Crítica: Beatrice Rana, Albéniz, Stravinsky y para qué más
BEATRICE RANA
Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo
Albéniz, Stravinsky y para qué más
Obras de Chopin, Albéniz y Stravinsky. Beatrice Rana, piano. Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional, Sala Sinfónica, Madrid. 12-XI-2019.
Las dos últimas sesiones del ciclo Grandes Intérpretes han sido una montaña rusa. Tras la vacuidad de Buniatishvili, que representa uno de los puntos más bajos del ciclo desde hace años, ha llegado ahora una buena cima gracias a la sobriedad lúcida de Beatrice Rana, que con sus 26 años impartió una lección de madurez y técnica sin salir de su ensimismamiento y gesto concentrado. Aquellas elegantes Goldberg que alcanzaron el cielo discográfico con la aparente sencillez de un zepelín no eran un espejismo de estudio. Aquí hay hondura, dirección, capacidad expresiva y una ausencia plena de artificio.
Empezó el concierto con los exigentes 12 Etudes, op. 25 de F. Chopin. Es una colección engañosa, que parece sostenerse por la potencia de sonido y la riqueza melódica que brota del entretejido armónico. Pero luego llegan los estudios 5, 6 y 8 y el despliegue técnico necesario sólo puede describirse como pavoroso. La pianista italiana encaró los primeros estudios con un sentido de la ornamentación muy francés, como augurando el Albéniz posterior, y con una magnífica mano izquierda que supo rubatear y subrayar los trazos melódicos menos evidentes. Un ejemplo de ese lirismo implícito y bien construido fue el Etude nº 7, el mejor momento de la primera parte. Con todo, hubo un cierto abuso del pedal que emborronó la por lo general nítida visión de Rana de esta música.
Pero el verdadero centro sobre el que gravitó todo el concierto fue una segunda parte que arrancó con una sorprendentemente trabajada lectura de “El Albaicín” y “El Polo” del tercer libro de la Iberia de Albéniz, que, al igual que en la primera parte, antecedió de alguna manera el sentir rítmico y sincopado del Stravinsky posterior. Precisión y grandes arcos dinámicos revelaron muchas luces en esta partitura que mantiene su sentido de la vanguardia. Un escalón por encima de Chopin y Albéniz estuvieron los Tres movimientos para piano de Petruchka, conjunto de piezas pensadas para un Rubinstein en plenitud y del que Rana dio una espléndida versión, extrovertida en la tímbrica y desinhibida en sus colores, a pesar de su exigencia técnica casi inabordable.
Hay ocasiones en las que los bises son innecesarios, no porque desluzcan lo anterior sino por distraer del proceso de interiorización de lo escuchado antes, sobre todo cuando ese antes viene cargado de significantes. Dos bises, un Chopin y un acelerado Bach cerraron un concierto magnífico disfrutado por apenas la mitad del Auditorio. Una verdadera lástima. Mario Muñoz Carrasco
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