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Por Publicado el: 03/03/2014Categorías: Crítica

Elucubraciones en torno a Alceste [Gluck: Alceste / Teatro Real]

Elucubraciones en torno a Alceste

Gluck: Alceste [Teatro Real]

Como se suele decir, Krzysztof Warlikoski la ha vuelto a armar en el Real. Su gran imaginación, su fantasía exultante, su falta de respeto también por las obras que dirige en escena, han superado anteriores cotas. Su subjetivismo y su hábito de romper moldes, de aplicar sus criterios aun a costa de saltarse los de los compositores y libretistas. Su buen dominio del espacio escénico brilla siempre en todo caso. Lo hizo ya en lo que para nosotros es su mejor y más afortunada aportación en el Teatro madrileño, El caso Makropoulos de Janácek, en donde la desbordante inventiva no llegó triturar los planteamientos musicales y dramáticos de origen. Como sí ha sucedido en esta ocasión.

            Pero antes de hablar de la discutible, por no decir caprichosa y gratuita, puesta en escena de Warlikowski, cúmplenos tratar de la labor en el foso de Ivor Bolton, que hacía su primera aparición en el Real como nuevo director musical de la casa. Ha elegido una obra que va bien a sus cualidades de artista serio, trabajador, cuidadoso de los timbres, respetuoso con los acentos, los ataques y los fraseos característicos del repertorio barroco y del clasicismo temprano. La orquesta Sinfónica sonó en sus manos fluida y muelle, con adecuada dicción, con legato pero también con la necesaria presteza en los arranques de frase. En el segundo acto se localizaron los mejores instantes. En las danzas todo estuvo en su sitio, los ritmos y las cadencias fueron bien conformados. Un aire ligero envolvió la escena.

            En las partes más dramáticas faltó quizá, en una formación lógicamente reducida, que incorporó trompas naturales –estupendamente tocadas por Fernando Puig, Ramón Cueves, Manuel Asensi y Héctpr Escudero-, algo de impulso, de decisión, de energía, de exactitud y de solemnidad clásica. Un aspecto que detectamos ya en una obertura excesivamente leve. Bolton estuvo muy atento al coro, que es aquí fundamental y que, en general, sonó empastado y potente, aunque no siempre afinado y más de una vez desajustado, como en el fugato del acto I o en el canto de gloria a Admeto. Tuvo sus mejores intervenciones en el acto tercero, dentro del foso.

            La vocalidad dejó que desear. Gluck asimilaría claramente los conceptos que sobre el lenguaje operístico expondría en su Saggio sopra l’opera in musica, de 1754 el conde Francesco Algarotti y que poco más tarde recogería el libretista Raniero de Calzabigi en su Dissertazione sobre Metastasio. Tanto uno como otro resaltaban la importancia del texto poético y concedían inusitada relevancia a los recitativos acompañados. Se repudiaban el bel canto per se, hedonista, los virtuosismos innecesarios, la repetición de las palabras, los da capo. La declamación se consideraba un elemento vital de la vocalidad. Orfeo ed Euridice sería gran reclamo y a partir de ahí, con excepción de algunas obras cómicas, estas tesis se mantendrían en lo posible.

            Y lo comprobamos en este Alceste, en cuyo prólogo precisamente expuso el compositor un resumen de sus ideas. Hemos podido ver y escuchar, hasta donde se ha podido, la versión francesa de la obra, estrenada en París en 1776, con libreto de Le Blanc du Roullet, adaptado del de la versión vienesa de 1767, obra de Calzabigi. El nivel vocal no acompañó demasiado. Angela Denoke no es cantante para el cometido. La voz, de tinte algo gutural, es poderosa en el centro y destemplada en el agudo. Inerte en las escasas agilidades y muy forzada en las frases amplias y en los largo ariosi de tesitura es cierto que inclemente.

            Incapaz Paul Groves, tenor lírico-ligero que empezó con algún fuelle, pero que se desmoronó al final. La voz ha perdido brillo. Pasó todos los apuros del mundo y apretó lo indecible. Al buen bajo que es Willard White se le notan los años. Su emisión es dura y engolada, lo que perjudicó las partes de Sumo Sacerdote y de Tanatos. Presentable Oliemans, un Hércules baritonal de buena cepa. Los demás componentes del muy extenso reparto rayaron a una plausible altura. Lo mismo que los numerosos figurantes.

            Refirámonos ahora Warlikowski, que sin duda ha trabajado de lo lindo, empleando, como es habitual en él, todas las dimensiones del amplio escenario del Real, trayendo de aquí para allá enormes plataformas deslizantes, en un intento de dar amplitud a la narración, aunque en realidad contribuyó a que ésta, que tiene mucho de asfixiante, perdiera concentración y densidad. Parece que no sabe realizar ningún montaje si no puebla la escena de acciones paralelas o de contorsionismos varios, como en la reproducción del Hades del acto último como una morgue llena de cadáveres, que poco a poco reviven con continuos tembleques. Movimientos caprichosos, gratuitos, excesivos, que nos privan de penetrar en el meollo dramático, en un momento clave, cuando Alceste y Admeto dialogan viendo la muerte de cerca. ¡Qué poca sensibilidad! No la demuestra tampoco la idea central del espectáculo, que se organizan en torno a una réplica de Lady Di. Antes de empezar se nos obsequia con una proyección de unos diez minutos en los que la soprano nos cuenta sus desventuras palaciegas. Hay otras muchas proyecciones, como la que, en blanco y negro, nos muestra a la familia real llorando melodramáticamente la pérdida de la princesa.

            La pretensión del regista de encontrar un paralelo entre la historia Diana de Gales y la de la reina Alceste es vana. Trata de “humanizar” la narración haciéndola banal y ridiculizando la presencia divina basándose, según afirma, en la obra original de Eurípides antes que en el libreto de Calzabigi o de Le Blanc Du Roullet y en la música solemne, severa, tan cargada de ostinati y maravillosos recursos vocales, de Gluck. Es imposible casar un tema como éste, en el que se juega sobre esa fina línea que separa lo real y lo mágico, con una acción de nuestros días, que además no tiene nada que ver con los personajes operísticos. Intento baldío, que mata los pasajes musicales más determinantes, como el comentado del tercer acto.

            O como el dramático y nuclear punto del segundo en el que Admeto se entera de que es su mujer quien se ha ofrecido en sacrificio para salvarle de su mortal enfermedad. A Warlikowski se le ocurre la pasmosa idea de sacar, al son de las palmas, a una bailaora, que se pasa lo que resta de acto contoneándose, incluso en los instantes más dolorosos. Hay poco después un diálogo hablado que representa una conversación, en inglés, entre Admeto y Eurípides. El director opina que puede “aportar una mayor profundidad al drama”. No creemos lo mismo, puesto que detiene y retiene la acción; como tantos de los silencios inventados. Al final de la función, aparece un espantajo abufonado con un tubo de neón en la mano: es el dios Apolo.

            La ópera concluye, según Gluck, con un coro de glorificación de los esposos una vez que Hércules, aquí un auténtico clown vestido de esgrimista, ha dictado su salvación, algo que no le gustaba al regista. No sabemos cómo pensaba terminar, pero, según parece, fue Bolton el que tuvo la idea de hacerlo con el divertisement nº 5, la Chacona. Porque Warlikowski necesitaba en todo caso una música que pudiera sostener la acción que se saca de la manga: Alceste pintarrajeando un espejo; Alceste acabada, hundida en una sillita de ruedas. Un estrambote fuera de lugar; como tantas cosas en esta fantasía sobre la obra de Gluck, que a la postre no se enfrenta a los graves problemas éticos y morales que se encierran en la composición. Hace unos días el director de escena polaco declaraba a un rotativo madrileño: “El que quiera escuchar música en MIS óperas que se quede e casa y se ponga los cascos” Caso típico de arrogancia y de egotismo. Pero ya se sabe que Warlikowski trabaja para espectadores inteligentes, como ha dicho más de una vez. Algunos tontos abucheamos al final de la representación.  Arturo Reverter

 

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