EL GESTO CONGELADO

Berg: “Lulu”. Agneta Eichenholz, Jennifer Larmore, Gerd Grochowski, Paul Goves, Will Hartmann, Franz Grundheber, Paul Gay, Gerhard Siegel, Heather Shipp, Sten Byriel, Itxaro Mentxaca, María José Suárez, David Rubiera, Ruth González, Joseph Ribot. Orquesta titular. Director musical: Eliahu Inbal. Director de escena: Cristof Loy. Coproducción Teatro Real, Coventa Garden de Londres.

Hubo un buen foso en esta ocasión. La orquesta Sinfónica de Madrid estuvo atenta y cumplidora en todas sus familias, alcanzando inesperados niveles de virtuosismo en pasajes fugato, en escalas, en vertiginosas figuraciones y, aunque con cierta falta de brillo, supo plegarse dócilmente a las indicaciones de Inbal, que anda ya por los 73 y cuya batuta, bien que menos segura y precisa que antaño, creemos ha desentrañado con habilidad el complejo entramado sonoro serial que Alban Berg edificó con tanto cuidado. Los intermedios tuvieron temperatura y ciertas frases líricas, de cargado cromatismo, fueron bien acentuadas y modeladas. La exposición de pasajes como el tema Lulu/Schön o la triste despedida de la Condesa Geschwitz, se escucharon muy bien acentuados. Se ofreció la versión en tres actos concluida por Cerha y se suprimió el alusivo y original intermedio cinematográfico.
El reparto tuvo indudable dignidad en general, lo que no es fácil en obra de tantos personajes, aunque algunos hicieran doblete o, incluso, triplete. La protagonista, esa mantis religiosa a pesar suyo, una joven herida y traumatizada cuyos actos tienen algo de mecánico, es incorporada de manera muy solvente por la sueca Agnete Eichenholz, una lírico-ligera de timbre bastante metálico y suficiente extensión para enfrentarse a la espinosa parte. Vistió una criatura de escaso relieve humano; el que le concede la gélida dirección escénica. No resolvió siempre con total acierto la complicada coloratura. Nos convenció en mayor medida el Schön/Jack del rocoso Grochowsky –al que ya viéramos en El caso Makropoulos de Janácek-, de oscuro timbre y sólida emisión.
Del resto del reparto destacamos en primer lugar a la exquisita Condesa Geschwitz de Larmore, nasal a veces, pero expresiva y doliente; el saber decir y estar del barítono Grundheber, un Schigolch en este caso cantado, no declamado, y la valentía de dos tenores: Hartmann como Pintor y Groves como Alwa, éste más esforzado y débil en el sobreagudo. Gay nos pareció pálido, falto de consistencia, en los papeles de domador y de forzudo. Aceptables o, en todo caso, discretos, los demás, con un pequeño grupo hispano al frente. Los difíciles conjuntos del segundo acto estuvieron bien encajados.
Una parte del público fue abandonando poco a poco la sala. La música, a pesar de que tiene ya más de setenta años, no es, desde luego, fácil para un espectador medio. La dirección escénica de Loy tiene muy buenas ideas acerca de lo que sucede en la obra y de cómo son los personajes, pero no las ha sabido reflejar acertadamente en su puesta en escena, que viene dada por la acumulación de gestos congelados, por la ausencia de acción propiamente dicha.
Todo es frío y distante, mecánico y desolado, envuelto en un exceso de luz en un escenario vacío; sólo unos paneles de fondo, que se mueven de atrás adelante para dar diversas dimensiones al espacio. Vemos movimientos como rituales –el continuo trasiego de los zapatos de Lulu, por ejemplo- y nada que nos aproxime a los latidos de un expresionismo evolucionado y de una emoción contenida. La poética del desgarro, del claroscuro, está ausente. El público abucheó al director de escena. Arturo Reverter