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Por Publicado el: 28/02/2019Categorías: En vivo

Crítica: Grígori Sokolov, inenarrable

Grigory-Sokolov

Grígori Sokolov

RECITAL DE GRÍGORI SOKOLOV

Grígori Sokolov: piano. Pro­gra­ma: Obras de Beethoven y Schubert. Lu­gar: Valencia, Palau de la Música. ­­Entrada: 1800 espectadores (lleno). Fecha: Domingo, 24 de febrero de 2019.

Así que caigan rayos y centellas, el pianismo inenarrable de Grígori Sokolov (San Petersburgo, 1950) se mantiene inexorable en las más altas cimas de la excelencia artística y virtuosa. Cada nueva visita a Valencia –y van ya quince- supone la certeza de sumergirse en una velada musical de suprema elevación sensorial y emocional. Siempre ante una escenografía y puesta en escena no por repetida menos novedosa: la sala abarrotada y casi en penumbras, las presurosas entradas y salidas del Maestro con una de sus manos a la espalda, el entusiasmo unánime y la consecuente retahíla de propinas, la eliminación de todo lo superfluo para hacer de la Música objeto de sensaciones y actor único…

Asombra, claro, la perfección michelangeliana de quien hoy es sin discusión posible el más grande pianista sobre la faz de la tierra, la calidad de sus infinitos sonidos, las gamas de registros y colores, la increíble amplitud dinámica de una sonoridad que en sus gradaciones se expande desde el borde mismo del silencio hasta unos registros cuya potente redondez jamás fracturan, distorsionan o escapan de la lógica del discurso expresivo… Pero sobre todo, maravilla su capacidad inteligente de utilizar tantos resortes técnicos, todas las posibilidades que le brinda su depurado dominio técnico, con el fin único de servir el discurso expresivo en su más pura y auténtica esencia. ¡Solo importa la música, en torno a la que todo gira! Como ante un cuadro de Velázquez o de Dalí, en Sokolov admira y deslumbra el dominio técnico, pero sobre todo emociona el sentido elocuente y humanista de la obra de arte.

En esta ocasión ha llegado al Palau de la Música de València con un programa cargado de sabiduría y de sentidos, que se expandió desde el Beethoven más tempranamente romántico de su Tercera sonata para piano al romanticismo terminal de Brahms, representado por las postreras piezas Opus 118 y 119, ambos ciclos de 1893, y que Sokolov tuvo la lucidez de tocarlos como una única obra, como un solo adiós al siglo romántico. Apenas una década después, Berg ya andaba enfrascado en su Sonata para piano opus 1 y Schönberg en las Tres piezas para piano opus 11.

Grígori Sokolov que desde sus comienzos es un apasionado y señero beethoveniano (en junio de 1985 registró una referencial versión de las Variaciones Diabelli) abrió el programa con un Beethoven que apuntaba directamente al futuro. Un Beethoven con ventaja –Sokolov tiene la referencia de lo que vino después, pero el Sordo de Bonn, aunque lo apuntó, lo desconocía-, enfatizado en sus rasgos más futuristas -los episodios en do menor del Adagio presagiaban la Quinta sinfonía o incluso la cimera última sonata para piano-, pero sin en absoluto descuidar sus ancestros haydnianos, casi dieciochescos.

Como puente entre este Beethoven futurista y el Brahms terminal, Sokolov tuvo el acierto de intercalar a modo de efectivo catalizador las Bagatelas opus 119, micropiezas como las últimas de Brahms, nacidas entre la última década del XVIII y 1822, pero no publicadas hasta 1823 por un despierto editor que las agrupó en un único álbum bajo un por tardío equívoco opus 119. Grandes pequeñas músicas elevadas por su intérprete a la excelencia al cargarlas de chispa, gracia, detalles, encanto y claroscuros.

Fueron preludio inmejorable para las diez piezas brahmsianas que cerraron el recital oficial, entendidas éstas por Sokolov como una mirada a un pasado que se remonta incluso más allá de Beethoven, hasta el mismo Bach de la trinidad de las tres Bes de la que habló y escribió von Bülow. Brahms, desde las manos servidoras de Sokolov, se aferra al pasado, como si se resistiera a dejar su mundo periclitado. Desde la melancolía, desde la tristeza y añoranza, se aferra a la melodía y la envuelve de detalles e intensidad. No a la manera diáfana de Schubert, sino después de haber digerido un romanticismo del que parece no querer despedirse. Así lo expresó Sokolov, en un Brahms nuevo y al mismo tiempo fiel hasta la veneración. Como ocurrió en el trío del Intermezzo opus 118 número 2, cuando casi ignoró el contracanto de la mano izquierda, pero en realidad lo que hizo fue reservarlo para la repetición, creando así un efecto novedoso y diverso. El impulso de la Balada, o la bucólica naturalidad con que cantó la quinta pieza, una suerte de sosegada “pastoral” cuyos episodios de luminosa vivacidad, ornamentados con ligeros trinos que parecen imitar el revoloteo de alegres pajarillos, a la manera onomatopéyica que solo 18 años después haría Enrique Granados en su célebre Maja y el ruiseñor, supusieron momentos álgidos de un recital todo él álgido, como el último Intermezzo del opus 118, donde más que un grandioso pianista Sokolov se convirtió en un mago capaz de llevar la música a la más absoluta ingravidez sin que por ello pierda consistencia y presencia sonora.

El prodigio del pianismo, del susurro, de una quietud casi mompouiana, se pronunció aun en las cuatro piezas finales, que Brahms corona inesperadamente con la radiante Rapsodia en Mi bemol mayor. Vigor, ritmo y empuje. Como si quisiera despejar las elucubraciones de los tres intermezzi precedentes y recuperar efímeramente el tiempo pasado. Sokolov marcó con vehemencia los fortísimos acordes finales que sellan el refulgente y definitivo punto final. El siglo XIX y el romanticismo que apuntó Beethoven al principio de este programa tocaron casi a su fin.

El fin del programa “oficial” dio paso a las consabidas seis propinas que conformaron la generosamente regalada tercera parte del recital. Otro prodigio, inaugurado con el segundo de los Cuatro impromptus D 935 y culminado con el preludio De pas sur la neige, de Debussy. En medio más Schubert –el último de los Cuatro impromptus D 899 y la Melodía húngara en si menor D 817– y dos chopines igualmente mágicos: el Preludio número 20, en do menor, y la segunda de las Mazurcas Opus 68. Definitivamente inenarrable. Justo Romero

Publicada el martes, 26 de febrero, en el diario LEVANTE

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