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Por Publicado el: 15/11/2013Categorías: Crítica

The Indian Queen, la epopeya falseada

    LA EPOPEYA, FALSEADA

            En el desarrollo de la mirada de Mortier en torno al descubrimiento de América, tras La conquista de México de Rihm, tocaba ahora el turno a la semi-ópera de Purcell The Indian Queen, su última obra escénica, de 1695. Habría sido mejor la presencia de otra de las muchas óperas escritas en torno a la epopeya, como, sin ir más lejos, el Cristóbal Colón de Carnicer, en vez de elegir este título, que ha debido ser falseado para que encajara en tales propósitos.

             El éxito de Dido y Eneas en 1689 había movido al músico a lanzarse de nuevo al ruedo teatral. El público seguía prefiriendo los espectáculos con música también llamados pastiches o masques, en los que abundaba el diálogo hablado –emparentados con la comedia-ballet- y en los que los protagonistas eran interpretados habitualmente por actores, que a veces cantaban, y no siempre por cantantes auténticos. En esta línea se situarían las dos siguientes partituras de Purcell, King Arthur, con texto de John Dryden, presentada en 1692 y 1693, y la más elaborada The Fairy Queen, el éxito más grande del compositor, cuya última muestra escénica sería precisamente The Indian Queen, montada sobre libreto de Dryden y, en este caso, también de Robert Howard. Un texto de 1664.

            Como era norma en este tipo de obras, la música se sitúa más o menos estratégicamente y de manera un tanto inconexa a lo largo de una prolija narración cuajada de incorrecciones e incoherencias que se desarrolla durante la guerra entre los mexicanos (aztecas) y los peruanos (incas) en años anteriores a la presencia de los españoles. La acción discurre a lo largo de una complicada y turbulenta trama que contempla los amores de Moctezuma hacia una princesa inca. Se juega con la presencia de una reina usurpadora, Zempoalla, el concurso de un mago, Ismeron, y otros varios elementos que sirven de pretexto a la música.

            El argumento se las trae y sirvió para que Purcell escribiera una bella música, cuya última parte, ocupada por una masque, fue compuesta por su hermano Daniel. El prólogo está totalmente puesto en música, cosa inhabitual en este tipo de obras. La escena del encantamiento es quizá la más importante y contiene, según el viajero Burney, el mejor recitativo de la lengua inglesa, adjudicado al personaje del mago Ismeron, encarnado en el estreno por el que luego sería famoso bajo Richard Leveridge. Cromatismos melódicos y una atmósfera triste son los rasgos definitorios para Marco Emanuele.

            Estamos ante una composición muy abierta, en la que cabe aplicar la fantasía y soluciones varias en cuanto al orden e interpretación. Y muy abierta es la producción que se ha visto en el Real, que lleva adosada la expresión “Nueva versión de Peter Sellars” El regista norteamericano, que ya sabemos no se arredra a la hora de meter mano a cualquier ópera para poner de su cosecha, ha campado aquí por sus respetos, tal y como él mismo asevera. Introduce anthems, coros, salmos, himnos y otras músicas de Purcell para reforzar una acción que inventa y que se aleja del original sosteniendo literariamente el espectáculo sobre fragmentos de la novela La niña blanca y los pájaros sin pies de la escritora nicaragüense Rosario Aguilar, que cuenta la historia de seis mujeres en la época de la integración del nuevo y viejo mundo. Así se da paso al protagonismo de lo femenino. Según Sellars, son la féminas las que crean una nueva cultura mestiza.

            Pero la novela se centra en las tribus de Tlaxcalan que ayudaron a los españoles y aborda la cuestión del colaboracionismo –puesto en evidencia por la unión de Teculihuatzin, reina indígena, con el conquistador Pedro de Alvarado-, lo que sitúa el foco narrativo en un punto ajeno a la historia original ilustrada por Purcell, en la que no aparecen para nada los españoles. Lo exótico, lo pagano, las fronteras que separan a la vida de la muerte, la magia, las esquemáticas diferencias entre hombres y mujeres han tentado a Sellars, que sin duda se ha dejado llevar por su calenturienta imaginación.

            El resultado es un espectáculo muy propio de este artista, que se repite cada vez más, que siempre es igual a sí mismo y que vuelve a insistir en el empleo de recursos que ya hemos visto en otras de sus recientes producciones: telones o teloncitos de distinto tamaño que suben y bajan, ilustrados con motivos abstractos o concretos muy naïf alusivos a los mayas o aztecas –cuando no a figuras muy simplonas conectadas con la guerra (tanqueta)-; figurines (de Dunya Ramicova) muy primarios de soldados de hoy o levemente relacionados con una Suramérica más o menos profunda de nuestros días; actitudes y gestos que se han hecho ya convencionales en las creaciones del regista norteamericano, como esos perennes juegos con las manos, mímica en conexión con un lenguaje quizás de origen zen; movimientos corales de aquí para allá en busca de una variedad dentro de una representación envuelta en los subidos colores de las ilustraciones de Gronk, un escenógrafo que sirve fielmente a los propósitos de Sellars.

            En la línea argumental construida por el director escénico la música va ubicándose sin mucho orden –no el primigenio, desde luego-, adosada a situaciones para las que no fue creada. Como las demás piezas salidas de la pluma del compositor, entre ellas la maravillosa canción O solitude, que aquí canta el personaje de doña Isabel. La narración se vertebra sobre los parlamentos hablados de Leonor, la hija nacida de los amores de la reina indígena y Alvarado, que siguen fragmentos de la citada novela de Rosario Aguilar, pero traducidos al inglés, lo que parece un tanto demencial. Al hilo de ese discurso, se van introduciendo números de ballet, algunos demasiado extensos, como los cinco primeros, que abren la obra durante 16 minutos de manera postiza. Hay cinco bailarines (dioses mayas), de calidad muy relativa, que realizan continuas evoluciones sobre una coreografía de Christopher Williams (que es uno de ellos) de lo más repetitiva y monótona que uno puede imaginarse. Y que contribuye poderosamente a que la representación, que dura la friolera de 3 horas y 40 minutos (con descanso), se haga eterna.

            La morosidad se centuplica por las repeticiones, las soluciones escénicas simplonas y mimetizadas –todas las actuaciones de los soldaditos españoles- y, naturalmente, a consecuencia de los tempi elegidos por Teodor Currentzis, autor de la refundición de los pentagramas, un director amigo de “excelsas” lentitudes, de acentuar peligrosamente los silencios, de enfatizar, de dejarse ir, de exagerar en busca de una expresión muy poco natural. Su versión, a veces descriptiva de hechos tristes –la historia de Teculihuatzin lo es-, nos suena anquilosada, premiosa, muy ralentizada porque sí. Menos mal que el coro que dirige y que él mismo ha fundado en el Teatro de la Ópera de Perm (Rusia) es maravilloso: empastado, afinado, homogéneo, elástico, capaz de pasar del pianísimo más sobrecogedor al forte más rotundo. Son tan hábiles que hasta cantan tumbados en el suelo como si tal cosa. Magníficos. Por este conjunto se perdonan muchas cosas. La orquesta del mismo teatro, con cuerdas modernas y vientos de época, con clave, laúdes y otros instrumentos antiguos, también atesora calidad, pero no hasta tal punto.

            Los cantantes compusieron un equipo homogéneo, aunque ninguno de ellos nos impresionó. De los dos contratenores, Christophe Dumaux y Vince Yi, mucho mejor el primero, pues el segundo posee un timbre demasiado agudo e hiriente. Pasables sin más las sopranos Julia Bullock, de timbre atractivo, y Nadine Koutcher, de timbre pálido. Muy discretos los tenores Markus Brutscher, muy ligero, y Noah Stewart, más sólido, un Alvarado curiosamente negro. Poca entidad vocal la de Luthando Qave para dar cumplida cuenta de los números escritos para el gran bajo Leveridge, antes nombrado. Arturo Reverter

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