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Crítica: Cáceres, sabiduría y sensibilidad, II Festival Atrium Musicae
Por Publicado el: 11/02/2024Categorías: En vivo

Crítica: Elisabeth Leonskaya, diosa atea cacereña

Leonskaya-caceres.

Elisabeth Leonskaya, diosa atea cacereña

II FESTIVAL ATRIUM MUSICAE. Recital Elisabeth Leonskaya (piano), Obras de Beethoven (Sonatas para piano números 30, 31 y 32, opus 109, 110 y 111). Lugar: Cáceres, Gran Teatro. Fe¬cha: 9 febrero 2024.

Hace ya mucho tiempo, muchísimos años, que Elisabeth Leonskaya es una de las grandes damas (y “damos”) del piano. A sus 78 años -nació en Tiflis, Georgia, en 1945- mantiene intactas las cualidades y particularidades de un pianismo generoso y versátil, cálido y natural, radicado en el universo vienés (Mozart, Schubert, Beethoven, Brahms…), pero que también brilla, ¡y de qué manera!, en el repertorio ruso y romántico. El viernes, en su primera cita de la densa agenda que mantiene en la II edición del cacereño Festival Atrium Musicase -del que se ha convertido en casi absoluta protagonista-, no se ha andado con chiquitas y se ha adentrado en las tres últimas sonatas de Beethoven. Un reto solo apto para pianistas de primera y artistas de primera. El resultado, más que exitoso o deslumbrante, ha sido vivamente íntimo y emotivo.
Se palpaba la emoción entre el público que abarrotó el Gran Teatro de Cáceres. El prodigio que destilaba de las entrañas del Steinway se retroalimentaba con el silencio, emocionante y revelador, de un público de primera que se percibía tan admirable como la artista que habitaba el escenario. Silencio elocuente como el Beethoven sin aspavientos, puro y concentrado, que destilaba la apóstol beethoveniana que desde siempre es la antidiva georgiana. Un Beethoven alejado de cualquier trámite ajeno a su concepto esencializado, que no esquiva pedal ni los recursos del moderno piano. Muy alejado -quizá en las antípodas- del escuchado a András Schiff dos días antes en Alicante. La Leonskaya no busca. Es. No indaga en pianísimos al límite ni en fortísimos atronadores. Su Beethoven es natural y fresco como la vida misma. Un Beethoven que anda de vuelta y se empeña y se basta con ser y sentir.
Viajó y se deslizó desde el comienzo, libre y ligero, de la Sonata en Mi mayor, cuyo Adagio espressivo voló a alturas estratosféricas, a la insondable elucubración de la “Arietta” final de la Sonata en Do menor, cuyo Adagio molto se escuchó no solo “semplice e cantabile” como pide Beethoven, sino imbuido de una expresividad que penetraba en el alma de cada espectador. La quietud de los largo trinos, sobre los que Leonskaya subrayó en calma las más sutiles y atrevidas armonías y melodías; la ambigüedad última entre los modos mayor y menor de la tonalidad de Do, y la transparente claridad con que se percibió cada detalle y latido delataban el protagonismo servidor de la inmensa artista, pero también la pasión de vivir, las luces y sombras de un genio que aquí fue más allá de su tiempo. Corría 1822, pero Beethoven pone un pie en la luna en esta escritura atemporal que escapa a todo; “de metamorfosis, transformaciones o recreaciones temáticas de largo alcance musical”, en palabras de José Luis García del Busto. Un final de ciclo en el que se siente la certeza de que Beethoven cierra un itinerario jamás antes transitado, que abre las puertas –aún abiertas- de un futuro inescrutable.
En medio, la Sonata en La bemol mayor, quizá la más popular de las tres. Al menos, la más tocada. De nuevo, fue en los episodios lentos donde Leonskaya esencializó su pasión beethoveniana desde esa llaneza sin simpleza que enmarca todo. La fuga quedó bien clarificada, sin alardes ni vacuas elucubraciones, admirablemente encadenada al doliente adagio precedente y brillantemente resuelta en el jubiloso y potente crescendo final.
Momentos de un concierto, de una velada que no cabe en las líneas de una crítica. Dicha sin pausas ni distracciones. Esencial como el pianismo de esta atea diosa cacereña que ha devenido la legendaria pianista georgiana. Quizá, sí, después del final sin fin de la Opus 111, no quepa ninguna otra música. Pero la Leonskaya demostró que sí, que hay otros sonidos posibles. Tras muchas y reiteradísimas salidas a saludar, finalmente claudicó y desgranó uno de sus bises favoritos: la sencillez extrema del Andante central de la “Sonata fácil” de Mozart. No hay palabras. Tres minutos al oído en los que Cáceres se convirtió en el pálpito musical del planeta. Justo Romero

 

 

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