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Críticas a "Gloriana" en la prensa en papel
Críticas a "Street scene" en prensa en papel
Por Publicado el: 08/03/2018Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas a «Aida» en la prensa en papel

Las críticas a «Aida» en la prensa en papel

Van apareciendo las críticas a «Aida» en la prensa en papel de difusión nacional. Es curioso que se publiquen en papel antes que en Internet. Se obliga a los críticos a escribir sus críticas en media hora y luego no se publican en algunas webs hasta 24 horas más tarde. Y, claro, los críticos llevan a las funciones sus comentarios ya escritos con generalidades a las que se añaden breves reseñas a lo acaecido. La crónica de El País es clarificadora de esta problemática, pero otro tanto puede observarse en las introducciones de El Mundo, La RazónABCJoan Matabosch declaró en una reciente entrevista que no son serias este tipo de críticas: «Entre los críticos hay de todo, competentes y los que se duermen en la butaca y no se han enterado de nada. ¡Qué le vamos a hacer! A mí me interesa saber lo que dicen todos, porque quiero conocer qué hay en el ambiente; pero también sé lo que es equivocarse y lo entiendo, sobre todo cuando los obligan a salirse del teatro antes de que acabe la función para escribir la crítica deprisa y llegar al cierre. Es inhumano y absurdo. No les da tiempo a reflexionar. Por eso sale lo que sale». Gregorio Marañón debería dar un paso más, tomar la iniciativa y llamar a los directores de los periódicos de difusión nacional para que no publicasen las críticas hasta pasado un día. Sinceramente, este tipo de críticas no hacen un favor a nadie y, por supuesto, a los que menos es a los sufridos críticos.

Resumen: mucha grandiosidad, barullo escénico, falta de teatralidad en la dirección escénica, voces femeninas mejor que las masculinas. Soprano de nivel, algo descontrolada a veces. Una Amneris en ocaso de su carrera pero contundente en su gran escena. Un Radamés poco juvenil vocal y escénicamente. Correcto Amonasro. Diferencia de opiniones respecto a la dirección orquestal, controlada pero falta de brío. El coro a menor nivel de otras ocasiones. Lo que nadie cuenta es que la butaca costaba nada menos que 390€, pero es que los críticos no lo saben porque no pagan. El público se lo pasa bien.

EL PAÍS, 08/03/2018

Al pie de la letra

Mucho esteticismo, incesantes ‘tableaux vivants’, pero escasa dirección de actores y muy pocas ideas

Enero de 1929. Theodor Adorno asiste a una nueva producción de Aida en la Ópera de Fráncfort dirigida por Clemens Krauss. En su breve crítica posterior se pregunta si las producciones en exceso fieles al original no estarán intensificando la creciente alienación que siente el público hacia determinadas óperas. Y sentencia: “El rescate escénico de obras como Aida se produce únicamente si se hace saltar por los aires la inmanencia de la estructura escénica, intercalándola con intenciones tomadas de otros ámbitos más actuales”. Algo que debe relacionarse con lo que escribiría muchos años después cuando afirmó que “la ópera, en cuanto lugar de descanso y esparcimiento burgués, se permitió implicarse tan poco en los conflictos sociales del siglo XIX que solo pudo reflejar muy burdamente la evolución de las tendencias de la propia sociedad burguesa”.

Enero de 1981. Michael Gielen dirige Aida en la Ópera de Fráncfort en una nueva producción de Hans Neuenfels. Durante el preludio se ve a Radamès, vestido como un hombre de negocios decimonónico, y en lo que parecer ser un sueño, coger una pala en su oficina para, tras arrancar varios tablones de madera del suelo, sacar sucesivamente tierra, una espada y el busto esculpido de Aida. Esta resultará ser luego no una esclava etíope, sino una humilde limpiadora y, al comienzo del segundo acto, tras levantarse el telón, el público ve en el coro a su doble, que lo observa e imita: son, en sus palcos, los espectadores del estreno europeo de la ópera en el Teatro alla Scala de Milán en 1872. Luego se obliga a los prisioneros etíopes a valerse de cuchillo y tenedor para comer pollo asado, pero, fracasado el intento de civilizar a los presentados como salvajes, la comida acaba lanzada por los aires. Los abucheos y pitidos arrecieron durante la representación, el escándalo fue mayúsculo y una de las funciones posteriores hubo de ser interrumpida por un aviso de bomba.

Agosto de 2017. Se estrena en Salzburgo una nueva producción de Aida con dirección musical de Riccardo Muti y escénica de la artista visual iraní Shirin Neshat. En su producción hay proyección de vídeos, por supuesto, y en la estilizada escenografía y vestuario no hay símbolos egipcios reconocibles. Un crítico alemán escribe malévolamente que “las únicas momias se encuentran en el patio de butacas”.

Marzo de 2018. El Teatro Real repone la producción de Aida de Hugo de Ana estrenada originalmente hace veinte años, pocos meses después de su reapertura. No hay aquí rastro de la lupa antiburguesa de Adorno, ni de la lectura crítica que Edward Said hace de la ópera en un largo apartado del segundo capítulo de su Cultura e imperialismo (“El imperio en acción”), ni de las dislocaciones entre lo esperable y lo visible, como pasaba, por ejemplo, en la marcha triunfal de otra famosa producción de Aida, la de Peter Konwitschny para la Ópera de Graz en 1994, con los trompetistas situados junto al público y el coro invisible fuera de escena, donde sí se veía a Radamès y Amonasro triunfalmente manchados de sangre en una aburrida fiesta junto a los demás personajes principales.

Lo que sí hay en este exponente del Teatro Real de ayer, o de anteayer, muy diferente del de hoy, es mucho esteticismo, incesantes tableaux vivants, pero escasa dirección de actores y muy pocas ideas. Musicalmente, lo mejor es con mucho la espléndida dirección de Nicola Luisotti, que no incurre en un solo exceso en una ópera proclive a cometerlos y que dirige con pulso, poesía y sentido teatral en todo momento. Para quien se canse del trajín escénico, verlo dirigir en el foso es un verdadero placer y enseña incluso más sobre la obra que lo que se ve sobre el escenario. Las voces, sin embargo, pocas veces están a su altura: Gregory Kunde, casi afincado en nuestros teatros, ha llegado a Radamès con la voz ya fatigada y lo que puede hacer no siempre se corresponde con sus buenas intenciones; Liudmila Monastirska posee las cualidades para Aida, pero su potencia vocal tiende a desbocarse por momentos y acusa serias carencias de expresividad y dicción; tras un comienzo muy dubitativo (al igual que Kunde), Violeta Urmana hace crecer a su Amneris, reservando lo mejor para el último acto. Del resto del reparto, el más reseñable es el excelente y noble Ramfis de Roberto Tagliavini.

Es esta una Aida para contemplar y escuchar (deslumbrados ante tanta maravilla, como Hans Castorp cuando la oye en el gramófono en el último capítulo de La montaña mágica), pero no para pensar y adentrarse en las zonas oscuras y los múltiples dobleces que esconde toda obra de arte. Hay previstos este mes hasta tres repartos diferentes, lo que cambiará no poco el juego de equilibrios musicales. Pero lo que se ve ‒y, ay, lo que ha dejado de verse‒ seguirá siendo, claro, lo mismo. Luis Gago

EL MUNDO, 08/03/2018

Aida: sólo faltaba el elefante

El Teatro Real estrena una versión abigarrada, imperfecta pero intensa de la ópera de Verdi

El padre le da la vida, pero luego se encarga de sofocar su libre desarrollo. La patria acoge al nuevo ser para colocarlo después al borde de un abismo. Padre y patria como fuerzas y ámbitos donde el poder actúa. Aquí Verdi trata los conflictos que han articulado su obra entera encarnados en el triángulo infernal soprano-tenor-mezzosoprano que ya había aparecido con ímpetu en Luisa Miller y Don Carlo. La valerosa imaginación del melodrama romántico ha ambientado el drama repetido encarnándolo en nobles y bandidos, cortesanas y campesinas, sin empacho en convocar a Atila, rey de los hunos, al dogo veneciano, o a nuestros Carlos V y Felipe II. Nunca había hecho falta retroceder tanto como trasladarnos a una corte faraónica, aquejada, quizá inevitablemente, por la guardarropía del folletín decimonónico, fascinado por un exotismo que tentó incluso al novelista Flaubert en Salambó.

Para representar la triste historia del fracaso del general victorioso, que arrastra a la catástrofe a sus dos enamoradas, hijas de monarcas enfrentados, es preciso rendir tributo a deidades como Isis y Fthà, calificado de inmenso espíritu fecundador del mundo, que exigen ritos más o menos cimbreantes; también hay que aplaudir como se merece el desfile triunfal del ejército confiado en haber vencido al bárbaro etíope.

El montaje de Hugo Ana, recuperado en lo esencial, no pierde ocasión de pasear de izquierda a derecha o de derecha a izquierda todo tipo de procesiones, menos preocupado de los soldados que de los bailarines y las danzarinas que la coreógrafa Leda Lojodice mueve según una convención basada en figuras que agitan los brazos y se desplazan de perfil. Un escenario abarrotado que responde a lo que la música parece pedir y que funciona en cuanto responde a una exigencia que la tradición ha impuesto. Una espectadora comentaba que sólo faltaban los elefantes, y otra apuntaba que quizá alguno se paseaba sin ser visto. Bromas inocentes para recibir el montaje con gusto pero tal vez sin demasiado entusiasmo.

 

Énfasis catapultado hasta el extremo de la ampulosidad y, si se quiere, del exceso, pero que no ahoga la zona de intimidad de la historia, que cuenta con la música mejor y que sostiene un conjunto que no es posible soportar solo con fanfarrias. El trío en discordia es defendido por una soprano en plena forma, una mezzosoprano que apunta un cierto declive, y un tenor talludo. La ucraniana Lyudmila Monastryska es una Aida vigorosa y plena, que se encuentra extrañamente aislada frente al Radamés del norteamericano Gregory Kunde, un buen cantante que no resulta verosímil en el heroico general traicionado, que aquí parece encontrarse en excedencia. Tampoco la Amneris de la lituana Violeta Urmana acaba de integrarse en la tensión que une y separa al terceto en discordia, a pesar de su sabiduría. Solo, curiosamente, al final, cuando la muerte espera a la etíope y al egipcio, mientras la hija del faraón se lamenta fuera de la tumba los personajes y los intérpretes se funden en uno de los desenlaces más pacíficos y consoladores imaginados por Verdi, el gran experto en muertes violentas.

Pero Aida ha vuelto al Teatro Real y merece verse, en uno u otro reparto, todos prometedores, con un coro espléndido y una lectura orquestal diáfana e intensa a cargo del maestro Nicola Luisotti. Álvaro del Amo

 

ABC, 08/03/2018

La pesadez histórica

Quien crea que programar una obra indiscutible como «Aida» garantiza el éxito, desconoce que levantar el telón siempre es una operación de riesgo. Aunque sea recuperando la muy recordada producción de Hugo de Ana que el Real estrenó hace veinte años abriendo la segunda temporada de un teatro que aún se sentía en la obligación de demostrar su capacidad técnica. Gustó mucho entonces…/… «Aida» sobrevive haciendo creer que es una obra inmediata lo que significa que se defiende frecuentemente en escenarios naturalistas. El de esta producción lo es desde una perspectiva corpórea y también ayudada por varios videos de aspecto holográfico. Pero más allá de la inmediatez corriente y abarrocada del paisaje, importa lo problemático de la realización y su importante poso de vacuidad…/… La cuestión no es, por tanto de gusto sino de credibilidad, algo en lo que el maestro Nicola Luisotti y los tres repartos que se proponen tendrán mucho que decir en las próximas funciones. La de anoche apenas se desenvolvió por la superficie de la partitura sin penetrar en su muy comprometedores meandros vocales. Desde una perspectiva general, la versión creció en el final porque la orquesta dio lo mejor de sí y los protagonistas encontraron en lo dramático una zona de confort.

Por el camino faltó sutileza y autoridad. El caso de Violeta Urmana es ejemplar en tanto Amneris es epicentro de la obra. Escaseó el sentimiento y la gravedad, incluso la falta de riesgo, decisión compartida por muchos. Gregory Kunde, como Radamés, refugiándose en la veteranía y en la saludable brillantez del agudo. Evidentes cambios de color y cierta inestabilidad en la voz de Liudmyla Monastyrska terminaron por dibujar una Aida irregular. Y Luisotti arropó a todos ellos y al coro del Real…/…Fue un versión compacta, contenida, escasa de emoción, con apenas temperamento.

Las funciones de «Aida», y así consta en el programa de mano, se dedican a Pedro Lavirgen, poderoso Radamés en la historia del título. También se ha recordado a Jesús López Cobos, director musical del Real durante siete sustanciosos años y fallecido recientemente. Un educado aviso por megafonía resolvió la cuestión en la representación de anoche. Alberto González Lapuente

 

 

LA RAZÓN, 8/03/2018

Imagen lujosa y tópica

Verdi: “Aida”: Liudmyla Monastyrska, Gregory Kunde, Violeta Urmana, George Gagnidze, Roberto Tagliavini, Soloman Howard, Sandra Pastrana, Fabián Lara. Coro y Orquesta del Teatro Real. Director: Nicola Luisotti. Director de escena: Hugo de Ana. Teatro Real, Madrid, 7 de marzo de 2018.

Desde 1999 no subía al escenario del Real esta ópera verdiana. Lo hace ahora de nuevo y, curiosamente, en la misma producción que en aquella oportunidad ideara Hugo de Ana. “Aida” es un título capital en el que resplandece la habilidad para combinar lo antiguo con lo moderno, hasta el punto de que podríamos afirmar que es, a la vez, una ópera reaccionaria y progresista. Una obra que tiene un planteamiento clásico, similar al de cualquier partitura de los “años de galeras”, los de la trabajosa juventud del músico. Aquí se aúna todo: tradición, números cerrados, exotismo, espectáculo, lenguaje musical de gran modernidad y un tratamiento poético de situaciones y personajes de alquitarado refinamiento. Encontramos, en paralelo, unas muy cuidadas instrumentación y orquestación, a través de las que Verdi obtiene momentos de bello colorido, pasajes de extrema delicadeza y novedad.

Pese a que se ha reducido en parte su monumentalidad, atendiendo sobre todo a las nuevas medidas obligatorias de seguridad, la producción sigue pecando de grandilocuencia, lo que hace perder intimidad y recogimiento a los muchos momentos líricos que atesora la partitura y que se combinan con las escenas de masas. En ocasiones la visión se hace confusa pues continuamente se están proyectando, sobre una pantalla translúcida situada en la corbata, imágenes alusivas del antiguo Egipto, monumentos, ruinas, estatuas y otros elementos arquitectónicos.

Se nos ofrece una imagen tópica, más bien rancia y acartonada, aunque lujosa y espectacular de aquella civilización faraónica. La escena de la Marcha triunfal, ese tan famoso “Gloria a Egitto”, se edifica sobre enormes escalones de piedra, bien diseñados y reproducidos con toda clase de detalles y con movimientos de figurantes un tanto confusos y a veces infantiles y obvios, redundantes y tópicos, bien que vistosos. No nos gustó la coreografía de Leda Lojodice por su falta de originalidad y su escasa conexión con la acción, aunque tuvo su lado virtuoso. El empleo de largas cintas blancas en el cuadro del templo de Vulcano (que, por cierto, nunca fue adorado por los egipcios) resultó demasiado simplón en su evocación de momias. Las cintas de otros colores jugaron también un papel simbólico en otros momentos. En todo caso, la narración se siguió con fluidez a pesar de los numerosos descansitos ente cuadros. Sólo hubo un intermedio, entre el segundo y el tercer acto

La prestación vocal tuvo sus más y sus menos. Empecemos por lo mejor, que estuvo en la garganta de Aida. La ucraniana Monastyrska posee un instrumento potente y extenso de soprano lírico-“spinto”, con un vibrato apreciable y un metal no del todo bruñido. Es hábil para el filado, del que quizá abusa, aunque hubo momentos muy conseguidos, así en la escena del Nilo. Coronó en un hilo el do sobreagudo de “O patria mia!” y cantó con fuerza y vigor en los conjuntos, donde siempre fue audible. En la parte más grave de su primera octava emite feas sonoridades de tinte nasal. A su lado, Kunde fue un Radamés fatigado y mayor, que cantó una muy deslucida y calante, nada refinada, “Celeste Aida”. La voz ha perdido esmalte y suena mate casi siempre, cuando no engolada, excepto en algún agudo bien cogido. Fue a más. Su atuendo era más el de un samurai que el de un general egipcio.

Urmana tiene ahora dos colores, uno en el grave, que suena hueco, y otro a partir del do 4. Pareció reservarse al principio, en donde se la oyó poco, siempre tapada por los demás. Estuvo intensa y artista en el dúo con Aida y echó el resto en su gran escena con Radamés y en su soliloquio posterior, donde los agudos sonaron destemplados. Gagnidze, que sustituía a Viviani, a su vez sustituto de Maestri, mostró su atractivo color baritonal, espeso y firme, con agudos bien puestos y expresión convincente. Mejor el rey de Howard, joven bajo de oscuro timbre, que el Ramfis de Tagliavini, de grave muy débil. Bien Pastrana como sacerdotisa y estupendo el mejicano Lara como mensajero: mostró bello timbre de lírico, buena emisión y caluroso fraseo en su brevísimo cometido. Ahí hay futuro.

Luisotti es un experto conocedor de la literatura de Verdi. Llevó en general “tempi” moderados, sin aceleraciones intempestivas, pero también sin auténtico fuego verdiano, sin marcar ese ritmo férreo e implacable que piden ciertos momentos. Manejó bien las dinámicas y trató con gusto los instantes más líricos. La Orquesta y el Coro del Teatro funcionaron bien engrasados bajo su gesto claro y convincente. Arturo Reverter

Fotos: Javier del Real

Un comentario

  1. Roberto Alvarez Orgaz 09/03/2018 a las 16:21 - Responder

    Notable falta de emoción en esta «Aida», vistosa pero globalmente decepcionante: dirección de actores inexistente, ballets de un kitsch insoportable, incómodo telón casi permanente, orquesta sin brillo, marcha triunfal pueblerina, sin brío, sin marcialidad, con trompetas apagadas… Cantantes dignos, pero desiguales en su desempeño. El mejor sin duda alguna, el mensajero en su brevísimo cometido. El vestuario (¡pobre Aida!) y el maquillaje (¡pobre Aida una vez más!), horrendos, con la ventaja de que las ropas podrán servir, en estos tiempos de crisis, para representar «I Lombardi», «Attila» y un montón de óperas más, con más propìedad que esta. En fin, en comparación con las recientes «Dead Man Walking» y, sobre todo, «Street Scene», un bajón general de calidad. Mucho ruido y pocas nueces.

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