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Por Publicado el: 04/06/2013Categorías: Diálogos de besugos

Las críticas a «Wozzeck» en el Teatro Real

Puntuales llegan las críticas a «Wozzeck»… Como siempre, división de opiniones, especialmente en la puesta en escena, sin que se discuta el apartado sinfónico y vocal.

EL MUNDO, 4 de junio

Tribulaciones de un camarero

“WOZZECK”

Autor: Alban Berg. / Director musical: Sylvain Cambreling. / Director de escena: Christoph Marthaler. / Reparto: Simon Keenlyside, Nadja Michael, Gerhard Siegel, Franz Hawlata, Jon Villars. / Producción de la Opera de París. / Escenario: Teatro Real. Fecha: 3 de junio.

Calificación: **

Simon Keenlyside es un barítono de amplio espectro, actor esforzado y varón bien parecido, capaz de cantar a Mozart, Verdi y Debussy, además de a los contemporáneos Lorin Maazel o Thomas Adés, con la misma dinámica competencia. Tal vez por su grato aspecto de buena persona le va más el papel de Papageno, el simpático inocente, o el del Marqués de Posa, noble abnegado, que el de Macbeth, asesino en serie. Wozzeck, el lúcido obtuso, con una sensibilidad tan exacerbada que se convierte en inteligencia, cabe imaginar que puede convertirlo en una de sus creaciones, siempre que cuente con una dirección de escena que respete la delicada complejidad del personaje, inédita en esta producción de la Opera de París. Aquí queda reducido a un ajetreado camarero, que se desplaza abrumado de un lado a otro, sin que su dolor y sus chispazos de genio asomen apenas; sólo al final, en la última escena con Marie se vislumbra la capacidad de un intérprete, lamentablemente sofocado.

La historia del soldado víctima no impone un constreñimiento especial a la libertad del director de escena, gracias a un sabio equilibrio entre la filosofía existencial y el relato dramático; pero parece razonable respetar la rigurosa tensión narrativa de la peripecia, una intuición genial del dramaturgo Büchner, precursor a la vez del romanticismo y del teatro moderno, que le sirve para recorrer una serie de ámbitos, cada uno con fuerte carga simbólica; la dureza del ambiente cuartelario es una alusión crítica al militarismo, igual que el río letal y el sol ígneo introducen en la acción tanto el Mito como la Naturaleza. Bajo el común denominador de una miseria, expresada en tabernas y hogares humildes. Sólo la sordidez cabe en el espacio elegido, cabe pensar que por comodidad. Una sala con algo de hogar social para indigentes y algo también de guardería, susceptible de convertirse en taberna desangelada, es el único espacio propuesto. Todo ocurre allí, sin que se produzca un mínimo efecto de concentración. Al contrario; el tiempo se estira y se congela, en la insistencia de una indigencia, que ya se percibe en cuanto se alza telón. Seguimos los azarosos trajines del camarero, distraídos por clientes que llegan, niños que irrumpen, y la presencia de un pianista que interviene al final. Una situación reiterada sustituye la tensión narrativa.

Cambreling, quizá para animar el tedio del bar inhóspito, ha optado por insuflar a la orquesta un constante énfasis sinfónico, en una búsqueda de vivacidad que no traiciona la música, en general reconocible, pero que se olvida de iluminarla diafanidad, la transparencia y los mil contrastes de una partitura que es pura filigrana.

Del reparto destaca la Marie de Nadja Michael, sensual, consciente y desgarrada, que se impone enseguida sobre todos los demás; en su último dúo ofrece al maltratado Keenlyside la ocasión póstuma de mostrar sus calidades. Previsibles el Capitán de Gerhard Siegel y el Doctor de Franz Hawlata en su impostado histrionismo, así como Jon Villars en un Tambor Mayor, degradado aquí a gamberro. Aplausos cansinos y alguna protesta lánguida del público soñoliento. Álvaro del Amo

Un crudo “Wozzeck” divide al Teatro Real

Imponente versión musical y escénica de la ópera de Berg con reparto de altura

Fue el de anoche un espectáculo espantoso. No en la acepción peyorativa del adjetivo, sino en la que implica asombro, consternación y estremecimiento. Tres rasgos que definen la dramaturgia de Christoph Marthaler a propósito de Wozzeck (1925) y que identificaron la escena final con una metáfora de la orfandad desasosegante.

La reacción inmediata del público se matizó en la tibieza, pero no es fácil ponerse a aplaudir en estado de shock, a no ser como un recurso para aliviar la congoja de un espectáculo que nos resulta contemporáneo por el texto visionario de Georg Büchner, por la vigencia musical de Alban Berg, por la concepción rotunda de Sylvain Cambreling en el foso y porque Marthaler, debutante en el Teatro Real, extrapola Wozzeck a la sociedad de nuestro tiempo en los vaivenes de la crisis, de la alienación, de la sumisión, del empobrecimiento.

Transcurre la lectura del director suizo en un cuadro único. Una carpa de recreo en el vientre de una fábrica detrás del cual juegan los niños en sus columpios, ignorando el desquiciamiento de sus mayores.

No cabe iconografía más pavorosa que la infantil. Más aún cuando Marthaler se vale de la boca de un gran payaso con forma de tobogán que engulle a los personajes a cuenta del adulterio y el homicidio.

Es un guiño grotesco en un espacio sórdido, premeditadamente feo. De hecho, el feísmo forma parte de la identidad estética de Marthaler en muchas de sus producciones, aunque resulta particularmente convincente en el desgarro de esta ópera y en el escrúpulo teatral con que están concebidos detalles y personajes.

Impresiona en primer lugar el talento teatral y vocal de Simon Keenlyside. Había debutado en el papel cuando esta misma producción de Wozzeck fue estrenada en París (2008) y lo ha incorporado a su repertorio con un grado de implicación que abjura de la sobreactuación y que destaca la ingenuidad y vulnerabilidad.

Tan vulnerable es Wozzeck que la obra de Büchner se pregunta si un clima depresivo social puede inducir un homicidio y, por la misma razón, convertir al asesino no en un culpable sino en un instrumento arbitrario.

Sobrevuela la misma duda en el audaz montaje de Marthaler, aunque la altura de la dramaturgia también proviene de la identificación con la música. De ahí la importancia y el interés que revisten la dirección musical de Sylvain Cambreleng, cuya afinidad a la partitura se percibe en la concepción expresionista y en la riqueza cromática del foso. Tanto en los pasajes desgarrados de mayor volumen como en las concesiones camerísticas.

No se viene al Real a disfrutar de la ópera. Se viene a sufriría, a encajarla, a marcharse con ella incluso cuando se ha vencido el telón. Es el mérito y el castigo de un espectáculo que socava la frontera de la locura y que reúne un reparto de gran altura para atormentar implacablemente al espectador.

El caso de Nadja Michael es concluyente por el rol crucial que desempeña (Marie), por su corpulencia vocal y por la estudiada frivolidad con que concibe el personaje, aunque impresiona en mayor medida el papel de Jon Villars. Sobre todo porque su personaje, resuelto vocalmente con holgura, resulta muy físico e intimidatorio. Marthaler lo retrata como una especie de matón balcánico. Matón, tatuado y también hortera, redundando así en una dramaturgia premeditada-mente antiestética que sirve de hábitat a los personajes falsa-mente cuerdos con que abusan los poderes establecidos.

Es el caso del capitán, trazado a cuchilladas vocales por Gerhard Siegel. Y del médico, a quien Franz Hawlata, mejor actor que cantante, convierte en un sujeto maniaco obsesivo al compás de los pasajes más siniestros.

No cabe mayor contraste entre este Wozzeck y el Don Pasquale que acababa de presentarse en el Teatro Real. La ópera de Donizetti nos acompaña en la ducha. La ópera de Alban Berg, en cambio, nos acompaña en la conciencia y en las entrañas.

El matiz no quiere decir que el público madrileño agradeciera la lectura de Marthaler. Hubo una fuerte división de opiniones en el trance de los saludos, pero es posible que los mensajes subliminales hagan recapacitar a los espectadores recalcitrantes. Rubén Amón

 

EL PAÍS, 4 de junio

Inquietante como la vida misma

WOZZECK

De Alban Berg. Con Simon Keenlyside y Nadja Michael, entre otros. Director musical: Sylvain Cambreling. Director de escena: Christoph Marthaler. Escenografía: Anna Viebrock. Producción de la Ópera de París, 2008. Sinfónica de Madrid, Coro Intermezzo. Teatro Real, 3 de junio.

No pasa el tiempo por algunas óperas. Títulos como Otello, de Verdi, o Wozzeck, de Alban Berg, parecen compuestos hace unas horas, gracias a su intensidad musical y a su actualidad temática. Bien es verdad que la sombra de Shakespeare, matizada por Boito, o la de Georg Buchner, las arropan teatralmente. En lo que va de junio se han presentado dos versiones colosales de estas óperas fundamentales de la historia lírica en Valencia y Madrid. La ópera, en estas representaciones, trasciende sus propias fronteras, y se erige por derecho propio en espejo cultural de la sociedad. Con todo lo que eso lleva consigo.

Para que un fenómeno así se produzca hay que partir de una conexión profunda entre teatro y música. Las dos óperas citadas la tienen. Y alcanzan además la categoría, cada una en su estilo, de obras maestras absolutas. Centrándonos en Wozzeck, me apresuró a decir que su interés no se limita exclusivamente a los aficionados a la música, ni siquiera a los del teatro, sino que se extiende a toda la sociedad con inquietudes culturales. En menos de dos horas —la obra se desarrolla sin interrupción—, y gracias a un trabajo depurado de Sylvain Cambreling, la música alcanza cotas narrativas estremecedoras, tanto en las cinco piezas de carácter, que componen un hipotético acto primero, como en la sinfonía en cinco movimientos, que sostiene el armazón musical del segundo, o en las seis invenciones sobre temas, notas, ritmos, acordes o tonalidades, que soportan la tensión del desenlace. La orquesta está espléndida y asimismo el coro en sus breves intervenciones. Hay un trabajo de dirección musical contrastado y preciso, y así la sensación emotiva en el desarrollo del drama llega a niveles, digámoslo así, de un puñetazo en el estómago.

El reparto vocal asume desde los más mínimos detalles sus responsabilidades teatrales. Todos los cantantes se desenvuelven con enorme soltura como actores, desde un soberbio Simon Keenlyside, pletórico de sutileza y expresividad, en el protagonista que da título a la obra, hasta una Marie con empuje y gran personalidad a cargo de Najda Michael. Jon Villars, como Tambor Mayor, o Gerhard Siegel como Capitán, bordan sus cometidos dentro de un reparto homogéneo y equilibrado.

La puesta en escena de Christoph Marthaler y Anna Viebrock es sobrecogedora, dada su actualidad y a la elevación de la estética cotidiana, con sus elementos de vulgaridad, a categoría de genialidad expresiva. Se desarrolla toda la acción en una especie de cantina rodeada por una guardería, en la que los niños juegan continuamente con balones de plástico, canastas de baloncesto, muñecos, trampolines y otros objetos, ampliando metafóricamente en el tiempo la permanencia del drama entre oprimidos y opresores. La dirección teatral es magistral por su culto al detalle y por su reflejo de unas realidades que se modifican en apariencia pero que no cambian en esencia con el paso de los años. Así este Wozzeck es de una actualidad demoledora, situándose entre los grandes trabajos para la escena de Marthaler y su equipo, a la altura de Pelléas y Mélisande en Francfort, La bella molinera en Zurich y Dortmund, las óperas de Janácek o el Cuarteto para el fin de los tiempos en Salzburgo, La vida parisiense en Berlín o la particular versión de La coronación de Popea que se pudo ver en Madrid en 2006 dentro del Festival de Otoño.

Escribo a bote pronto por la urgencia del tiempo, pero me atrevo a afirmar que estamos ante el espectáculo operístico más desgarrador e inteligente de esta temporada en el Real. Considero asimismo que el Otello de Valencia con Zubin Mehta va a hacer historia en la ciudad del Turia. Tener a la vez dos propuestas líricas semejantes en funcionamiento en nuestro país es algo que ocurre muy raras veces. Créanme, aunque sea solamente una vez: no se las pierdan. Juan Ángel Vela del Campo

 

ABC, 4 de junio

La verdad de los hechos

WOZZECK ****

Dirección: Alban Berg. Intérpretes: XS. Keenlyside (Wozzeck), J. Villars (Tambor mayor), G. Siegel (Capitán), F. Hawlata (Doctor), N. Michael (Maríe). Pequeños Cantores de la Jorcam, Coro y Orq. Tirula res del Teatro Real. Dir. escena: Ch. Marthaler. Dir. musical: S. Cambreling. Lugar: Teatro Real. Fecha: 3-VI.

Pobre Wozzeck. «¡Buena persona. sin moral!» Alguien que sólo tiene un problema: que huele a sangre, inyectada por muchos otros con consciente regocijo, perversión, alevosía y premeditación. «Aberratio mentalis partialis». Como si fuera el evangelio las retahílas atraviesan la ópera de Alban Berg de arriba a abajo. Cualquier personaje deja una sentencia en el aire: «todo es silencio… como si el mundo hubiera muerto», «los pobres sudamos hasta cuando dormimos»… «este lugar está maldito». Y es verdad.

El Teatro Real recupera «Wozzeck» seis años después de la polémica puesta en escena dirigida por Calixto Bieto y lo hace sobre el espacio algo desgastado de una nave industrial en la que se ha habilitado una cantina popular con recreo incluido. Entonces fue mostrar sobre el escenario lo más execrable, las tripas de la tragedia. lo explícito; ahora todo es construir hacia dentro, dibujar personajes abocados a un destino inevitable: «por qué no apagará Dios el sol».

En el estreno de ayer, la puesta en escena de Christoph Marthaler, producción de la Opéra National de Paris estrenada allí en 2008, se recibió con timidez. La razón puede que esté en ese espacio en donde al «asesino inocente» le falta un punto de evidencia, de intensidad, aun siendo el trabajo teatral de una depuración notable y el apoyo orquestal de calidad evidente. Particularmente, es muy interesante el esfuerzo de fondo en la versión de la Orquesta Titular a partir de la dirección de Sylvain Cambreling. bien ensamblada, solvente, con escenas de gran presencia como pueda ser la «invención» instrumental que precede al final o el encuentro entre Marie y el Tambor mayor, pero ya es curioso que ni el coro de niños de cierre, ni el silencio que precede al segundo acto provoquen en cada caso una inquietud suficiente.

Así le sucede a esta propuesta escénica en la que el movimiento de todos alcanza momentos de virtuosismo, donde la iluminación marca el tiempo y las vicisitudes con una intención formidable, pero donde el total sabe a poco frenando la caída al abismo. ¡Pobre Wozzeck!

Con todo, se le coge cariño a Simon Keenlyside porque, vía Marthaler, dibuja un personaje verosímil que se iguala con un reparto cuya adecuación vocal parece impropia del Real. En el caso de Keenlyside desde la nobleza, la calidad y un punto de ingenuidad. Su contraria, Nadja Michael, porque plantea una interesante ambivalencia de fondo y consigue hacer del grito algo verdaderamente expresivo a partir de una línea vocal muy cuidada en sus inflexiones. Ambos poseen un color certero que es la virtud que también acompaña a Gerhard Siegel y Franz Hawlata: capitán incisivo, claro, potente y «buffo», en un caso: doctor con empaque y alcurnia, en el otro. Ellos y los demás, por tanto, en el sitio correcto, con la disposición adecuada… y a solo un paso de revelar lo repugnante de unos hechos abominables. Según se dice aquí eso es «tener carácter, la naturaleza es otra cosa». Alberto González Lapuente

 

La Razón, 4 de junio

Tragedia entrevista

La arquitectura musical de «Wozzeck» es de una destreza extraordinaria. Cada uno de los tres actos y cada una de las cinco escenas que los estructuran poseen una construcción propia que se inspira, en un dispositivo de endiablada perfección, en formas musicales antiguas. Las secuencias son casi siempre muy breves. Un mosaico envuelto en un ropaje de base atonal. Este planteamiento musical no ha tenido correspondencia con la escena. Y eso que la idea de Marthaler es realmente ingeniosa. Parte del empleo de un decorado único, una suerte de nave, de «tienda de juegos». Una cantina con mesas y sillas (este objeto obsesiona al artista desde hace años) y juegos infantiles. Niños, zapatos en el interior, donde Wozzeck trabaja sirviendo bebidas, limpiando, afeitando al capitán… El espacio es atractivo. Hay mucha luz, excepto en el tramo final.

La acción fluye aireada y progresiva, pero la atomización de la música, su toque expresionista, lo transparente de su estructura no acaban de engarzar con una narración teatral libre de aristas y con ancho campo para la fantasía del espectador. Un espacio tan amplio hace perder además intimidad y clima a la historia. Menos mal que el foso actuó muy disciplinadamente, contundente, algo rudo, con una excelente orquesta bajo el mando firme de Cambreling, un director al que le van bien este tipo de partituras, a las que de todos modos es incapaz de extraer el lirismo a veces oculto.

El monumental «crescendo» previo al suicidio fue ejecutado magistralmente. Magnífico el Coro en sus breves intervenciones, lo mismo que la orquestina sobre la escena del acto segundo y el Coro de niños de la JORCAM. Keenlyside fue un conturbado Wozzeck, aunque habría sido preferible marcar una evolución más paulatina hacia la locura. Con su bien proyectada voz de barítono lírico cantó con abundancia de reguladores y no se refugió en la fácil declamación. Nadja Michael posee metal y volumen, pero abusa del forte, evidenciando una estridencia poco agradable. Muy bien Siegel, un capitán que canta a plena voz, sin temores, en un «sprechgesang» que huye del falsete de otros. Correcto Hawlata, muy digno Padullés y adecuada Bradic. Bien los demás, con un Vas que, en su papelito de Loco, se pasa casi toda la obra haciendo gestos de retrasado mental. La obra se da de un tirón, sin entreactos. Buen éxito de público y algunas protestas para Marthaler. Arturo Reverter

BECKMESSER.COM, 4 de junio

Wozzeck, sinfonismo vocal con escena alicorta e incomprensible

Temporada del Real

Wozzeck, sinfonismo vocal con escena alicorta e incomprensible

“Wozzeck” de Alban Berg. Simon Keenlyside, Nadja Michael, Gerhard Siegel, Franz Hawlata, Roder Padullés, Katarina Bradic, Scott Wilde, Tomeu Bibiloni, Francisco Vas, Antonio Magno, Enrique Lacárcel, Álvaro Vallejo, Lorenzo Bini Bicchierai (niño). Director musical: Sylvain Cambreling. Director de escena: Christoph Marthaler. Escenógrafa y figurinista: Anna Viebrock. Producción de la Ópera de París. Teatro Real. Madrid, 3-VI-2013.

Con 242 entradas sin vender cinco minutos antes de comenzar la representación y cuatro minutos de aplausos se cerró el balance numérico de la producción de “Wozzeck” que Mortier ha importado de la Ópera de París, donde se exhibió durante su mandato.

Christoph Marthaler recurre  a un escenario único para reflejar los tres actos con quince escenas de partitura y libreto. Delante de un enorme decorado tipo fábrica, que ni se ve ni se utiliza en momento alguno, sitúa una enorme caseta de feria, de las que se ponen en los pueblos en fiestas. En su interior transcurre todo. Se va desarrollando la acción con un pésimo criterio luminotécnico. Obviamente no queda reflejada toda la sordidez de la historia. No se aprecia la presión que hace enloquecer a Wozzeck, ni el papel del ejército y la medicina en su sociedad, nada de nada. Todo queda reducido a una simple idea: Wozzeck eloquece y asesina a una mujer. Sólo violencia de género, cuando en la obra hay mucho más. El final no produce ningún sentimiento sobrecogedor, lejos de otras propuestas escénicas, como la misma de José Carlos Plaza en el teatro de la Zarzuela hace años. La producción no aporta nada, el espectador que no conociese “Wozzeck” no habrá entendido casi nada y seguirá sin conocerlo. Quien lo conoce habrá echado de menos toda su sustancia.

Menos mal que Sylvain Cambreling conoce la partitura y cuenta con una orquesta que se muestra a nivel excelente y de la que extrae una potencia inusitada en el gran crescendo poco antes de los hechos sangrientos. El público siempre ama las grandes sonoridades y Cambreling las busca constantemente. Es una pena que se le escape algún lirismo.

Vocalmente también funciona. Simon Keenlyside es un gran artista más que cantante, que suple la escasez de contundencia con la matización en el fraseo. A la soprano Nadja Michael le sobra algo de lo que justo le falta al barítono, el exceso de volumen que roza el grito. Formidable Gerhard Siegel en su valiente exposición en las altas tesituras sin recurrir a truco alguno. Muy bien el resto: Jon Villars, Franz Hawlata, etc.

En definitiva, una propuesta escénica fallida y un resultado sinfónico-vocal de altura. La pregunta es, sobre todo también tras el recital de Pollini, ¿el Real es un teatro de ópera o una sala sinfónica? Algo falla en cuanto escénicamente propone. Gonzalo Alonso

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