni el timbre vocal, de bajo amplio, necesario para dar vida al suegro de Katerina. La voz es débil, de escaso volumen, estrangulada en ciertas zonas. Mejor como preso anciano en el último cuadro. Cumplieron los tenores lírico-ligeros Ludovit Ludha, marido de Katerina, y John Estearling, trabajador harapiento y borracho, aunque la entidad vocal de este último fuera relativa. Sólido, oscuro, duro, engolado Scott Wilde en su doble cometido de sargento de policía y oficial, y en el tono justo, entre lo bufo y lo astracanesco, Alexander Vassiliev como Pope, que también intervino como centinela. Simplemente discreta la mezzo Lani Polulson en el papel de Sónietka. Un aplauso especial a Carole Wilson, también mezzo, que tuvo que lidiar con la escena más desagradable.
El resto del extenso reparto, constituido en su mayoría por hispanos, creemos que funcionó a satisfacción en un engranaje bien medido por la muy activa batuta de Hartmut Haenchen, un maestro eficaz y atento, que logró una excelente prestación de la orquesta y del coro. En determinados intermedios se situaron en pasarelas levantadas al efecto debajo de los proscenios grupos de metales, que reforzaban los sarcásticos acentos sinfónicos. Un efecto espléndido, en lo teatral y en lo musical, que fue perdiendo fuerza a cada repetición. A Haenchen, de todas formas, le faltó un mayor grado de precisión y de descoyuntamiento expresivo que pudiera sacar a la luz toda la dinamita crítica y toda el acerbo y agreste colorido de tantos pasajes. No se disimularon algunos confusionismos de la cuerda en los más peligrosos segmentos contrapuntísticos.
La puesta en escena de Kutej está llena de detalles, pero se aparta en buena medida de la poética primordial de la obra. El espacio escénico está excesivamente limitado en toda la primera parte –en este caso la división se hace en la mitad del acto III- por un enorme invernadero -un símbolo tirando a facilón alusivo a al aislamiento de Katerina-, que no deja lugar para las evoluciones del coro de trabajadores, que se mueven con dificultad y mal iluminados. El regista se inventa, entre otras, una escena absolutamente gratuita, que tiene por fin reforzar la vesania del pueblo en su ataque y escarnio de Aksinya, exagerando las tintas, suficientemente gruesas en el original. La burla de los trabajadores, y el personaje no deja de gritarlo, no pasa de cargarse la falda de la pobre mujer. Pero ésta aparece semidesnuda, con los pechos al aire, ataviada únicamente con un slip. Las escenas de la policía y de la boda están bien y graciosamente resueltas, con agilidad y ritmo, aunque en la segunda el movimiento de figurantes y coro es confuso. No se entiende que la bodega donde se encierra el cadáver del marido es sustituida por una tumba.
Lo más discutible se da en el último cuadro. Ahí Kusej ha perpetrado la típica tropelía de hoy: se salta a la torera no sólo lo dispuesto en libreto y música (y que era defendido ardientemente por Shostakovich) y monta un número que persigue, sí, un loable fin: mostrar el sojuzgamiento de un pueblo, con el poder de los vigilantes arriba y los prisioneros abajo; pero que contradice la lógica narrativa, las palabras que se pronuncian, las actitudes que se describen y, como se decía, la poética de todo el plan rigurosamente trazado por el compositor. En vez de la estepa salvaje como horizonte sin fin, una suerte de sótano húmedo sostenido por barras metálicas en el que todos están en paños menores –algo muy propio para las temperaturas siberianas- y van de un lado a otro chapoteando. Hombres y mujeres aparecen mezclados, lo que deja sin sentido los sobornos para pasar de una sección o a otra. Tiene su lógica que Katerina estrangule a su oponente con las medias tal y como está planteada la historia por el director de escena, pero no tal y como la había pensado el músico. La secuencia está además muy mal hecha, no se ve nada. Katerina; ¿se cuelga o la cuelgan? No se aprecia. Con lo bello que es ese final en la ópera, con la naturaleza como receptora del dolor, la desgracia y el pesar de la protagonista. El río acogedor termina con las desgracias de Katerina. En esta producción todo eso se elimina y trastoca. Arturo Reverter

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