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Por Publicado el: 12/07/2014Categorías: Crítica

Teatro de la Zarzuela: necesarias recuperaciones

NECESARIAS RECUPERACIONES

El Teatro de la Zarzuela ha puesto en marcha una experiencia muy interesante: resaltar los valores teatrales, sin descuidar los musicales, penetrar en el meollo, esencializar, por decirlo así, tres valiosas zarzuelas románticas poco conocidas hoy. Partituras extensas, difíciles y costosas de montar. Paolo PInamonti, director de la entidad, tuvo la idea de ofrecerlas a través una nueva y más económica forma. El autor de las recreaciones literarias y creador de la dramaturgia es el autor teatral, crítico, ensayista, novelista y director de cine y teatro Álvaro del Amo, que ha conseguido que no se pierda en ningún caso la relación original entre lo hablado y lo cantado. El proyecto se ha llevado adelante con inteligencia y savoir faire teatral. Se ha practicado una suerte de refundición de los libretos, sin traicionar su sentido e incluso su literalidad, manteniendo toda la música y creando nuevos y estratégicos personajes, actores que resumen la acción y nos la cuentan.

La primera zarzuela ha sido Catalina de Joaquín Gaztambide, sobre libro de Luis Olona, estrenada en el Teatro del Circo el 23 de octubre de 1854, que narra dos historias de amor a través de un intercambio de correspondencia durante la guerra de comienzos del siglo XVIII.La segunda, El dominó azul de Emilio Arrieta, que utiliza texto de Francisco Camprodón y que se presentó en el citado teatro madrileño el 19 de febrero de 1853. Como aquélla, una obra pionera en el momento en el que el género comenzaba su andadura moderna hacia mediados del siglo XIX. Se recuperaba una forma que había iniciado su andadura primitiva allá a principios del XVII. En esta composición un sastre llamado Valdivieso –que no figura en el original- narra los enredos cortesanos en el Palacio del Buen Retiro a mediados del siglo XVII. La tercera es la menos famosa, El diablo en el poder, de Francisco Asenjo Barbieri, que vio la luz en el coliseo en el que ahora se repone el 11 de diciembre de 1856, con libro del nombrado Camprodón. Es la propia figura del diablo, creada asimismo por la mano del adaptador, la que cuenta las intrigas palaciegas en el Madrid de Felipe V.

Se abrevian convenientemente las narraciones, se sintetizan y se resumen las pesadas intrigas, que desarrollan redundantemente anécdotas en el fondo muy parvas, pero no poco liosas. Lo que contribuye a que, en se queden muchos datos fuera y que no acertemos siempre a orientarnos, por mucho que la labor del adaptador sea muy hábil. Hay que estar muy atento para entender los líos amorosos, los engaños, los equívocos y los amores cruzados que pueblan cada una de las acciones, que requieren diligente disposición, agilidad, presteza en las réplicas y viveza en los comportamientos para no hacerse excesivamente morosas, teniendo en cuenta que desde el punto de vista teatral los movimientos están muy tasados. El coro actúa a la griega, siempre presente pero estático e incluso sentado, cada corista con su partitura correspondiente. Los solistas vocales sí se mueven de aquí para allá, aunque más en paralelo a la corbata que en profundidad y cantan mirando al público, como en las antiguas funciones del XIX. La música es la portadora de los esenciales valores.

Hemos tenido la oportunidad de asistir a las representaciones de El dominó azul (1853) y El diablo en el poder (1856). Dos zarzuelas bien distintas aunque penetradas de la inevitable influencia italiana, que pesaba sobre las creaciones líricas españolas a través de la ópera transalpina. Más poroso a ellas fue Arrieta, aunque muchas veces, como es el caso, tratara temas de la historia española. Ya desde el principio de El dominó azul comprobamos este extremo en el Cuarteto con coro Enhorabuena o en el finale del primer acto. Melodismo de excelente corte, ritmos regulares, construcciones sencillas, armonías gratas y un espléndido y didáctico manejo de la voz. Más complejo y poderoso es el cierre del acto segundo, en el que intervienen los cinco solistas. La sombra de Donizetti, de Bellini y del joven Verdi no hay duda de que están presentes. Música, sí, mimética, pero muy bien escrita.

La impronta española se detecta en mayor medida en El diablo en el poder. Aún Barbieri, que ya había compuesto Jugar con fuego, no había desplegado toda su sabiduría para recrear aires populares, que llegaría a la cima con El barberillo de Lavapiés, pero ya era un hábil maestro en la sutil combinación de lo italiano y lo hispano, como ponen de manifiesto algunos de los números, en los que aparecen algunos aires de danza. Cosa relevante es que cada uno de los tres actos se abre con un preludio orquestal, que demuestra la sapiencia orquestadora y el manejo de los timbres que ya poseía el compositor por esas fechas.

Un muy amplio equipo de cantantes, en algún caso debutantes en el Teatro –en la política abierta y participativa puesta en marcha en los últimos tiempos-,provee de buen material vocal a las obras. En la de Arrieta destacamos la ligereza alada de Sonia de Munck (la muy aviesa Marquesa de San Marín), siempre afinada y musical, delicada y frágil en su timbre de lírico-ligera. Sobró algún incómodo sobreagudo. Consistente, sonora, bien puesta la voz lírica de buen caudal de Mónica Campaña (Leonor de Haro). Fácil arriba, ligera de emisión, timbrada la del tenor MikeldiAtxalandabaso (Herman), que se fue valientemente al do 5 al final de su romanza. Fluida, lírica y grata la del barítono César San Martín. Algo destemplada pero eficaz y con carácter la de Fernando Latorre, bautizado como bajo-barítono. Todos se desenvolvieron con cierta soltura como actores, aspecto en el que se desempeñó brillantemente Juan Manuel Cifuentes, el astuto sastre de la corte.

Buen plantel vocal asimismo el la obra de Barbieri. El timbre claro, vibrátil, la extensión de la soprano lírico-ligera Ruth Iniesta (Elisa de Montellano), iluminó las primeras escenas. Buen contrapunto le puso la mezzo lírica Marifé Nogales (Enriqueta de Ubilla). Espejeante, diáfana y certera, con algún que otro agudo comprometido, la sólida Elena de La Merced (Princesa de los Ursinos), de fraseo siempre expresivo y cálido. Al templado y musical Josep-Miquel Ramón le queda en exceso grave la tesitura de Antonio de Ubilla, que pide una voz más oscura y compacta, para la que el cometido está escrito. Emilio Sánchez (Conde del Sauce), tenor lírico de apreciable vibrato, de timbre penumbroso, de emisión bien estudiada, tuvo algunos problemas en la zona de paso, pero se desenvolvió con suficiencia, con algún que otro agudo bien puesto y una adecuada vis cómica. Latorre (Conde de Montellano) estuvo de nuevo digno y Matthew Loren Crawford (Auvigni), miembro del coro, cumplió honradamente. Excelente el Diablo de Emilio Gutiérrez Caba.

La Orquesta de la Comunidad de Madrid, que pierde habitualmente enteros cuando baja al foso, sonó algo gruesa, poco depurada bajo la entusiasta y animada batuta, algo primaria, de José María Moreno, que supo concertar con habilidad e impulsar con decisión el discurrir de la música; aunque sin hacer demasiado distingos entre unos estilos y otros. Las voces, eso sí, se escucharon bastante bien. Pero echamos de menos una mayor estilización y unas texturas sonoras menos agrestes. El Coro, con apreciables y ocasionales desajustes, cantó reciamente, sin delicadeza, al parecer no exigida desde el foso. Arturo Reverter

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