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Por Publicado el: 25/02/2011Categorías: En la prensa

¿A quién le importa la cultura?

¿A quién le importa la cultura?
«Hay que dejar a los políticos con sus espectáculos banales, y sacar partido al talento abriendo las puertas a un nuevo modelo cultural que se aleje del proteccionismo espurio de las instituciones públicas»
Lasa Opinión de Murcia
ANTONIO J. UBERO El Gran Teatro del Liceo de Barcelona se suma a la larga lista de instituciones culturales españolas afectadas por los recortes presupuestarios, impuestos por las Administraciones tras el brusco despertar de su sueño de prosperidad. Por primera vez en muchos años este emblemático espacio escénico vivirá más de sus propios recursos que del dinero público y las medidas no se han hecho esperar: no tendrá programación en septiembre, subirá el precio de las localidades, ofrecerá contenidos más populares y a los trabajadores se les ofrece un futuro inquietante que, de momento, les obliga a asumir ciertos sacrificios laborales. Sin embargo, los responsables del Liceo se han crecido ante la adversidad y sacan músculo con una programación excepcional, que no defraudará al público que cada temporada llena su aforo. Habrá que ver el puerto al que conduce este azaroso periplo, aunque al menos se emprenderá con una dignidad insólita en el mundo de la cultura para los tiempos que corren.

Pues si preocupante es la voracidad de la tijera institucional en todo aquello que impulsa el desarrollo de una sociedad —educación, investigación y cultura—, más lo son los motivos que han convertido a estas herramientas civilizadoras en juguetes rotos que se abandonan en el baúl de los trastos inútiles. El cálculo político establece un itinerario en el que lo intangible o selecto queda devaluado, en beneficio de la urgencia por atender las necesidades de una mayoría para la que la cultura carece de importancia. Esa lógica, obligada en periodos de crisis económica, muestra a su vez el terrible significado de la cultura como activo institucional de carácter suntuario, y no como ese concepto que identifica a un estamento social obligado a velar por la salud cívica de un país.

Así visto, un teatro o una filmoteca pueden permanecer cerrados durante años, pueden desaparecer ferias del libro o salas de exposiciones, agostarse las bibliotecas, desaparecer festivales musicales, artísticos o escénicos y al común de los mortales, a esa mayoría silenciosa y conformista, parece no preocuparle. Se puede invertir menos en educación pública o en investigación y nadie alza la voz para preguntar si se ha pensado en el futuro, y en la formación de las gentes que han de lograr devolver la prosperidad a un pueblo desamparado. De nada sirve el prestigio de empresas culturales adquirido gracias al esfuerzo de unas cuantas personas consecuentes con la necesidad de reforzar el espíritu crítico y la sabiduría de las gentes. El arte se eclipsa ante la mirada indolente de esa mayoría que impone su visión reduccionista de la existencia, en la que el aquí y el ahora aniquilan al ayer y al mañana.

Los intelectuales vendieron su alma al diablo político para calmar el hambre que los totalitarios creen inherente a su condición. Hoy pagan una deuda muy alta por esos años de frenesí, y ven cómo se desmorona toda su obra bajo el peso de la conveniencia y el desinterés. Permitieron que la cultura se contaminara de espectáculo y costumbrismo, y hoy saben que un teatro más o menos no quita ni pone rey, pero conservar la poltrona bien vale una procesión o una verbena, o ciento si es menester.

De nada sirve manifestar el descontento ante ese abandono, pues el político ya ha calculado previamente las consecuencias de sus decisiones, y son pocas las fuerzas con que cuenta la cultura en la pugna por reivindicar su importancia ante un rival para quien la estulticia y la sabiduría pesan lo que una papeleta electoral. No queda otro camino que recurrir al ingenio y la audacia, y recuperar la atención de ese público que nunca les dio la espalda. Dejar a los políticos con sus espectáculos banales, y sacar partido al talento abriendo las puertas a un nuevo modelo cultural que se aleje del proteccionismo espurio de las instituciones públicas, y busque la rentabilidad seduciendo a inversores interesados en aprovechar el conocimiento y la inteligencia. No será fácil ni inmediato, pero es el momento de romper ese pacto diabólico y recuperar el decoro para demostrar el valor del conocimiento.

Recuperar la libertad creativa y de pensamiento, aunque venga acompañada de estrecheces, dificultades e incomprensión, es la mejor herramienta para hacer frente a la involución cultural impuesta desde el interés político, identificando a esos falsos intelectuales vasallos de un dogma alimentado con bastardos argumentos y a los mercenarios de la retórica al servicio de intereses partidistas, devolviendo al pueblo sus costumbres y tradiciones tras despojarlas del falso ornato cultural, y señalar a aquellos que sacian sus ansias de notoriedad vedando a los ciudadanos todos los caminos que conducen a la cultura.

Quizás el ejemplo de los gestores del Liceo de Barcelona sirva para mostrar el camino que se ha de tomar a partir de ahora. Y quizás la próxima Ley de Mecenazgo y Patrocinio sirva para abrir nuevas posibilidades al desarrollo cultural. Esta crisis ha de contemplarse como una oportunidad para que quienes legislan consideren ese nuevo paradigma necesario como un referente, que permita estimular la creatividad, proteger el talento y ofrecer al ciudadano una vía digna y enriquecedora que le lleve a valorar mejor la importancia de la cultura.

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