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Por Publicado el: 27/01/2017Categorías: Recomendación

Billy Budd: Los diferentes

                                                                                                                   Los diferentes

Billy Budd, de Benjamin Britten, no es, con toda seguridad, una ópera conocida por la masa de aficionados a la ópera que asisten con regularidad a las representaciones del Teatro Real, al cual llega, por supuesto, por primera vez; no es como Peter Grimes, la celebrada obra del mismo autor, que sí está en su ´repertorio oficial´.  Así pues, quizá lo primero que necesite este título en un artículo como este sea una valoración crítica muy rápida y lapidaria, para situar las cosas: es una obra maestra indiscutible; cualquiera lo puede comprobar –y disfrutarla- tras un primer contacto; recordará a Peter Grimes, porque no solo comparte calidad y sello personal con esta, sino por, primero, desarrollar una historia con puntos en común; segundo, discurrir entre maravillosos interludios –no tan famosos, pero igual ¡o más! maravillosos; y, tercero, contarnos la historia de un hombre castigado injustamente. Sucede, sin embargo, que en Billy Budd la injusticia es más inexplicable e insólita; no menos tremenda pero sí más dañina y corrosiva para el inconsciente colectivo: no está del todo claro que Peter Grimes sea trigo limpio, pero no cabe la menor duda, por el contrario, de que Billy Budd es un ser de esos a lo que se puede querer sin reservas y sobre los que se cierne una maldad tan injustificada que nos rebela.

El libreto, sobre el texto homónimo de Herman Melville, fue redactado por Edward Morgan Foster y Eric Crozier, que ya habían colaborado con Britten en una ópera anterior. Sigue al pie de la letra el relato original, una historia que a Britten le interesó desde el primer momento, por tratar uno de sus temas favoritos: la dicotomía entre el bien y el mal, entre la belleza y la fealdad, entre la fuerza y la debilidad. La ópera gira en torno al protagonista, pero como ya sucediera en Peter Grimes, lo que acaece al mismo es producto de la provocación moral de las personas que están a su lado. En Grimes, hombres y mujeres; en Budd, hay una nueva vuelta de tuerca: solo hay hombres. Y quizá también en Billy Bud el mar –también protagonista sustancial en la otra- alcanza un grado de complicidad más presente aquí. Hay que dejar claro, en todo caso, que la música marina que sale de la cabeza de Britten, que tanta vida propia tiene en las dos óperas, en Billy Budd, tan acerada y grisácea, y tan inquietante y enigmática, tan desasosegante, solo se puede abarcar en su totalidad y entender si se mira hacia los mares de las costas de Aldeburgh, donde los cielos son de un tenue pero complejo color azul, y las nubes transparentes y algodonosas. Así es la música que escuchamos tras el potente texto, un manto sonoro que nos está explicando hasta el último detalle del pensamiento de cada personaje, al tiempo que estos se expresan diciendo el texto, cantando la historia, en un ambiente opresivo y cerrado: el mar, la alta mar, es pura claustrofobia. Es un modo de operar que en algún momento recuerda a Wagner, solo que aquí los textos son mucho mejores y más interesantes, y están infinitamente mejor escritos.

La historia que se cuenta es sencilla: Willy Budd es un recluta de barco. Es bello y bueno. Es decir, no es como los demás. Es ´diferente´.  Solo tiene un defecto: a veces tartamudea. Pero la envidia de unos, la maldad de otros, la fuerza de la mentira convertida en verdad por quien tiene la sartén por el mango, la pasividad del Poder y su propia inocencia le llevarán a una situación insólita que, a su vez, le condenará. Con todo esto la directora Deborah Warner idea una magnífica y escenográficamente puesta en escena, no menos inquietante que la propia música. No se pierdan esta ópera, para algunos estudiosos y especialistas la obra maestra de su autor.  Pedro González Mira

 

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