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Por Publicado el: 23/05/2014Categorías: Crítica

Carlos Mena: Anatomía de las pasiones

ANATOMÍA DE LAS PASIONES

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El Teatro de la Zarzuela de Madrid ha tenido la feliz idea de montar un espectáculo dramático-musical para conmemorar los 400 años del nacimiento del compositor madrileño Juan Hidalgo (1614-1685). Con tal fin se han seleccionado una serie de solos, de tonos, de tonadas, extraídos en su mayoría de obras escénicas y se han hecho acompañar de composiciones vocales de otros músicos de la época, como Domenico Mazzocchi, Francisco Guerau y anónimos. El capítulo instrumental procedía de la inspiración de creadores tan fundamentales como Antonio Martín y Coll, Gaspar Sanz y Santiago de Murcia

El autor del proyecto, titulado De lo humano … y divino, y también su director musical, es el contratenor Carlos Mena, que ha sabido elegir los pentagramas más adecuados y los ha hilado con gran sabiduría, estableciendo las necesarias transiciones y armonizando todo ello para otorgar al conjunto la correspondiente unidad. La operación nos ha demostrado que Hidalgo fue un hacha en el manejo sofisticado de la métrica, lo que destaca poderosamente en esos tonos humanos y divinos, composiciones por lo común  a una sola voz acompañada por un pequeño grupo instrumental.

El propio Mena escribe en el programa de mano algunas de las claves de las obras integrantes de las cinco representaciones programadas, desarrolladas entre el 14 y el 18 de mayo: “Muchos de estos tonos, de hecho, son extractos seleccionados por el propio compositor de sus obras propiamente escénicas -una práctica muy habitual de la época la de elegir los mejores momentos de las aquellas, que a veces podían durar hasta seis horas-, que componía para poder interpretarlas en ambientes más íntimos y selectos como eran los conciertos de cámara en los palacios o para festividades religiosas muy especiales”.

Se trata además de un tipo de música que da amplia cabida a la improvisación, tanto en los instrumentistas como en los cantantes, lo que enriquece las ornamentaciones. En esos casos, el director musical es más bien un organizador, que da cauce y deja libertad y que en todo caso debe tener muy bien asumido y  claro el empleo del ritmo, tan original y expresivo en estas partituras y que el propio contratenor ha comentado: “Es verdad que uno de los elementos identificativos de lo que podría considerarse un estilo típicamente español en el siglo XVII es la utilización abusiva, o más bien invasiva, del compás de proporción menor, o compás ternario y todas las variantes que ese ritmo nos proporciona en cuanto a acentuación, intercalando patrones alternativos de hemiola con los propios del compás (esto es la figura rítmica de 2+2+2 en contrapunto con la figura de 3+3).

            Mena, como se dice, ha hecho un estupendo trabajo de adaptación al orgánico instrumental y trabajado muy bien los efectos vocales para los tres cantantes previstos. Y se ha valido de diversas fuentes: Biblioteca Nacional, Biblioteca Nacional de Cataluña, Biblioteca Nazionale di San Marco di Venezia, etc…, de transcripciones propias y de variados trabajos de estudio y transcripción. Con todo ello se ha conseguido una espléndida fluidez en la narración, en la que se integran diversos pequeños universos escénico-musicales, estampas que se agrupan bajo los siguientes epígrafes: Amor, quinto elemento, Entristeced la alegría, la tristeza alegrad, Agua pido, que me abraso y De las que rompen el aire.

Esta sucesión de viñetas ilustradas tiene un primer momento de estatismo en el que se nos ofrece un retablo al viejo estilo, poblado de figuras ricamente ataviadas de época, tanto los ocho músicos de la Capilla Santa María, como los tres cantantes y los tres mimos y bailarines. Luego todo se mueve y se van construyendo las distintas escenas por las que fluye la música como agua de mayo. El espectáculo va cobrando forma paulatinamente gracias a la inteligencia en el manejo de los efectos teatrales, a lo largo de un curso en el que se dan cita, astutamente tratados, elementos muy diversos y conceptos básicos de la existencia: lo sacro, lo humano, la divinidad, el Dios que atiende a lo humano y lo divino, el amor, el sexo, la vida y la muerte. Un totumrevolutum que nos explica, a la postre, que todo es intercambiable, lleno de claroscuros, de ambigüedades; en un juego que resume y sintetiza una manera de vivir y de morir.

La evolución en el carácter de los textos cantados, el desarrollo de una acción que parte de las formas más estrictas y de una visión oscurantista y pía, beata y autoritaria, estricta y grave de la vida para llegar a la lúdica contemplación y aun a la liberación de los corsés, a la luz bienhechora de lo carnal, lo sensual y lo diáfano, es ejemplarmente ilustrado en la dirección escénica de Joan Antón Rechi, que, con la ayuda de la escenografía de Alfons Flores, los figurines de Mercé Paloma (fastuosos o sencillos) y la iluminación de Santiago Mañasco (matizada y sutil), ha sabido crear una narración variada, cuajada de guiños, de sentido del humor, de alusiones múltiples, de descaro. Un gran fresco animado por una música bien elegida, en la que aparecen integrados multitud de cortes retóricos directamente relacionados con lo que se canta y se toca y bajo el que pulula continuamente el a veces complejo y comentado tratamiento rítmico.

Hay instantes de notable belleza, musical, literaria y escénica. Los textos, algunos de altos vuelos poéticos, de Agustín de Salazar y Torres, Juan Vélez de Guevara, Francisco de Avellaneda, Melchor Fernández de León y anónimos, engarzan a veces milagrosamente con los pentagramas, que alcanzan en ocasiones elevados niveles de expresividad, con frecuencia lacerante. Ahí tenemos por ejemplo, el tono humano Esperar, sentir, morir, que nos hace llegar el sentimiento de un amor doliente y en cuyo estribillo –nos explica cumplidamente la musicóloga María Asunción Flórez Asensio- encontramos un contratiempo expresivo al separar, mediante silencios situados en la parte fuerte del compás, las tres palabras principales del texto, de autor desconocido, unidas a la del amor. Esas habilidades métricas hacen que en otro de los tonos, De las luces que en el mar, la alternancia de patrones rítmicos que caracteriza a la música española de esa época, provoque un disloque que subraya lo engañoso de “morir de una pena / que parece gloria”. Figura retórica muy elocuente.

Carlos Mena hizo oír su bien templada voz de contratenor, dotada de un hermoso registro modal, acariciadora y aflautada en la zona alta, suave de emisión, regulada sabiamente. Alicia Amo, soprano lírico-ligera de grato y solar timbre, estuvo, como se le pedía, severa y pícara, delicada y apasionada graciosa y refinada. El barítono José Antonio López, en un repertorio insólito para él, exhibió su rico metal, de espectro más bien oscuro, y supo frasear con una finura exquisita momentos como el del comentado solo de Esperar, sentir, morir, y se acopló con inteligencia al estilo, diciendo, con la asesoría filológica común de Lola Pons, los textos. Diestros y ágiles los tres anónimos-bailarines, dos mujeres y un hombre. Y magnífica labor la desplegada por los músicos de la Capilla de Santa María, con Andoni Mercero (violín), Pedro Estevan (percusión) y Juan Carlos de Mulder (archilaúd y guitarra barroca) entre ellos. Finalmente, un aplauso para el hermoso y extenso programa de mano y para el trabajo de traducción al inglés practicado en él y en os sobretítulospor Victoria Stapells. Arturo Reverter

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