Crítica: Arcadi Volodos, el Auditorio Nacional a sus pies
Arcadi Volodos, el Auditorio Nacional a sus pies
Schubert, Sonata en La mayor D959. Davidsbündlertänze, op. 6 de R. Schumann. F. Liszt/A. Volodos Rapsodia Húngara n. 13 en La menor, S. 244/13. Arcadi Volodos, piano. Impacta Conciertos 24/25. Auditorio Nacional, Madrid. 04-06-2025. Tres cuartos de aforo.

Arcadi Volodos
Que Arcadi Volodos es uno de esos artistas que invocan, someten y arrebatan a pesar de su falta de oportunismo (¡qué diferencia con esas estrellas del papel estucado, las necedades glamurosas de YouTube y las entrevistas de suplemento cultural!), es algo que no por sabido debe dejar, una vez más, de repetirse.
El pasado 4 de junio tuvo el público madrileño ocasión de comprobarlo en un recital que culmina la temporada de conciertos Impacta, en colaboración con la Fundación Scherzo, dentro de una gira que ha incluido actuaciones en Valencia y Barcelona. Presentó el pianista un programa serio, riguroso, que vincula a uno de sus compositores de cabecera, Schubert, con el pianismo romántico de Schumann y, también, con el arrebatado Liszt de las Rapsodias Húngaras. Se entiende bien el vínculo entre Schubert y el fulgor rameado de Schumann.
La profunda Sonata en La mayor del primero (una de sus tres últimas, de 1828), aunque todavía más cercana al mundo de la forma clásica que a los colores cambiantes, lucientes, del universo musical del segundo, lleva dentro de sí la sombra de una muerte inminente, y por ello una profunda carga de autoexpresión romántica.
Por si este vínculo fuera poco, hay que añadir que, a pesar de la indiferencia de la generación romántica por las Sonatas de Schubert (fue Schnabel quien las recuperó en los 1930) Schumann dejó escrita su admiración por ellas, declarando como “magistrales” las tres escritas entre 1825 y 1826. Algo más difícil se hace entender la inclusión en el programa de la Rapsodia Húngara de Liszt (adaptada por el pianista), que parece un recuerdo del primer Volodos, aquel que arrebataba al público con sus acrobacias antes de descubrir las aguas puras y transparentes de otras músicas menos vocingleras, como las de su admirado Mompou.
Salió Volodos al escenario sobrio y contenido, como siempre. A media luz, y sentado en su inevitable silla con respaldo (igual que Glenn Gould, igual que Radu Lupu, la espalda no perdona), atacó sin demoras ni remilgos la Sonata de Schubert. No es Volodos un artista que se deje la cabeza en disquisiciones historicistas. Cierto que Schubert suena más históricamente informado en un piano Brodmann, pero el Steinway del Auditorio, con su posibilidad de colores cambiantes, lucientes, es el instrumento adecuado para una Sala Sinfónica bien colmada de público, y no hay más que hablar.
Volodos exprimió a fondo sus posibilidades para regalarnos una deslumbrante interpretación de una sonata que lleva en sí flores quebradas por la brisa, pero también los rumores del abismo. Un Allegro bien respirado, con silencios de vértigo y pianissimos que evocaban mundos recónditos, cerrado con una Coda pausada que Volodos adaptó a ese absoluto prodigio de poesía que es el Andantino, con un tempo casi congelado, en el que demostró que entre sus dos manos, melodía y acompañamiento, puede haber no un nivel de distancia en la dinámica, sino dos, tres, o trescientos, si se lo propone.
Mención especial también a su dominio de los pedales, con efectos notables, casi mágicos, como aquél en que dejó sobrevolando los armónicos de un acorde antes de permitir que se desvanecieran, como agitando los brazos en el aire, o su técnica prodigiosa (cruces de manos, formas variadas de ataque) en el Scherzo y en el Rondó final, que atacó casi sin solución de continuidad. Sobrio en el saludo (mano en el corazón y sonrisa), hubo de comparecer dos veces ante los aplausos del público.
Arcadi Volodos performs Schubert’s Piano Sonata No.17, Schumann’s Kinderszenen and his Fantasie
No tenemos espacio para describir en detalle lo ocurrido tras el descanso. Baste decir que, en los Davidsbündlertänze (Danzas de la Cofradía de David, una “Liga de David” creada por Schumann en sus escritos para oponerse a los filisteos de la música, plasmando su propia naturaleza dual con los heterónimos de Florestán -impulsivo, ardiente, símbolo del dolor- y Eusebio -el soñador, el ensimismado, símbolo del placer-) brillaron muchos de los restantes, inagotables recursos técnicos de Volodos.
El fraseo por niveles dinámicos, las poderosas octavas, la forma de delinear la melodía formada por la nota superior de acordes constantemente cambiantes, o de resaltar la línea interior en texturas a tres partes, el ataque no percusivo y la igualación dinámica entre notas separadas, tan propio de la escuela rusa…. todo al servicio de una música en la que arden luces cantando la pujanza de la vida y, a veces, se presiente el ominoso coro de las nubes que atraen la desgracia.
(Viene de golpe a la cabeza el hecho de que Volodos, aunque afincado en España, nació en San Petersburgo, la ciudad en la que en cierta ocasión, en un recital de su esposa Clara Wiek, un desconocido se acercó a Schumann para preguntarle “Y usted, ¿también se dedica a la música?” Qué cosas).
Últimas líneas para dejar constancia de los muchos pasajes de virtuosismo rayano en la insania de la Rapsodia Húngara n. 13 de Liszt, arreglada por Volodos para dar salida a su propio Florestán, aunque debe uno confesar su relativa frialdad ante esta obra, tras las voces espumantes y la tenebrosa memoria de pájaros de las obras anteriores.
El entusiasmo del público se desbordó en las cuatro generosas propinas: el primero de los tres Intermezzi op. 117 de Brahms, con su tan sencilla como bella melodía enterrada entre voces; el Momento Musical n. 3 de su irrenunciable Schubert; el atronador arreglo propio de la Malagueña de E. Lecuona y, para finalizar, anunciado por el propio Volodos, el “Pájaro triste”, de las Impresiones íntimas de Mompou. Ebrio de claridad y de música, el público, que prácticamente llenaba el patio de butacas, aclamó al pianista sin ambages, antes de abandonar el Auditorio.
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