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Por Publicado el: 12/12/2025Categorías: Noticias y maldades

Tras el suceso de Chailly, ¿es la profesión de director de orquesta un oficio de riesgo?

Chailly y su preocupante incidente en la Scala

Que la de director de orquesta es una profesión de riesgo es algo que ya sabían Dmitri Mitropoulos, Giuseppe Sinopoli, Israel Yinon o Stefan Soltesz, todos ellos fallecidos en el acto mientras ensayaban o actuaban en óperas o conciertos (normalmente los títulos líricos suelen ser los más peligrosos, especialmente Tristán e Isolda). El último accidentado ha sido Riccardo Chailly, que afortunadamente parece haber salvado el primer “match ball”, aunque se encuentra convaleciente del mareo que obligó a tener que suspender la segunda representación de Lady Macbeth en La Scala milanesa, esta misma semana.

Tras el suceso de Chailly

Vasily Barkatov y Riccardo Chailly durante los ensayos pasados de “Lady Macbeth”

Quizá hay demasiados hombres mayores empeñados en prolongar sus carreras musicales más de lo debido, que se lo pregunten a los que vienen detrás. Zubin Mehta es poco probable que regrese a España para despedirse del público, el año próximo. Chailly se encuentra en el hospital, o quizá ya en su hogar. Y Barenboim va y viene, estos días, como el Guadiana, prolongando su carrera hasta el último suspiro con la mirada perdida.

Algunos prefieren morir con las botas puestas, batiéndose no en contra sino a favor de las grandes obras que les obsesionan (a varios seguro que casi tanto como el dinero) desde sus años de juventud: Mehta quedó prendado para siempre de Brahms, cuando de niño escuchaba, una y otra vez, un disco de la selecta colección de su padre, en su hogar indio. Y ya no hubo vuelta atrás, hasta que estos días ha tenido que abandonar algunos de sus compromisos para no poner en riesgo su precaria salud (tenía previsto dirigir un Mahler con la soprano española Rosalía Cid).

Hay quien piensa que estos y otros venerables maestros debieran ya consagrar sus días extra a visitar museos con sus nietos, pero extrañamente los mejores frutos de una profesión que es más bien un sacerdocio suelen producirse en plena madurez: véase lo que Celibidache consiguió en Munich durante los últimos años con la histórica orquesta de la ciudad bávara.

Y búsquense las extraordinarias lecturas brucknerianas que estos días aún es capaz de legar el gran Herbert Blomstedt, casi centenario, un ejemplo de energía, vitalidad y profundo conocimiento del oficio. Todo incomparable con las muestras de agitación juvenil, sin el correspondiente sentimiento vital, la hondura trascendente que solo otorga la experiencia de tanto director mozalbete proyectado prematuramente al estrellato.

Pero si se tienta a la suerte, puede ocurrir como lo que le pasó a Alberto Zedda, que se sintió indispuesto durante unos ensayos de La Cenerentola, en Pésaro, y ya no abandonó la cama. O lo mismo que les sucedió a Felix Mottl y a Joseph Keilberth. Este último falleció en Munich, después de haber colapsado mientras dirigía una función de Tristán e Isolda, en el mismo lugar en que lo hizo Felix Mottl, unos años antes, en 1911.

Desde aquí, deseamos la pronta recuperación del magnífico Riccardo Chailly que, al frente de los espléndidos conjuntos de La Scala, acaba de ofrecer una impagable apertura de temporada en Milán con su incandescente Lady Macbeth. Su hija, Luana, es casi una española más desde que se incorporó al staff artístico de Les Arts, en Valencia, donde el padre acudió en su día para hacerse cargo de una inolvidable Bohème.

 

 

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