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NOTA: Paloma O'Shea y Fernando Vilallonga, a torta limpia
Las críticas a "Wozzeck" en el Teatro Real
Por Publicado el: 28/06/2013Categorías: Diálogos de besugos

La «Novena» de Berlín no entusiasma

La Filarmónica de Berlín con Rattle no es como fue con Karajan. Es cosa sabida y se ha demostrado en el Teatro Real a tenor de las críticas, aunque como siempre «El País» se saca los pies del plato como es su uso con todo lo del Real.

ABC:

La retórica universal

Dirección: S. Rattle. Int. C. Tilling, N. Stutzmann, J. Kaiser, D. Ivashchenko, Coro Titular del Real, Filarmónica de Berlín. Lugar: Teatro Real. Fecha: 26 de junio

Cuentan que hubo un día en el que la presencia de la Filarmónica de Berlín en el Teatro Real prometía ser algo frecuente. Hoy, aquella alegría es apenas un sueño imposible. Las razones ya se saben y de ahí que este año se cambiaran las representaciones de «La flauta mágica» mozartiana por la novena sinfonía de Beethoven. En este contexto, no puede decirse que ayer en el Real, y en la primera de las tres interpretaciones de la obra, hubiera pena en el ambiente, porque sería falso. Al fin y al cabo, Berlín y Rattle son quilates dignos de disfrutarse en cualquier circunstancia: por ejemplo, y al margen de la presencia en el teatro, el 28 en pantalla en la plaza de Callao, por Radio Clásica, y el fin de semana en el ciclo de Ibermúsica.

Faltó, por tanto, el nervio de la expectación aunque este intentaba asomar como dejó bien claro el Coro Titular del Real, algo falto de flexibilidad en el arranque de su intervención, luego redondeada con buena presencia y entrega. Junto a él estuvo un cuarteto vocal de notable calidad: Camilla Tilling comedida en su imposible parte, Nathalie Stutzmann aportando presencia en un papel que siempre queda oculto, Joseph Kaiser bien empastado y Dmitry Ivashchenko, más cómodo glosando su intervención solista que aportando profundidad al «papel».

Son detalles de una interpretación en la que destacó la buena coherencia general, la globalidad de una versión potente y la rotundidad de varios momentos. Un máximo fue, sin duda, la melodía sobrevolada en el «Adagio», larga, mantenida hasta morir con una dulzura soberbia.

Porque la novena es algo inmenso, en el mejor de los casos una experiencia que revela su idiosincrasia a partir de una sucesión de objetos musicales que aportan su propio significado al beneficio general. Entre todos ellos, la marcha del cuarto movimiento es una piedra de toque fundamental que dice mucho de la obra y también de quién la trabaja. Es curioso, cómo Rattle, pasado el tiempo, llega aquí y ahora con carácter conciliador: La suave lentitud de la entrada, el acento tamizado, la marcialidad contenida, la textura sonora afín a una amigable fusión tímbrica antes que a la reunión de personalidades que buscan el bien común.

Todo ello es un milagro de la exquisitez que se puede añadir al «pianissimo» de los violonchelos y contrabajos en la aparición del gran tema final de la obra, a la presencia evidente del bajo en el primer movimiento intentando aportar una intención dramática en contraste con el agradable perfil de muchas articulaciones de la parte más cantable, el formidable equilibrio que se alcanza en la reexposición también del primero, el juego musical, en definitiva, estrictamente abstracto, que construye el segundo movimiento desde «fugato» inicial.

La cuestión es cuánto de técnica y cuánto de inspiración pudo haber ayer y, en este punto, es inevitable caer en la comparación y recordar la versión, llena de aristas y hasta de despropósitos, con la que el sábado Jesús López Cobos cerró la jornada «¡Sólo música!» en el Auditorio Nacional, para preguntarse porqué allí se vivió como un suceso emocionante y aquí, ayer, se acabó aplaudiendo con cortesía. Alberto González Lapuente

 

BLOG DE PECHO/EL MUNDO

La Filarmónica de Berlín ha mutado de la dictadura a la democracia. Un viaje en el tiempo de Karajan a Simon Rattle que ha beneficiado la reputación social de la orquesta, aunque es probable que la reputación musical  fuera superior antaño.

Y no por discutir la categoría insultante de esta orquesta. Anoche Simon Rattle prodigó una «Novena» imponente en el Teatro Real, pero no vendría a cuento concluir que fuera una versión histórica. Primero porque el adjetivo ha perdido sentido de tanto emplearse gratuitamente. Y en segundo lugar porque no se produjo el esperado «acabose» ni los delirios con que antiguamente se resolvían las proezas de la BPO.

Impresiona en todo caso que el sonido homogéneo de los berliner sea al mismo tiempo heterogéneo. Escuchamos la orquesta «a coro» tanto como percibimos los matices cromáticos de unas y otras secciones. Rattle proporciona a la Novena arquitectura y detalles, aunque su principal mérito estriba probablemente en la intensidad que concede a la lectura.

Intensidad no quiere decir necesariamente volumen. Se trata de alentar la tensión, de implicar a los músicos y a los espectadores en una montaña rusa -primer y segundo movimientos- para luego solazarlos en la oración del Adagio y de conducirlos al climax  final del himno de la alegría.

Quizá la mayor contradicción consistiera precisamente en que las maravillas empezaron a truncarse cuando la sinfonía caminaba hacia el éxtasis. Fue un mal augurio en este mismo sentido que el bajo siberiano Dmitry Ivaschenko vociferara  en lugar de cantar el trance iniciático del «O freunde, nicht diese töne» («Oh amigos, abandonad esos sones»).

Puede que el problema residiera precisamente en las comparaciones. Habíamos escuchado con estupefacción el virtuosisimo y la sincronía de los berliner. Nos había impresionado la calidad de sus solistas. Nos parecía que los contrabajos sujetaban la arquitectura de la orquesta para que los músicos pudieran mecerse en el oleaje de un sonido inverosímil, al tiempo que Rattle  se implicaba como el gran timonel.

Es decir, que la altura musical y técnica de los berliner implica un complejo desafío para quienes osan a compartir el escenario. En este caso eran los cuatro cantantes solistas y los miembros del coro Intermezzo, cuya buena reputación en las óperas programadas en el Teatro Real sobrentendían su idoneidad para atreverse con la «Novena» de Rattle.

Quizá se hubieran agradecido más ensayos y mayor correspondencia con la orquesta. Es un coro competente y bien trabajado, pero la flexibilidad de los berliner en la dinámica del sonido, en el virtuosismo y en la capacidad de matización hacían más evidente el estatismo expresivo de las huestes españolas, a veces delatadas en la tendencia a gritar la sinfonía.

No debe ser fácil medirse con el magma sonoro de la Filarmónica berlinesa. De hecho, la  refinada soprano Camila Tilling tuvo dificultades para hacerse escuchar, mientras que Joseph Kaiser se mostró un tenor de circunstancias y Dimitry Ivashchenko parecía cantar más una ópera que un oratorio.

Por eso se agradece la altura artística de la contralto Nathalie Stutzmann y enorgullece a título patriótico  que entre los atriles de los berliner haya un instrumentista murciano provisto de sensibilidad y de viola.

Es el único español de la orquesta germana. Recaló en 2010 y no va a haber forma de secuestrarlo. Entre otros motivos porque Joaquín Riquelme, así se llama, fue admitido en la Filarmónica de Berlín, tomen nota, después de haber sido rechazado de la Orquesta Nacional de España.

Estuve hablando con él un buen rato. Evocaba la experiencia metafísica que implicaba tocar a las órdenes de Abbado. Y remarcaba igualmente que la BPO es una orquesta democrática, donde los músicos se selección por consenso, igual que sucede con la elección del maestro titular.

Es el puesto en el que Rattle va a permanecer 16 años y en el que ha completado un trabajo polifacético. Tanto por la misión pedagógica de la orquesta, por su proyección cosmopolita y sociológica, por haber contrastado su labor en un amplísimo repertorio, de Purcell a Boulez.

Rattle es un comunicador. Se apreciaba anoche y sucede en sus habilidades telegénicas, como se desprende de la página web (Concert Hall) con la que la BPO ha sabido posicionarse en la primera línea del mercado.

Se desprende que la orquesta es de los músicos, pero no está claro que la democracia, siendo el sistema político más válido y deseable, deba asumirse como un dogma en otros ámbitos. Y no sólo el escolar, el familiar o el militar. También en las atribuciones históricas con que se reconoce la figura «absoluta» del director, provisto de podio y de batuta afilada.

Karajan fue un dictador en este mismo sentido. Se le podrán reprochar su arrogancia, su tiranía y hasta sus caprichos (Sabine Meyer), pero la  Filarmónica de Berlín adquirió  un primado indiscutible y un sonido «imposible», asimilando, en primer lugar, la impronta decisiva que supusieron los años de Furtwängler al frente de la orquesta.

Hoy la Filarmónica de Berlín es una suerte de Naciones Unidas. Hay 27 nacionalidades diferentes en los atriles, se ha producido un impresionante relevo generacional y ha cuajado el gobierno de la comuna.

Nada que objetar al respecto, siempre y cuando los berliner hubieran demostrado anoche que la «Novena» de Beethoven debe representar bastante más que un magnífico concierto. Ellos son los músicos obligados a custodiar, cultivar y fijar el gran repertorio centroeuropeo.  Esperábamos una «Novena» sublime. No lo fue, aunque ya me gustaría escuchar esta orquesta todos los fines de semana, como ocurre en Berlín. Rubén Amón

 

EL PAÍS

La sección de contrabajos de la Filarmónica de Berlín estaba poniendo a punto sus instrumentos en el escenario del Real antes de que el público se acomodase en sus asientos. Como hacen habitualmente en su sede berlinesa, o allí donde se desplazan. Es una cuestión de estilo, que llevó ayer a sentir Madrid cercana a Berlín, aunque sea por unas horas. Los Berliner muestran siempre una actitud de entrega que refleja su “nobleza de espíritu”, como titula uno de sus libros el gran ensayista Bob Riemen.

 La cuestión es cómo conseguir el mecanismo de perfección que atesoran sus músicos. Con ellos se percibe por momentos ese concepto idealizado de la belleza absoluta. En el segundo, en el tercer movimiento de la Novena ayer, pongamos por caso. Qué sensación de arrebato, de continuidad musical, de seducción sonora. La última sinfonía de Beethoven es un manifiesto musical de solidaridad y esperanza. Es un acontecimiento, vaya por delante, tener en Madrid durante cinco días —los dos últimos con Ibermúsica, el ciclo del admirable Alfonso Aijón, un resistente frente a todas las batallas— a la seguramente mejor orquesta del mundo, con uno de los directores más carismáticos.

Pero quizás convenga recordar algunos avatares caprichosos de la historia reciente para situar de una forma más reflexiva los altibajos del mundo en que vivimos, aplicados, claro, a la programación de espectáculos culturales. La excepcionalidad del concierto fue indiscutible, pero también flotaba en el aire cierto carácter de consuelo ante algo que iba artísticamente mucho más allá. Me explico.

En abril de 2011 se presentó a bombo y platillo en Salzburgo un acuerdo de colaboración entre la Filarmónica de Berlín, el Festival de Pascua de Salzburgo y el Teatro Real de Madrid que permitiría ver representadas en el coliseo de la Plaza de Oriente nada menos que Parsifal, Salomé y Carmen en 2013, 2014 y 2015. Éramos entonces, para la prensa internacional, la envidia de Europa. Nunca la manoseada marca España ha estado tan fuerte musicalmente fuera de nuestras fronteras. Rattle se mostraba además entusiasmado con la idea. Y Mortier, además de volver simbólicamente a relacionarse con una ciudad con la que estuvo implicado durante una década al frente de su festival de verano, cumplía el sueño de tener al lado para sus proyectos madrileños nada menos que a Simon Rattle y los Berliner.

Pero todo quedó en agua de borrajas por la preferencia de los políticos que nos gobiernan en aplicar los recortes a manifestaciones culturales o, dicho de otra forma, por las repercusiones de la gestión perversa de la crisis. Se buscó una solución de compromiso para mantener la llama encendida con la Filarmónica de Berlín mediante la programación de La flauta mágica, con puesta en escena de Robert Carsen, estrenada el pasado marzo en Baden-Baden. Tampoco esta solución ha sido posible. Lo único que queda es una colaboración escénica con el Festival de Pascua de Salzburgo en Parsifal. Del pasado inmediatamente anterior permanece en el recuerdo el concierto del 1 de mayo de 2010 en el Real de Rattle y los filarmónicos berlineses interpretando el Concierto de Aranjuez, con el guitarrista flamenco Cañizares.

Pero, en fin, ayer Rattle y los Berliner se centraron en Beethoven y el tiempo se detuvo. Qué hermosura de interpretación. Justamente ayer era el día en el que el humanista Claudio Abbado, el director anterior a Rattle con los Berliner, cumplía 80 años (también los cumplía el escritor Arnoldo Liberman, otro gran humanista), y quizás inconscientemente, por todo este flujo de circunstancias casuales, la sinfonía desprendió en todo momento, desde la música pura, una atmósfera conciliadora. La lectura de Rattle fue espontánea, alegre, ligera de sonido, virtuosa y fresca en el segundo movimiento, de un una emoción sosegada en el tercero. Sin cargas filosóficas a lo Furtwängler, sin densidades sonoras a lo Thielemann, sin tendencias analíticas a lo Abbado, sin dominio estructural a lo Klemperer. Todo transmitía entusiasmo, naturalidad, cercanía. La orquesta estuvo magnífica, sección por sección, instrumento a instrumento. Los solistas, especialmente Camilla Tilling y Nathalie Stutzmann, brillaron con luz propia, y cumplieron también Joseph Kaiser y Dimitry Ivashchenko, mientras el coro Intermezzo asumía con profesionalidad el reto de compartir la música con los berlineses. Vivía su noche más hermosa.

La sinfonía de las sinfonías se repite hoy y mañana en el Real —con transmisión el viernes en pantalla gigante en la madrileña plaza de Callao—. El sábado y el domingo los berlineses se desplazan al Auditorio Nacional con dos programas diferentes, a cual más atractivo, en los que interpretarán sinfonías de Schumann, el Réquiem de Fauré con el Orfeón Donostiarra, el Concierto para violín de Alban Berg y, para alejar los espíritus malignos, la obertura de La flauta mágica. La música, la gran música, reina por unos días en Madrid. Es un milagro. No. Es la realidad en su sentido más bello. Juan Angel Vela del Campo

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