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Críticas 2001
Ropa Vieja Críticas de 2000
Por Publicado el: 31/12/2000Categorías: Crítica

Ropa Vieja Críticas de 2000 otras

Festival de Macerata
DEL ELITISMO A LA MASA
«La Boheme» de Puccini. F.Cedolins, S.Macculi, R.Villanzon, G.Meoni, P.Battaglia. Escenografía de N.Joel. Orquesta Filarmónica Marchigiana. Director: M.De Bernart. Teatro Arena Sferisterio, Macerata, 13 de agosto.
A cualquiera le supone un shock pasar de los elitismos de Salzburgo y Bayreuth a las masificaciones de Macerata o Verona. Macerata posee un teatro, la Arena Sferisterio, construido en el siglo pasado que presenta la peculiaridad de no tener techo. Los 2700 espectadores se sitúan en un inmenso patio de butacas y en palcos. El teatro estuvo cerrado a espectáculos musicales desde los primeros años veinte hasta los finales de los sesenta, cuando Gian Carlo del Monaco y su padre, el mítico tenor, lo reabrieron con «Otello». Quizá la edad de oro del Festival coincidió con los años setenta, en los que Montserrat Caballé y Carreras cantaron temporada tras temporada. Desde entonces se mantiene, junto al más masivo de Verona, como uno de los centros más atractivos para ese turismo que desean, no ya un baño musical, sino un chapuzón.
En «Boheme», uno de los tres títulos programados junto a «Aida» de Hugo de Ana y «Macbeth», quedó patente que estos públicos disfrutan y aplauden con tal que los gallos no salgan del corral. Todo lo demás es válido. Así se ovacionó a un tenor, Rolando Villazon, que era incapaz de terminar a tono sus frases del tercer acto o a un Marcello, Giovanni Meoni, que parecía no haber pasado por escuela alguna de canto. Afortunadamente hubo algo positivo, la presencia como Mimí de la soprano Fiorenza Cedolins, que posee una buena presencia escénica y una voz plena de lírica que maneja con técnica y gusto. Fue un placer escuchar filados y pianos que ya no son habituales.
Es muy difícil dirigir al aire libre y De Bernart logró concertar con una orquesta simplemente discreta. En Macerta se alternan dos agrupaciones locales, no importan las orquestas. La sorpresa vino de la dirección de escena de Nicolas Joel. Multitud de detalles en segundo y tercer acto evidenciaron que había seguido muy minuciosamente la última «Boheme» madrileña. Así la entrada de Musetta, el plano fijo durante su vals, su vestimenta casi masculina en el actos siguiente o la bicicleta con que se marcha no fueron sino un refrito de las ideas de Giancarlo del Monaco para el Real. Estas cosas deben ser frecuentes en la ópera cuando las distancias son tan grandes. Macerata representa otra alternativa lírica. Mientras tanto, en Bayreuth, continúa descendiendo peldaños la «Tetralogía», hasta el punto de abundar los abucheos en «Siegfrido» e incluso producirse disputas entre el etiquetado público. Cada sitio tiene su nivel de exigencia. Gonzalo ALONSO
Festival de Bayreuth
DOMINGO RECREA SIGMUNDO
«La Walkiria» de Wagner. P.Domingo, C.Studer, G.Schnaut, A.Titus, P.Kang, B.Remmert. Escenografía de J.Flimm. Orquesta y Coros del Festival. Director: G.Sinopoli. Bayreuth, 11 de agosto.
Segunda jornada del «Anillo» y probablemente la definitiva a juicio de cómo fueron las cosas en el primer ciclo de los tres que se ofrecen tradicionalmente. Los grandes responsables del justificado júbilo desatado en público y crítica son Plácido Domingo y Cheryl Studer. El tenor madrileño encarna su segundo personaje wagneriano en Bayreuth, aunque en otros teatros haya cantado también «Lohengrin». Su triunfo como Siegmund casi supera el alcanzado como Parsifal y es que si estamos ante un gran artista –escribo artista y no ya tenor- ello se hace más evidente en comparación con el resto del reparto. Domingo consigue lo que todo interprete debe intentar, recrear sus personajes respetando la idea original de los mismos. Desde el «hier muss ich rasten» sube la «Tetralogia» a un nivel dificil de mantener. Él no sólo aporta ese bellísimo timbre que raramente se encuentra en los tenores wagnerianos, sino que se entrega y, sobre todo, demuestra que para cantar no puede olvidarse la inteligencia. Sabe perfectamente como hacer que en Siegmund brillen todas sus cualidades. Digamos que se lo trae a su terreno con innegable sabiduría y ejemplo de ello es el tratamiento de sendos «Wälse!», mucho más acentuado el segundo, y el modélico «Winterstürme». En su posterior dúo con Brunhilda logra superar ampliamente una tesitura que es más grave que la propia con una musicalidad incomparable. Fue el gran triunfador. Studer sustituyó a ultimísima hora a una indispuesta Meier. Su viaje desde Mallorca le valió la pena puesto que el público agradeció la predisposición hasta hacerla llorar. No fue una Sieglinde de referencia pero mantuvo el tipo. Schnaut es una Brunhilda con poderío vocal y una cierta tendencia a no colocar todas las notas en su sitio. Titus mejoró muchos enteros su Wotan del «Oro» y Remmert quedó corta como Fricka.Sinopoli, influído por las críticas, aceleró tempos pero mantuvo su peculiar balance sonoro, que en la «Cabalgata» hacía sonar más cuerda que viento. Hay momentos muy buenos pero otros, como el solo de chelo, pasan sin pena ni gloria por falta general de planificación. Al equipo escénico de Flimm le siguen sobrando referencias cruzadas con la casa en el bosque a lo japonés, el Walhalla como oficina de «Panel y perfil» con «confetizadora» de documentos que Wotan utiliza para destruir su pecaminoso pasado con Erda y hacer menos monótono su monólogo o el campo de los muertos a lo Mad Max en la cúpula del Trueno. Mucha escena en sí misma quizá brillante pero faltas hasta ahora de visión global y con demasiada necesidad de explicaciones adicionales para entender toda su pretendida filosofía. Gonzalo ALONSO
Festival de Bayreuth
MANZANAS PODRIDAS
«El oro del Rhin» de Wagner. A.Titus, H.Ketelsesn, R.Wagenführer, K.Bengley, J.Tilli, P.Kang, G.von Kannen, M.Howard, B.Remmert, R. Merbeth, M.Ejsing. Escenografía de J.Flimm, decorados de E.Wonder, vestuario de F.Gerkan. Orquesta y Coro del Festival, Giuseppe Sinopoli, director. Bayreuth, 10 de agosto.
Desde el larguísimo si bemol mayor de más de 160 compases, nota de la que emanan muchos de los temas del anillo y en especial el del agua, supimos que Sinopoli iba a alterar balances orquestales. Supimos más tarde que no iba a conseguir ni la belleza estática de Solti ni las transparencias de Karajan o Boulez. Fue la suya una lectura con algún detalle suelto de interés pero en general densa y desangelada. Lectura típica de un director al que la obra le sobrepasa. Ni el sonido de la orquesta parecía ese que tanto se admira con la inigualable acústica de la sala. Y si las cosas en el foso eran mediocres, en el escenario iban de discretas a pésimas. Entre las primeras el apartado vocal y entre las segundas el escénico.
Se ofreció la homogeneidad del discreto encanto de la insulsez. Nadie desentonó y el que sobresalió a juicio del público, el Alberich de von Kannen, lo hizo gracias a poner la carne en el asador y machacar al respetable con más contundencia sonora que matices. El propio Wolfgang Wagner, a quien le pierde salir a escena, anunció que Wotan estaba indispuesto pero bajaría del Walhalla a Bayreuth. Fue el peor Wotan que ha escuchado quien ha conocido muchos. Los mayores aplausos correspondieron también al Loge de Begley, más por su actuación escénica que vocal, y a Ejsin en su breve aparición como Erda. Las ondinas quedaron monísimas en sus coloridos bañadores pero cantar, lo que se dice cantar…La escena nos deparó la sensación de que Freia, la diosa que conservaba la juventud de los dioses con sus manzanas, había sido raptada de Bayreuth y las manzanas se habían podrido. Los cuatro cuadros no guardaron más relación que el cutre ascensor que comunica las diferentes moradas. Si la primera escena es anodina, la segunda nos llevó al Tennesse Williams de «Un tranvía llamado deseo» en medio de andamios y bancadas de la construcción del Walhalla y botellas de vino, vasos y servilletas de papel que la diosa Fricka recogía guardándolas en su falda escocesa o su jersey desbocado de punto. El mundo nibelungo era como una de las joyerías de Bangkok a las que se lleva a los turistas y en el final se nos disimuló el arco iris a través de una alfombra ondulada de parque de atracciones. Entre tanto desatino, los gangs consabidos de unos bailando el cancan y otros la comedia musical. ¡Qué pena llegar a esto en Bayreuth! Gonzalo ALONSO
Festival de Salzburgo
DON JUAN EN BATIBURRILLO
«Don Juan» de Mozart. F.Furlanetto, R.Pape, R.Fleming, C.Workman, M.Meschriakova, R.Lloyd, D.Roth, S.Koch. Orquesta Filarmónica de Viena. Director de orquesta: V.Gergiev, Director de Escena: L.Ronconi. Grosses Festspielhaus de Salzburgo. 9 de agosto.
Ronconi quiso hacernos realidad los refranes de «más vale tarde que nunca» y «a cada cerdo l llega su San Martín» aplicándolos al discutido personaje de don Juan. Su puesta en escena plantea una total obsesión por el tiempo, desde los relojes siempre presentes a la misma cámara fotográfica con la que el protagonista desea inmortalizar la faz de sus conquistas. Sitúa la acción en la primera mitad del siglo XX, sin importarle las transgresiones, por medio de un decorado fijo austero, elementos móviles, luces y una excelente dirección actoral. Durante el primer acto parece que las ideas imaginativas – doña Elvira aparece en un vagón de tren, la boda de aldeanos tiene lugar en un taller de coches al que llega don Juan con su Bugatti averiado con el que casi atropella a Elvira, etc- van a mantener una unidad, pero a medida que la acción transcurre esos elementos se multiplican sin interrelación alguna. La persecución a don Juan es tan larga que da tiempo a que a Zerlina le salga panza y en la escena final aparecen todos los protagonistas decrépitos con el mismo conquistador en silla de ruedas y con Zerlina rodeada de churumbeles. Un gran teatro de absurdos.Valery Gergiev apuesta por una lectura superficial aunque efectiva, en la que se mantiene ese equilibrio, tan difícil de lograr, entre los aspectos dramáticos y jocosos y en la que la Filarmónica de Viene se mueve a sus anchas. No está ya tan cómodo Ferruccio Furlanetto, buen actor pero plano en lo vocal. Su página de bravura es escuchada en un segundo plano por un Rene Pape con aire de pensar «os vais a enterar de cuando yo no sea siervo sino amo». Su Leoporello está aún más matizado de lo que estuvo en Madrid. Él y la doña Ana de Reneé Fleming se llevan el gato al agua. La soprano americana es quizás la mejor lírica del presente en belleza vocal y técnica. Sus pianos dejan sin aliento a los que no hayan escuchado a Caballé. Le falta para redondear una personalidad tímbrica más definida. Contundente el Comendador de Lloyd, digna a pesar de algún que otro apuro la Elvira de Mescheriakova y de cumplir expediente el resto del reparto. A pesar de la satisfacción del público, una vez más se demuestra que «Don Giovanni» es una ópera imposible. El mismo Ronconi parece querer dejarlo claro en el desvarío de una escena final un tanto mal resuelta. Gonzalo ALONSO.
 49 Festival de Santander
FAUSTO CONCERTANTE
«Fausto» de Gounod. A.Machado, C.Gallardo Domas, J.Morris, M.Lanza, D. Haidan, R.Petrova,L. Lazarov. Orquesta y Coro de la Ópera Nacional de Sofía. Director: F. Chaslin. Palacio de Festivales de Cantabria. 5 de agosto.
La ópera ya no sólo sirve para inaugurar año tras año el Festival Internacional de Santander sino que va ganando terreno y en su actual edición se ha ofrecido también el «Fausto» de Gounod en versión de concierto. La verdad es que a uno le queda la duda de las razones que han motivado la elección de este título, ya que «Fausto» en una de esas óperas en las que la puesta en escena tiene significado. Hay otros muchos títulos en los que eso no sucede y por ello, en principio, mucho más aptos para una versión de concierto. Admitido el planteamiento, Santander ha confiado la versión a un elenco de primera fila, muy semejante al que ofreció en Bilbao la misma obra durante la última temporada.
El parisino Frederic Chaslin es un valor en alza que ha demostrado en Santander los motivos de ello. Conoce el repertorio y lo domina. Fue la suya una lectura ágil y vibrante de tiempos vivos que evitó que la ópera cayese en el tedio y ello tiene indudable mérito, ya que en sus casi tres horas hay muchos altibajos que normalmente van enfriando al espectador. Utilizó las tijeras e hizo bien. Su único defecto fue olvidarse de que la orquesta no estaba en el foso, sino en el escenario, con lo que su volumen, como el de los coros, resultó un punto excesivo y problemático para los solistas. Ambos conjuntos fueron aplaudidos con justicia tras una contribución más que notable.
Durante mucho tiempo se conoció en Alemania a esta obra como «Margarita» dada la importancia del primer papel femenino. La chilena Cristina Gallardo Domas deleitó con una voz bella y línea de canto de calidad que lució desde la «Balada del rey de Thulé». Mejor de volumen en la tesitura alta que en la grave. Aquiles Machado lució una de las mejores voces de tenor del presente y coronó un bello «si bemol». Ha de esforzarse por matizar más y, sobre todo, depurar la técnica a fin de evitar cualquier tentación a «empujar». James Morris cantó adecuadamente un personaje que domina y otro tanto hay que decir de Manuel Lanza. Fue un gran cuarteto triunfador al que apoyaron con buen hacer los demás del reparto. Los Comediants, a la terminación, pusieron una nota de color y sonido en la fachada principal del Palacio de Festivales, redondeando un velada larga pero gratificante. Gonzalo ALONSO
Conciertos Líricos del Teatro Real
ESPLENDOR VOCAL
Arias de ópera. Dolora Zajicj, mezzo. Orquesta Sinfónica de Madrid. Director: Antonello Allemandi. Teatro Real de Madrid, 15 de julio.
Terminó a lo grande, con aplausos, vítores y ni una muestra de desaprobación el ciclo de recitales-conciertos líricos del Real. No podía ser de otra forma con la presencia de Dolora Zajick y es que en el mundo sopranil puede haber varias artistas alternándose la supremacía, pero en el de las mezzos operísticas hay una, Zajick, y luego todas las demás. Se dio además la circunstancia de una orquesta y un director, Antonello Allemandi, en vena. La obertura de «Ifigenia en Aulide» sonó preciosa en sonido y contenido y otro tanto hay que decir de la meditación de «Thais» o las oberturas de «Favorita», «Khovantchina» y «Luisa Miller». Una vez más queda claro que la Sinfónica de Madrid puede tocar espléndidamente cuando trabajan con un director adecuado. Sin duda «Ernani» sería otra cosa con Alemandi en el foso y es un nombre a tener muy en cuenta para futuras óperas. Luego, acompañando a Zajick, estuvo simplemente perfecto. La dejó cantar a sus anchas, sin ahogarla con opulencias, pero poniendo toda la carne en el asador cuando hacía falta, como en la escena de «Trovador», en un equilibrio difícil y plenamente conseguido.
La artista empezó deslumbrando con su poderío vocal en «Divinités du Styx» de «Alceste», recordando en la plenitud de sus agudos aquel término de «las castañas» con que nos referíamos a las exhibiciones de aquellos divos que apabullaban con notas agudas, fortes y sostenidas como hoy no existen. La voz es bella sin más, pero potente, homogénea, con sólidos graves y agudos fáciles. Es musical, sabe cantar con dramatismo y depurar la línea cuando es menester. Domina la respiración y administra todas las gamas dinámicas. Todo eso es cantar. Bordó aria y «cabaletta», repetición incluída, de «Favorita» y el «O don fatale» de «Don Carlo», con las que provocó el delirio, pero igual de bien estuvo en las arias, menos espectaculares, de «Khovantchina» y «La doncella de Orleans». El «Condotta ell’era in ceppi», a pesar del entusiasmo del público, no puede quedar redonda fuera de su contexto y al sublime aria de amor de «Sanson y Dalila» le faltaron erotismo y sensualidad, por muy bien dicha que estuviese y con un curioso final. Las propinas, «Voi lo sapete» y «Acerba voluttá» acabaron de redondear un concierto espléndido de la mejor mezzo del presente para repertorio lírico italiano. ¡Qué pena no contar con cuatro artistas así en «Ernani»! Gonzalo ALONSO
Ciclo de Grandes Intérpretes
PURO CLASICISMO
Obras de Mozart y Schubert. Alfred Brendel, piano. Auditorio Nacional de Madrid, 22 de junio.
Cuando uno de los grandes acude al Auditorio Nacional se crea en el ambiente algo especial. Ese ambiente especial se respiraba con Alfred Brendel, uno de los grandes pianistas en activo y uno de los que cuentan con más admiradores en nuestro país. Para su nueva aparición escogió un programa nada fácil. Brendel es además un artista tan serio como para no tener que ir tocando y promocionando las obras contenidas en su último disco. A pesar de que en éste se contienen las «Sonatas K.330 y K.331», él no tocó ninguna de ellas sino las K.332 y K.333.
Como ya se ha apuntado, el programa no era fácil de tocar ni de escuchar. Mozart puede parecer fácil, pero son muy pocos los solistas que pueden presumir con justicia de tocar el auténtico Mozart y para el público habría sido más confortable escuchar la «Sonata K.331», con su marcha turca, que cualquiera de las dos siguientes. La segunda parte contenía aún mayor dificultad, por cuanto el dramático «Adagio en si menor, K.540» se trata de una de las piezas más desnudas de Mozart y la «Sonata en la menor Op.42» de Schubert, una de las primeras obras pianísticas de la madurez, refleja en sus cuatro movimientos toda la complicada aproximación de su autor al mundo de la sonata.
Brendel se aproxima a los autores como Mozart o Schubert desde el más estricto clasicismo, sin ninguna concesión a libertades a las que tan acostumbrados estamos hoy día. Por eso sus versiones pueden resultar a algunos públicos más duras que las de otros, pero por eso también tiene tantos adictos. Embelesa escuchar como canta su piano, como pasa de unos temas a otros con ligazón admirable, como dialogan las notas repetidas en diferentes gamas dinámicas o en registros opuestos. El oyente queda cautivado y puede abandonarse al disfrute de una técnica puesta siempre al servicio de una expresividad en sus justos límites. Si hay que poner alguna pequeña objeción, habría que centrarla en el uso del pedal, un punto abusivo y con ligera tendencia a emborronar, pero ello no deja de ser «pecata minuta». Un «Impromptu» cerró una nueva velada de éxito franco de un pianista al que siempre quisiéramos oír con más frecuencia. Gonzalo ALONSO
Tristan e Isolda en el Teatro Real
SE CAYÓ LA VENDA
Tristán e Isolda de Wagner. S. Jerusalem, E. Connell, A. Schmidt, M. Salminen, R. Lang, R. Goldberg, etc. Coro de la Deutsche Staatsoper Berlin y Orquesta Staatskapelle. Director musical: D. Barenboim, Director escénico: H. Kupfer, escenógrafo: H. Schavernoch, figurinista: B. Shiff. Teatro Real, Madrid, 17 de junio.
Volvió la obra cumbre del romanticismo al Teatro Real, donde se han ofrecido 49 representaciones desde su muy tardío estreno un 1911. La leyenda que inspiró a Wagner a través de las versiones de Eilart von Oberg y Gottfried de Estrasburgo cautivó inmediatamente al público madrileño. No en vano la obra llevaba ya medio siglo de éxito y el tema no era ajeno. El mismo Arcipreste de Hita lo mencionaba en su «Libro del buen amor», sin olvidar el «Libro del esforzado caballero don Tristán de Leonís». Pero en esta ocasión la novedad no era la obra, que también -¿cuántos de los que opinaban como doctos expertos la habían visto antes en su vida?- sino la presencia por primera vez en el nuevo Real de una compañía de primera fila de más de 250 personas y un director de gran carisma. Auguro que la experiencia traerá importantes consecuencias a medio plazo, ya que ha hecho caer muchas vendas de ojos y oídos.
Empecemos por esos resultados musicales que mantuvieron embelesado a un público entregado desde su ovación de gala en la bienvenida y que guardó un sorprendente silencio -¡sin toses y sin móviles!- a lo largo de cuatro horas. Y es que fue una noche de música grande donde la haya. Nunca había sonado así una orquesta en el foso del nuevo Real. Barenboim, sin partitura en el atril, realizó un trabajo excepcional que sacó a la palestra toda la inmensa grandeza de esa música cuya ambigüedad cromática inquieta, desestabiliza y seduce. De ella llegó a decir Nietszche que «Todos los misterios de Leonardo de Vinci se despojan de su magia ante la primera nota de Tristán». El primer acto fue inmejorable, al nivel de su versión en el mítico Bayreuth. La respuesta de la cuerda, sólida, envolvente y heroica, ante la aparición en escena de Tristán quedará en el recuerdo de muchos. Como quedará también el preludio del tercer acto, música que como ninguna otra ha descrito el camino hacia la pacificación total de la voluntad a través del amor visto como negación del deseo de vivir. ¡Qué gran lección! Barenboim explicaba su aproximación a «Tristán» en una magnífica entrevista de José Luís Pérez de Arteaga repartida a la entrada como separata de «Scherzo». Los coros y la orquesta de la Deutsche Staatsoper sonaron prodigiosos en la sala. Barenboim, enamorado de la acústica, ha expresado que, en Madrid, sólo desea ya dirigir en el Real. En el apartado vocal sobresalió Elizabeth Connell. Posee la voz y el estilo perfectos para Isolda y puso toda la carne en el asador desde el inicio. A su lado un rotundo Salminen como Rey Marke, capaz de mantener atento al público incluso en su largo parlamento, una excelente Rosemarie Lang en Brangäne de timbre más claro del habitual y un correctísimo Andreas Schmidt como Kurwenal. Los que seguimos el día a día de la ópera sabíamos sobradamente que Siegfried Jerusalem no puede abordar ya Tristan con la grandeza de tiempos pasados. Marcó, más que cantó, en los dos primeros actos y quebró frecuentemente la voz en el tercero. Fue un Tristan que apareció no recuperado de la primitiva herida que le curase Isolda, pero salvó su participación gracias a sus dotes interpretativas y a la experiencia en un papel que un día bordó.
Las luces y una gran estatua giratoria de un ángel caído, con dos bellas alas que servían de velas de barco o ramas de árbol, fueron todos los elementos escénicos de los que se valió Kupfer para centrar su atención en las interrelaciones humanas de parejas. Su propuesta, incómoda para los actores y un tanto a la antigua usanza, dejó caer una venda aunque posiblemente no fuera ese su objetivo real. La escena pasa a ser absolutamente secundaria frente a una gran música bien interpretada. Otra venda caída: cuando una soprano borda su papel, su exceso de kilos sigue pasando a un segunda plano. Una más: se argumentaba que el público del Real era frío. ¿Qué fue de aquella frialdad tras quince minutos de aclamaciones de las que el director y su orquesta, de pie en el escenario, recibieron los mayores vítores? Y es que se vio de pronto ante la ópera con mayúsculas.
Esa es la gran venda que se le cayó de los ojos al público del Real desde que entró en él y se encontró con la sorpresa de unos acomodadores que se habían teñido el pelo de colorines como protesta por trabajar regularmente, a través de una empresa de contratación temporal, en una entidad financiada mayoritariamente con fondos públicos. Le ha quedado claro que no tiene ese teatro de primera fila del que tanto se habla. Ha bastado para demostrarlo la visita de una compañía de uno que sí es de primera fila con una obra de repertorio. Se ha anunciado una colaboración trianual con Barenboim y Berlín. Bienvenida sea, pero sería absurdo que esta España, que está de moda en todo el mundo por su buen hacer en muchas facetas, no fuese capaz de conseguir hacer ópera por sí misma con ese mismo nivel que acaba de conocer. Barenboim lo logró en la Deustsche Staatsoper. Y no es sólo cuestión de dinero. El pianista y director ha sido todo un revulsivo que, en cierto modo, ha matado al actual Teatro Real. Desde anteayer el Real ha de emprender una nueva etapa para convertirse de verdad en un foro cultural de referencia. A ello. Gonzalo ALONSO

VI Ciclo de Lied
EXPECTATIVAS FRUSTRADAS
Obras de Schubert y Wolf. Ian Bostridge, tenor; Julius Drake, piano. Teatro de la Zarzuela de Madrid, 28 de mayo.
Una de las obligaciones de todo ciclo con continuidad en el tiempo es presentar aquello que, por una u otra causa, se escucha con interés en el mundo o posee cierta aureola. Gracias a ello se puede juzgar y saber a qué atenerse. Se presentó esta vez en Madrid un joven tenor ingles, de culta trayectoria para un cantante, con cierto nombre en los circuitos musicales y con bastantes grabaciones en su haber.
Desde el primer momento quedaron claras sus características, sus virtudes y defectos. Reúne Bostridge elegancia y musicalidad, tanto como le falta consistencia al instrumento. La voz no posee especiales cualidades en extensión, caudal o armónicos. Es por ello que sus mejores opciones se den en el campo del intimismo. Es también un cantante muy de la «escuela inglesa», lo que no acaba de casar bien con la tradición interpretativa de las obras liederistas alemanas. Para explicarlo llanamente, uno se le imagina más cantando canciones de brumas galesas para un reducido y elitista auditorio inglés, entre el té y pastas, que abordando el dramatismo de muchas de las piezas del romanticismo alemán.
Su Schubert se haya fuera de estilo y si en las páginas más líricas e intimistas se logra defender, no sucede lo mismo en las de acusado componente expresivo. Caso claro de lo último fue su versión de «Erlkonig» al cierre de la primera parte. Este lied lo han cantado todos los grandes que en el mundo han sido y todo el público lo conoce muy bien. Atreverse con él, cuando no se puede ofrecer todo su dramático contenido, resulta una temeridad.
Las interpretaciones pecaron un punto de cierta blandura, transmitida también por la desgarbada presencia escénica del artista y por un resfriado alérgico inoportuno que hubo de anunciarse al público en el intermedio. Éste había producido más de un temblor en ataques y posiblemente fue causa del abuso del «falsete», que llegó a encerrar toda la frase final de El mensaje de las cigueñas» de Wolf, compositor más adecuado a sus características que Schubert. El pianista Julius Drake no combinó demasiado con éstas, ahogando una voz tocada y ya de por sí escasa. Un tenor, de los pocos que hoy cantan lied, muy apto para los gustos del público amante de la elegancia externa. Gonzalo ALONSO
 Ciclo Ibermúsica
PAREJA IRREGULAR
Obras de Schubert y Beethoven. Rufus Müller, tenor y María Joao Pires, piano. Auditorio Nacional de Madrid, 25 de mayo.
Dice María Joao Pires en carta, fechada en abril, a Alfonso Aijón que su trabaja actual se ha dirigido a «ligar el misterio de las cosas, de las formas, de los textos, de la melodía, de las historias…» y que por ello había escogido un curioso programa a base de obras de Schubert y Beethoven, pertenecientes a sus etapas intermedias, que combinaban lied y piano y consideraba «suerte extraordinaria» que se hubiese podido contar con la colaboración del tenor Rufus Müller a pesar de haber sido contactado con muy escaso tiempo.Pues bien, el programa fue realmente curioso, variado e interesante: tres lied de Schubert, la «Sonata n.11» y las «32Variaciones en do menor» en la primera parte; cinco lied de Beethoven, un breve vals y la «Sonata en la mayor D 664» de Schubert en la segunda. Cumplíase así el propósito inicial de la pianista portuguesa de aunar textos y melodía. La realización sin embargo es otra cosa y la puesta en escena causó una cierta sensación de «cosa» demasiado prefabricada, falta de espontaneidad y, por tanto, de ese misterio al que Pires también se refería. Ni siquiera ayudó a mantener el misterio la penumbra, la ausencia de aplausos entre pieza y pieza tal y como se le solicitó al público o la misma ausencia de salidas y entradas al escenario de los propios artistas, lo que desde luego se agradece. ¿Dónde estuvo entonces el problema? Pues simplemente en el acusado desnivel del tenor frente a la pianista, un desequilibrio que hizo exclamar en voz bien alta a un espectador «muy mal el tenor» en los saludos finales. No era para tanto, pero Müller no posee una voz de calidad especial en ningún sentido, la línea de canto es simplemente discreta y hasta se le escapó un gallo en el «Mit einem gemalten Band» de Beethoven. Un incidente sin importancia en otras ocasiones puede adquirirla con otros condicionantes.
Pero se traía la lección bien aprendida ya que Pires le había indicado cómo cantar nota por nota y eso fue parte de lo que hizo perder espontaneidad y misterio: la falta de libertad creadora. Por lo demás Pires tocó maravillosamente sus piezas, con un gozoso tiempo lento de la sonata beethoveniana y unas precisas variaciones. Hay veces en que más vale estar sólo que mal acompañado. Gonzalo ALONSO
IV CONCIERTO DE PRIMAVERA
CUANDO MAAZEL QUIERE…Quinta Sinfonía de Mahler. Orquesta Philharmonia. Director: L. Maazel. Auditorio Nacional. Madrid, 22 de mayoLorin Maazel ha participado en las cuatro ediciones del Concierto de Primavera que promueve la Fundación Caja Madrid, por lo que éste casi se trata de un evento a él dedicado. Las veces previas vino con la Filarmonía londinense (1997) y la Sinfónica de la Radio Baviera (1998 y 1999), de la que es titular hasta el 2002. ¡Que menos que entregarse en un concierto en el que se es tan protagonista! La organización quiso además un concierto «en exclusiva», que se preparase y se ofreciese sólo en Madrid. Maazel se desplazó a Londres y allí tuvieron tres ensayos, a los que se añadió un cuarto en el propio Auditorio Nacional. Las mejores intenciones quedaban expuestas, pero ya se sabe que a veces con la intención no basta. Sobre todo con un director tan poliédrico como Maazel, capaz de las mayores genialidades y también de torpezas tan grandes como el célebre «Bolero» madrileño-vienés.
Pero Maazel salió al podio con ganas, sin partitura y entregado. Fue algo evidente desde el primer gesto y las primeras notas. A partir de ahí asistimos a una versión de la «Quinta» de Mahler como raramente puede escucharse. Superior, por poner un ejemplo y a tenor de lo comentado por varios críticos y buenos aficionados, a la que Barenboim y Chicago ofrecieron en Madrid hace poco y comparable a la también inolvidable de Abbado hace unos años.
La sinfonía que rompe el carácter vocal, muy inspirado en los «Wunderhorn», de las tres anteriores es todo un compendio de luces y sombras, desde las primeras notas de la trompeta en la marcha fúnebre hasta el explosivo final, introducido por la trompa, con su doble fuga y tonalidad de «re mayor». No existió ni una sombra en el planteamiento de Maazel ni en la realización de una Philharmonia en la que sonaron estupendamente tanto el conjunto como las individualidades. Hubo contraste en el primer tiempo entre los temas elegíacos y la atmósfera pesada de otros, claridad en el «Stürmisch bewegt», una exhibición instrumentista en el «Scherzo», reposo y admirable canto en las cuerdas durante el célebre «Adagietto» y plenitud sonora en un final en el que se jugó muy bien con los equívocos tonales. La explosión de júbilo del público fue de las mayores que se recuerdan en el Auditorio y totalmente merecidas. Gonzalo ALONSO

Homenaje a Alfredo Kraus
REQUIEM POR ALFREDO
«Misa de Requiem» de Verdi. J. Varady, A. Machado, K Lytting, P. Burchuladze. Orquesta y Coro de Valencia. Director: M. Gómez Martínez. Palau de Valencia, 19 de mayo.
Allá por febrero de 1999 dio Alfredo Kraus en el Palau uno de sus últimos conciertos. El añorado tenor había estado muy ligado a Valencia, donde estudió de joven y en cuya plaza de toros realizó una de sus primeras apariciones. En aquel febrero se logró que Kraus aceptase participar en una «Misa de Requiem» que había de interpretarse en mayo de 2000. Entre ambas fechas se produjo la perdida irreparable. De ahí que el Palau valenciado decidiese entregar a sus hijos su cuarta medalla, justo en el mismo concierto en el que debía haber triunfado el artista. Rita Barberá se encargó de glosar la figura de Kraus tras un sobrecogedor minuto de silencio.
El tenor se habrá sentido feliz de que su lugar fuese ocupado por su alumno más preclaro: Aquiles Machado, cantante de precioso timbre e importante caudal, muy adecuado para la parte tenoril de la página verdiana. Cantó con emoción, convicción y seguridad, perfecto el «Ingemisco» y casi heroico ese «Hostias» que habitualmente se canta en pianísimo o hasta en falsete. A su lado el bajo georgiano Paata Burchuldze, con su voz enorme e impresionante en el «Confutatis», muy recogida en la segunda frase del citado «Hostias» y, en ocasiones, un punto exagerada en la emisión. La mezzo sueca Katja Lytting tuvo la desgracia de ser el «patito feo» del cuarteto. Sus compañeros tenían voces importantes, mientras que la suya no pasaba de un discreto volumen de color casi sopranil. Esto último fue especialmente manifiesto en los agudos y, sobre todo, en su dúo con quien posiblemente sea la gran soprano «spinto» de nuestros días, la gran Julia Varady. Sus frases graves, que llegó hasta exagerar –»Requiem sempiternam»- lo eran más que las de la mezzo. Puede el Palau sentirse orgulloso de la intervención ejemplar en todos los sentidos de una artista, con mayúsculas, que se prodiga poco y cancela más. Su «Liberame» quedará para nuestro recuerdo.Gómez Martínez, que acababa de ser nombrado director honorífico de la Sinfónica de Hamburgo, de la que es titular desde hace ocho años, mostró su buen hacer y profundo conocimiento del «Requiem», con una lectura de vuelo en el «Lacrimosa», vibrante en un «Dies Irae» de acelerado pasaje trompetístico y recogida en el «Lux aeterna». Estupendos coro y orquesta en una jornada digna de un homenaje al maestro Alfredo Kraus. Gonzalo ALONSO

Ciclo de Ibermúsica
FUEGO CON PITTSBURGH
Obras de Beethoven, Ravel y Stravinski. Orquesta Sinfónica de Pittsburgh. Director: Mariss Jnsons. Auditorio Nacional. Madrid, 18 de mayo.
La orquesta americana volvía a Madrid de la mano de Ibermúsica, con quien también nos visitó hace unos cinco años. Entonces fue con Lorin Maazel y ahora con Mariss Jansons, sus titulares de ayer y hoy. Sus dos programas permiten perfectamente chequear a fondo una agrupación que, si bien no forma parte de las tradicionales «Big five» americanas -Nueva York, Chicago, Cleveland, Filadelfia y Boston- sí lo hace de las ocho «Good eight» -las anteriores más Los Ángeles, San Francisco y la propia Pittsburgh-. En el primero de ellos Beethoven, Ravel y Stravisnki y en el segundo Haydn, Strauss y más Stravinski.
El público de Ibermúsica brindó una de las ovaciones más sonoras de la temporada al terminar «El pájaro de fuego» y la rubricó tras la segunda y última de las propinas: «La muerte de Tebaldo» del «Romeo y Julieta» de Prokofiev. Fue esta ovación mucho más amplia que las otorgadas tras Beethoven y Ravel y con ello el público hizo justicia a las interpretaciones, porque sin lugar a dudas fue el «Pájaro de fuego» lo mejor de la velada. Las agrupaciones americanas poseen una precisión y una brillantez que son probablemente superiores a las de las europeas y tales características encajan como anillo al dedo con los ballets de Stravinski. El sonido es además compactos y sin fisuras, admirable en unas cuerdas que se lucieron en el minuetto camerístico de la primera propina cuyos pianísimos vinieron a demostrar que no sólo podían responder a la plenitud sonora de la «Danza infernal de Katschel», donde habían deslumbrado. Con todo quizá sea aún superior la calidad de las maderas, cuyos primeros atriles tuvieron que saludar repetidamente. El sonido global de la orquesta se ha aproximado un poco al de las europeas y ello fue más perceptible en la «Cuarta sinfonía» beethoveniana.
Mariss Jansons en una de las batutas más solicitadas de la generación de directores de cincuenta años, habiéndose barajado su nombre para las titularidades de Berlín, Boston o Filarmónica de Londres. Es preciso y claro en la técnica – dirige sólo con las manos- y entusiasta en los conceptos. Su versión de la pieza de Stravinski fue musicalmente irreprochable, manteniendo tensión y emoción. Más discutibles resultaron la sinfonía de Beethoven, con velocidades excesivas o la «Rapsodia española» de Ravel, un punto falta de sutileza. Gonzalo ALONSO

Promúsica
REFLEXIONES DE CÁMARA
Obras de Schubert. Rosa Torres-Pardo, piano, y Octeto de la Filarmónica de Viena. Auditorio Nacional. Madrid, 17 de mayo.
No sé si el amor será realmente ciego, pero igual que un padre no puede cerrar sus ojos a las faltas de sus hijos, un crítico no puede cerrar sus oídos a las faltas de los artistas, aunque éstos llegaran a ser sus propios hijos. Podría, eso sí, pedir la venia y no entender del asunto. Los críticos no vivimos en el cielo sino que convivimos con aquellos a quienes hemos de juzgar. Es más, con nuestras críticas ayudamos a que algunos artistas adquieran renombre, apostamos por ellos y hasta nos sentimos orgullosos de sus éxitos. Ese es el caso de quien escribe con Rosa Torres-Pardo. Dice otro refrán que «quien bien te quiere te hará llorar» y esta vez mis impresiones no son positivas.
Promúsica reunió para un concierto en horario nocturno a Torres-Pardo y el Octeto de Viena. Éste ya no es obviamente el legendario fundado por Boskovsky, sino que lo componen profesores de los casi doscientos músicos de plantilla que tocan en la famosa agrupación. Solista y conjunto interpretaron el quinteto «La trucha» de Schubert, una de las obras maestras del repertorio camerístico. En éste existe una premisa inicial fundamental: esta música es ante todo conjunción, coordinación total. Y eso es justamente lo que faltó, a pesar de que la pianista se había trasladado a Viena para ensayar y que venían de interpretar esta misma obra en Barcelona. El primer movimiento fue alarmante. Ni el sonido estaba compensado, con un excesivo dominio del piano, ni realmente tocaban juntos. Para colmo el primer violín, cuyo sonido era muy reducido, no acababa de estar afinado. Tampoco es obra que encaje al cien por cien con el temperamento de la solista y por ello asistimos a dos Schuberts diferentes en una misma obra. Las cosas afortunadamente mejoraron al avanzar la obra, pero concluyó sin redondearse del todo y a ello no fue ajena la sensación de «músicos de orquesta» que dejaban los de Viena y al excesivo entusiasmo de Torres-Pardo. El público carece, por suerte para él, de estas «deformaciones» críticas y por eso aplaudió con entusiasmo.
Finalizó la cita el bello y largo octeto D.803, un tanto inspirado en Beethoven en lo formal aunque muy schubertiano en su música y una de las cumbres del compositor en este género. Demasiada obra para hora tan tardía, pero expuesta con un único concepto. Gonzalo ALONSO

Juventudes Musicales
UN CHOPIN DE CAPRICHO
Obas de Chopin y Bruckner. I. Pogorelich. Rquesta Filarmónica Royal de Flandes. Director: P. Herreweghe. Auditorio Nacional. Madrid, 10 de mayo.
Eran las siete y cuarto y las puertas del auditorio permanecían cerradas. Solista y orquesta estaban ensayando. Eran las siete y media y, ante el público en sus butacas, un joven con vaqueros y una gorra que ocultaba su coleta le daba al piano sin que nadie le reconociera. Ese joven era Ivo Pogorelich que, pasada la hora de inicio del concierto, se retiró al camerino para ponerse una indumentaria más adecuada. Entre medias le habían querido hacer fotos, pero alguien tenía la exclusiva de las fotos del señor Pogorelich. Eran las siete y cuarenta y cinco y el público, entre el que se encontraba la Reina, aún esperaba. Salió al fin el divo Ivo, con lánguido caminar y maneras afectadas. Tranquilidad en la sala: recientemente había cancelado por dos veces a Promúsica, pero no iba a suceder lo mismo con Juventudes Musicales. Y empezó el «Segundo» de Chopin que, como se sabe, es en realidad el primero.
Chopin escribió un concierto para piano con acompañamiento de orquesta y eso justo es lo que se escuchó. El teclado siempre estuvo en primer plano con un sonido amplio e increíblemente bello a pesar de bastantes abusos en el pedal. Herreweghe le acompañó con un cuidado extremo y no debe ser nada fácil trabajar con Pogorelich. Miedo da pensar que, en un momento determinado, pueda comportarse con la música en un pasaje con orquesta de la misma forma que en una cadencia. Y es que Pogorelich hace en éstas puro capricho: fermatas, ritardandos… lo que le viene en gana. Todo arbitrario, un tanto amanerado, pero tocado con técnica perfecta y sonido que enamora. El éxito fue el esperado, muy grande.La segunda parte era un plato tan fuerte como para haber necesitado sólo un aperitivo en vez de un entrante tan amplio como Chopin. La «Cuarta» de Bruckner, justo es reconocerlo, daba un poco de miedo en versión de una orquesta prácticamente desconocida y un director de las características de Herreweghe. Sin embargo sorprendió la Filarmónica Royal de Flandes por su seguridad y sonido tanto equilibrado como empastado. La versión tuvo además la virtud de no caer en la rutina. Se intentó y se hizo música, otra cosa es que el concepto encaje más o menos con el personal de cada cual y, obviamente, muchos nos quedamos con las ganas de mayores dosis de misterio y concentración en el bellísimo andante. Pero la cosa, en conjunto, funcionó. Gonzalo ALONSO
Festival de Pascua en Salzburgo
TRES CONCIERTOS OPUESTOS
El ciclo de abono en el Festival de Pascua salzburgués lo componen una ópera, «Simon Boccanegra», y tres conciertos que este año se han encargado a tres maestros tan diversos en estilos como Norringhton, Abbado y Masur, con programas que han dado oportunidad a que tales diferencias quedasen expuestas.
Roger Norrington se gano la fama como defensor conjuntos de instrumentos originales y, como muchos otros, se pasó a dirigir repertorio en grandes orquestas en cuanto, ya con un nombre, se le presentó la oportunidad. Pero a la Filarmónica de Berlín también se le puede pedir que toque sin un solo vibrato, que su sonido sea blanco, transparente y frío como el cristal de Bohemia. Así lo hizo en «Sinfonía concertante en Si menor» de Haydn, en la que los solistas de violín, chelo, oboe y fagot estuvieron magníficos. Otra cosa fue la radiografía de la «Fantástica» de Berlioz, expuesta como un triunfo del análisis sonoro, con vigor inigualable y escuchándose cada nota a pesar de su complejidad sonora. Pero faltó tanto sutileza al baile como misterio y sobrecogimiento a los dos tiempos finales. El cadáver estaba soñando desde su inicio. Lo mejor fue sin duda la recreación maravillosa que hizo la cuerda de la «Fantasia sobre un tema de Thomas Tallis» de su compatriota Vaughan Williams.
Abbado enfocó su Mozart sacro con espíritu contrapuesto a «Simon». En el «Kyrie en re menor KV 341», en el «Laudate Dominum» de las «Vísperas solemnes KV 339» y en la «Misa en do menor KV427» buscó introspección y cuidado extremo a destacar su vocalidad, pero pasó la pájara y las cosas no salieron a nivel, faltando concentración y emotividad. A pesar de ello se pudo disfrutar del canto musical, homogéneo, de pequeño volumen pero buena proyección de la soprano Christine Schäfer. Estuvo soberbia en ese trío con flauta y oboe en el «Et incarnatus est» en el que hallamos a un Mozart de avanzadas armonías precursor de las inmediatas escenas belcantistas de locuras.
Kurt Masur trajo al festival la solidez, los conceptos y realizaciones de un «kapellmeister». En su «Titán» no hubo genialidades, pero sí continuidad sin desmayos. Antes la mezzo Iris Vermillion cantó los «Kindertotenlieder» como si los niños llevasen enterrados diez años. Un festival que globalmente no ha alcanzado pasadas alturas. S.E.

Páscua en Salzburgo
UN «SIMON BOCCANEGRA SINFÓNICO»
Si ya Verdi sufrió con «Simon Boccanegra» entre 1857 y 1881, fechas respectivas del estreno inicial y de su revisión, otro tanto ha debido ocurrirle a Abbado entre 1976 y 2000. Hace 25 años desempolvó la partitura y realizó una versión en la Scala, junto a Strehler, que quedó como referencia. El logotipo de sus espléndidas velas viajó luego de gira en gira, siempre éxito tras éxito. Veinticinco años después las cosas han cambiado y no para bien.
Entonces dispuso de voces tan importantes como las de Capuccilli, Ghiaurov, Freni, Carreras… y ahora de otras bastante más discretas, tal y como corresponde a nuestro tiempo. Para colmo, sabido es, que el Grosses Festspielhaus salzburgués no ayuda a las voces. ¿Qué hacer cuando en el escenario hay medianías y en el foso el tesoro de la Filarmónica de Berlín? Abbado decidió dejar que ésta se luciese con todo su esplendor desde los acordes introductorios al aria de Fiesco y de su inmediato dúo con Boccanegra. Mágnífica la sonoridad de la cuerda, con sus ocho contrabajos en línea, soberbios y pletóricos los metales, formidables los tempos cortantes en las escenas dramáticopopulares… Pero claro, a los solistas sólo se les oía entre los silencios de la orquesta. Casi como cuando el Karajan de «Salomé».La escena funcionó y bien a base de combinar grandes y pequeños espacios, de jugar con los colores –blanco, rojo y negro, con cuatro muebles auxiliares, con un gran ciclorama, con un vistoso vestuario fuera de épocas y culturas, con sabias luces y con un teatral movimiento escénico. Peter Stein conoce sobradamente el monstruo escénico con el que había de enfrentarse y supo resolver con acierto, lo no quita para que sigamos añorando a Strehler.Quien firma escuchó a los Boccanegras de Gobbi, Wächter, Mac Neil, Cappuccilli o Bruson. Muy mal anda el mundo de los barítonos verdianos para que el casi desconocido Carlo Guelfi encarne a Simon. Desde su «Maria, forse in breve potrai…» se percibió su cortedad para el papel. A una voz tan lírica le faltan arrestos autoritarios para frases como «Il voglio» o el gran «E vo gridando pace..», aunque resolviese con belleza la muerte del doge. Karita Mattila cantó y actuó a placer, pero se la oyó poco. Julian Konstantinov es un joven bajo de poca severidad y aún muchas inseguridades. Lucio Gallo fue de flojo a aceptable como Paolo. ¿Y Alagna, el gran nombre de la velada? Pues ya es triste que un tenor no coseche aplausos al final del único aria en punta de la ópera. Estuvo –perdón, pero es término profesional- con la voz en el culo. Una verdadera pena en alguien tan joven y de tan bello timbre. Al menos se anuncia un vozarrón para el año próximo, el de Terfel como Falstaff. Pero con el mismo barítono, la misma obra y Mehta en Munich, ¿es acertado que compita un festival tan exclusivo como Salzburgo? S.E.
Temporada del Liceo
LA VUELTA DE DOMINGO
Obras de Wagner. P. Domingo, N. Secunde, M. Hölle, L. Watson, D. Pittman-Jennings, solistas, Coro del Liceo. Dir: B. De Billy
Decía Plácido Domingo al terminar el concierto que lo mejor había sido el público. El maestro García Navarro, allí presente, añadía que le gustaría llevarse ese público a Madrid. A él y a todos. El público liceista recibió con bravos y una interminable ovación -se comentaba que sólo parecida a las otorgadas a de Los Ángeles y Caballé en alguna ocasión- a Domingo, que llevaba nada menos que once años sin cantar en el teatro y, al acabar, permaneció entusiasmado quince minutos. Podrían haber sido más, pero el concertino levantó la orquesta. Una audiencia así motiva a los artistas y les mueve a dar lo mejor de sí mismos.
Lo dieron todos los participantes en el concierto con el que muchos wagnerianos de pro se reconciliaron con el coliseo de las Ramblas tras el, a su criterio, nada ortodoxo «Lohengrin». Aquí no cabían polémicas: primer acto de «Walkiria» y segundo de «Parsifal» sin decorados. Sin ellos, pero con los cantantes dejándose llevar por la música e improvisando movimientos.
El madrileño era la estrella de la noche y lució en toda regla. Fue a Barcelona con la voz fresca, fraseó, se entregó y, en definitiva cantó como ya sólo sabe hacerlo él en el reino de los tenores. Wagner requiere una vocalidad que no es exactamente la de Domingo, con más bronce en la emisión y más empuje en el registro de cabeza, pero el tenor aporta en cambio plata en el timbre y oro en la musicalidad. Pocas veces en la historia se habrá cantado Wagner de esa forma, cantando, pero desde luego nadie más ha hecho lo mismo en los últimos treinta años. Ambos actos han supuesto un magnífico aperitivo que habría de completarse de inmediato.
Nadine Secunde secundó al Domingo superando con su entrega y experiencia como Sieglinde las durezas en el registro alto. Linda Watson ofreció una estupenda réplica como esa Kundry que también abordará en Madrid. Mathias Hölle y David Pittman-Jennings acertaron, si bien al segundo le faltó un punto de gravedad como Klingsor. Las muchachas flor y el coro no demerecieron. Bertrand de Billy dirigió solventemente a una orquesta cuyo principal reto inmediato es alcanzar regularidad para que el buen nivel de «Parsifal» o el reciente «Lohengrin» sea norma. Una tarde memorable de música con mayúsculas y digna de la tradición wagneriana del Liceo. S.E.

«Norma» en Sevilla
UNA NORMA DRAMÁTICA
«Norma» de Bellini. M. Guleghina, V. Urmana, R. Margison, G. Prestia, M.Rey-Joly, J.Ruiz. Orquesta Sinfónica de Sevilla, Coro de la Maestranza. Director de escena: R. Giacchieri. Director musical: M. Arena. Teatro de La Maestranza, Sevilla.
Querida entre las más queridas, no es fácil para quien se conoce de memoria la partitura acudir a una nueva cita con «Norma» y mucho menos emitir un juicio crítico positivo para quien escuchó cantarla a Sutherland y Horne o presenció el inolvidable debut en ella de Montserrat Caballé. Por eso posiblemente el mejor resumen que pueda efectuarse de la «Norma» sevillana es que permite disfrutar y bien vale el viaje.
Bellini no precisa de grandes inventos escénicos. El escenógrafo Canzoneri, el figurinista Leone y el director de escena Giacchieri muestran «Norma» en unos dominios romanos medio galácticos de vistoso vestuario y decorados escultóricos de mayor o menor acierto según los cuadros, que reducen el escenario hasta presentar una «Norma» casi intimista. Pero esta obra es así salvo en su apertura y cierre y, ante todo, deja que la música tenga el protagonismo que merece. De Mauricio Arena no puede esperarse más que una lectura clásica, sin sobresaltos pero tampoco genialidades. Con los cortes habituales y con la acostumbrada transposición de partes de la ópera. Estos mucho más lógicos por cuanto se ofrece una versión que vocalmente podría calificarse de a la antigua usanza.
María Guleghina posee una voz importante en su caudal, de timbre atractivo y tesitura de spinto. Voces como la de ella, que tanto recuerda a Elena Suliotis en este papel, tienden por arriba a destemplarse y, a veces, a calar y hasta desafinar. Tres términos parecidos, que no iguales. La soprano rusa tiene un registro agudo limitado para este repertorio y ni podía ni se lució en «Casta diva», aunque peor fue su paso de puntillas por la cabaletta «Ah bello a me ritorna», porque su debilidad real es la coloratura. No es una belcantista y por ello compuso en el resto una interpretación más plausible, cuando se entregó mas a la vertiente dramática, al estilo de las Milanov o Cigna, resolviendo con solvencia el peligrosísimo trío y el más cantable dúo final con Pollione. Violeta Urmana es una gran mezzo, de mejor línea que color tímbrico, y magnifica Adalgisa. Por sus características pronto la veremos abandonar sus habituales personajes wagnerianos para cantar papeles de soprano «falcon». El tenor Richard Margison resulta todo un descubrimiento como Pollione. Bella voz, potencia, agudos -aunque Bellini escribió inicialmente esta parte pensando en un tenor baritonal, de registro agudo corto, e introdujo sólo un par de «does» para cuando cantasen el papel tenores con ellos- y enfoque un poco a lo Jon Vickers, siendo este recuerdo más presente en los pianos. Al Oroveso de Giacomo Prestia, correcto globalmente, le falta sin embargo peso para acabar de sugerir al padre de Norma, feroz y luego abatido, y la voz pierde color en determinados registros Bien los comprimarios, muy digno el coro y mejorable la orquesta. Wagner escribió que habría dado toda su carrera por componer un final como el de «Norma». Al escucharlo bien interpretado, un pobre mortal no puede más que emocionarse y afirmar «¡qué gran ópera!». Con razón Ravel, y cuantos otros se propusieron cambiar su orquestación, desistieron del intento. «Norma» es tal como Bellini nos la dejó.
La próxima temporada de la Maestranza se abrirá con otro Bellini, «Puritanos», y proseguirá con «Traviata», «Caballero de la rosa» y «Cuentos de Hoffmann». En los repartos muchos artistas españoles: Carlos Álvarez, José Sampere, Miguel Ángel Zapater, Ainoha Arteta, María Bayo, Aquiles Machado, Plácido Domingo, etc.
Festival de Pascua en Salzburgo
TRES CONCIERTOS OPUESTOS
El ciclo de abono en el Festival de Pascua salzburgués lo componen una ópera, «Simon Boccanegra», y tres conciertos que este año se han encargado a tres maestros tan diversos en estilos como Norringhton, Abbado y Masur, con programas que han dado oportunidad a que tales diferencias quedasen expuestas.
Roger Norrington se gano la fama como defensor conjuntos de instrumentos originales y, como muchos otros, se pasó a dirigir repertorio en grandes orquestas en cuanto, ya con un nombre, se le presentó la oportunidad. Pero a la Filarmónica de Berlín también se le puede pedir que toque sin un solo vibrato, que su sonido sea blanco, transparente y frío como el cristal de Bohemia. Así lo hizo en «Sinfonía concertante en Si menor» de Haydn, en la que los solistas de violín, chelo, oboe y fagot estuvieron magníficos. Otra cosa fue la radiografía de la «Fantástica» de Berlioz, expuesta como un triunfo del análisis sonoro, con vigor inigualable y escuchándose cada nota a pesar de su complejidad sonora. Pero faltó tanto sutileza al baile como misterio y sobrecogimiento a los dos tiempos finales. El cadáver estaba soñando desde su inicio. Lo mejor fue sin duda la recreación maravillosa que hizo la cuerda de la «Fantasia sobre un tema de Thomas Tallis» de su compatriota Vaughan Williams.
Abbado enfocó su Mozart sacro con espíritu contrapuesto a «Simon». En el «Kyrie en re menor KV 341», en el «Laudate Dominum» de las «Vísperas solemnes KV 339» y en la «Misa en do menor KV427» buscó introspección y cuidado extremo a destacar su vocalidad, pero pasó la pájara y las cosas no salieron a nivel, faltando concentración y emotividad. A pesar de ello se pudo disfrutar del canto musical, homogéneo, de pequeño volumen pero buena proyección de la soprano Christine Schäfer. Estuvo soberbia en ese trío con flauta y oboe en el «Et incarnatus est» en el que hallamos a un Mozart de avanzadas armonías precursor de las inmediatas escenas belcantistas de locuras.
Kurt Masur trajo al festival la solidez, los conceptos y realizaciones de un «kapellmeister». En su «Titán» no hubo genialidades, pero sí continuidad sin desmayos. Antes la mezzo Iris Vermillion cantó los «Kindertotenlieder» como si los niños llevasen enterrados diez años. Un festival que globalmente no ha alcanzado pasadas alturas. S.E.

Páscua en Salzburgo
UN «SIMON BOCCANEGRA SINFÓNICO»
Si ya Verdi sufrió con «Simon Boccanegra» entre 1857 y 1881, fechas respectivas del estreno inicial y de su revisión, otro tanto ha debido ocurrirle a Abbado entre 1976 y 2000. Hace 25 años desempolvó la partitura y realizó una versión en la Scala, junto a Strehler, que quedó como referencia. El logotipo de sus espléndidas velas viajó luego de gira en gira, siempre éxito tras éxito. Veinticinco años después las cosas han cambiado y no para bien.
Entonces dispuso de voces tan importantes como las de Capuccilli, Ghiaurov, Freni, Carreras… y ahora de otras bastante más discretas, tal y como corresponde a nuestro tiempo. Para colmo, sabido es, que el Grosses Festspielhaus salzburgués no ayuda a las voces. ¿Qué hacer cuando en el escenario hay medianías y en el foso el tesoro de la Filarmónica de Berlín? Abbado decidió dejar que ésta se luciese con todo su esplendor desde los acordes introductorios al aria de Fiesco y de su inmediato dúo con Boccanegra. Mágnífica la sonoridad de la cuerda, con sus ocho contrabajos en línea, soberbios y pletóricos los metales, formidables los tempos cortantes en las escenas dramáticopopulares… Pero claro, a los solistas sólo se les oía entre los silencios de la orquesta. Casi como cuando el Karajan de «Salomé».La escena funcionó y bien a base de combinar grandes y pequeños espacios, de jugar con los colores –blanco, rojo y negro, con cuatro muebles auxiliares, con un gran ciclorama, con un vistoso vestuario fuera de épocas y culturas, con sabias luces y con un teatral movimiento escénico. Peter Stein conoce sobradamente el monstruo escénico con el que había de enfrentarse y supo resolver con acierto, lo no quita para que sigamos añorando a Strehler.Quien firma escuchó a los Boccanegras de Gobbi, Wächter, Mac Neil, Cappuccilli o Bruson. Muy mal anda el mundo de los barítonos verdianos para que el casi desconocido Carlo Guelfi encarne a Simon. Desde su «Maria, forse in breve potrai…» se percibió su cortedad para el papel. A una voz tan lírica le faltan arrestos autoritarios para frases como «Il voglio» o el gran «E vo gridando pace..», aunque resolviese con belleza la muerte del doge. Karita Mattila cantó y actuó a placer, pero se la oyó poco. Julian Konstantinov es un joven bajo de poca severidad y aún muchas inseguridades. Lucio Gallo fue de flojo a aceptable como Paolo. ¿Y Alagna, el gran nombre de la velada? Pues ya es triste que un tenor no coseche aplausos al final del único aria en punta de la ópera. Estuvo –perdón, pero es término profesional- con la voz en el culo. Una verdadera pena en alguien tan joven y de tan bello timbre. Al menos se anuncia un vozarrón para el año próximo, el de Terfel como Falstaff. Pero con el mismo barítono, la misma obra y Mehta en Munich, ¿es acertado que compita un festival tan exclusivo como Salzburgo? S.E.
Temporada del Liceo
LA VUELTA DE DOMINGO
Obras de Wagner. P. Domingo, N. Secunde, M. Hölle, L. Watson, D. Pittman-Jennings, solistas, Coro del Liceo. Dir: B. De Billy
Decía Plácido Domingo al terminar el concierto que lo mejor había sido el público. El maestro García Navarro, allí presente, añadía que le gustaría llevarse ese público a Madrid. A él y a todos. El público liceista recibió con bravos y una interminable ovación -se comentaba que sólo parecida a las otorgadas a de Los Ángeles y Caballé en alguna ocasión- a Domingo, que llevaba nada menos que once años sin cantar en el teatro y, al acabar, permaneció entusiasmado quince minutos. Podrían haber sido más, pero el concertino levantó la orquesta. Una audiencia así motiva a los artistas y les mueve a dar lo mejor de sí mismos.
Lo dieron todos los participantes en el concierto con el que muchos wagnerianos de pro se reconciliaron con el coliseo de las Ramblas tras el, a su criterio, nada ortodoxo «Lohengrin». Aquí no cabían polémicas: primer acto de «Walkiria» y segundo de «Parsifal» sin decorados. Sin ellos, pero con los cantantes dejándose llevar por la música e improvisando movimientos.
El madrileño era la estrella de la noche y lució en toda regla. Fue a Barcelona con la voz fresca, fraseó, se entregó y, en definitiva cantó como ya sólo sabe hacerlo él en el reino de los tenores. Wagner requiere una vocalidad que no es exactamente la de Domingo, con más bronce en la emisión y más empuje en el registro de cabeza, pero el tenor aporta en cambio plata en el timbre y oro en la musicalidad. Pocas veces en la historia se habrá cantado Wagner de esa forma, cantando, pero desde luego nadie más ha hecho lo mismo en los últimos treinta años. Ambos actos han supuesto un magnífico aperitivo que habría de completarse de inmediato.
Nadine Secunde secundó al Domingo superando con su entrega y experiencia como Sieglinde las durezas en el registro alto. Linda Watson ofreció una estupenda réplica como esa Kundry que también abordará en Madrid. Mathias Hölle y David Pittman-Jennings acertaron, si bien al segundo le faltó un punto de gravedad como Klingsor. Las muchachas flor y el coro no demerecieron. Bertrand de Billy dirigió solventemente a una orquesta cuyo principal reto inmediato es alcanzar regularidad para que el buen nivel de «Parsifal» o el reciente «Lohengrin» sea norma. Una tarde memorable de música con mayúsculas y digna de la tradición wagneriana del Liceo. S.E.

«Norma» en Sevilla
UNA NORMA DRAMÁTICA
«Norma» de Bellini. M. Guleghina, V. Urmana, R. Margison, G. Prestia, M.Rey-Joly, J.Ruiz. Orquesta Sinfónica de Sevilla, Coro de la Maestranza. Director de escena: R. Giacchieri. Director musical: M. Arena. Teatro de La Maestranza, Sevilla.
Querida entre las más queridas, no es fácil para quien se conoce de memoria la partitura acudir a una nueva cita con «Norma» y mucho menos emitir un juicio crítico positivo para quien escuchó cantarla a Sutherland y Horne o presenció el inolvidable debut en ella de Montserrat Caballé. Por eso posiblemente el mejor resumen que pueda efectuarse de la «Norma» sevillana es que permite disfrutar y bien vale el viaje.
Bellini no precisa de grandes inventos escénicos. El escenógrafo Canzoneri, el figurinista Leone y el director de escena Giacchieri muestran «Norma» en unos dominios romanos medio galácticos de vistoso vestuario y decorados escultóricos de mayor o menor acierto según los cuadros, que reducen el escenario hasta presentar una «Norma» casi intimista. Pero esta obra es así salvo en su apertura y cierre y, ante todo, deja que la música tenga el protagonismo que merece. De Mauricio Arena no puede esperarse más que una lectura clásica, sin sobresaltos pero tampoco genialidades. Con los cortes habituales y con la acostumbrada transposición de partes de la ópera. Estos mucho más lógicos por cuanto se ofrece una versión que vocalmente podría calificarse de a la antigua usanza.
María Guleghina posee una voz importante en su caudal, de timbre atractivo y tesitura de spinto. Voces como la de ella, que tanto recuerda a Elena Suliotis en este papel, tienden por arriba a destemplarse y, a veces, a calar y hasta desafinar. Tres términos parecidos, que no iguales. La soprano rusa tiene un registro agudo limitado para este repertorio y ni podía ni se lució en «Casta diva», aunque peor fue su paso de puntillas por la cabaletta «Ah bello a me ritorna», porque su debilidad real es la coloratura. No es una belcantista y por ello compuso en el resto una interpretación más plausible, cuando se entregó mas a la vertiente dramática, al estilo de las Milanov o Cigna, resolviendo con solvencia el peligrosísimo trío y el más cantable dúo final con Pollione. Violeta Urmana es una gran mezzo, de mejor línea que color tímbrico, y magnifica Adalgisa. Por sus características pronto la veremos abandonar sus habituales personajes wagnerianos para cantar papeles de soprano «falcon». El tenor Richard Margison resulta todo un descubrimiento como Pollione. Bella voz, potencia, agudos -aunque Bellini escribió inicialmente esta parte pensando en un tenor baritonal, de registro agudo corto, e introdujo sólo un par de «does» para cuando cantasen el papel tenores con ellos- y enfoque un poco a lo Jon Vickers, siendo este recuerdo más presente en los pianos. Al Oroveso de Giacomo Prestia, correcto globalmente, le falta sin embargo peso para acabar de sugerir al padre de Norma, feroz y luego abatido, y la voz pierde color en determinados registros Bien los comprimarios, muy digno el coro y mejorable la orquesta. Wagner escribió que habría dado toda su carrera por componer un final como el de «Norma». Al escucharlo bien interpretado, un pobre mortal no puede más que emocionarse y afirmar «¡qué gran ópera!». Con razón Ravel, y cuantos otros se propusieron cambiar su orquestación, desistieron del intento. «Norma» es tal como Bellini nos la dejó.
La próxima temporada de la Maestranza se abrirá con otro Bellini, «Puritanos», y proseguirá con «Traviata», «Caballero de la rosa» y «Cuentos de Hoffmann». En los repartos muchos artistas españoles: Carlos Álvarez, José Sampere, Miguel Ángel Zapater, Ainoha Arteta, María Bayo, Aquiles Machado, Plácido Domingo, etc.

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