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Por Publicado el: 16/11/2021Categorías: Diálogos de besugos

Críticas en la prensa a Partenope en el Teatro Real (1º y 2º reparto)

PARTENOPE (G. F. HÄNDEL)

El Teatro Real continúa su temporada con Händel, un compositor apenas presente en su programación, y lo incorpora  con el atractivo añadido de hacerlo con una versión escenificada. Esto ha sido lo más destacado por los críticos de los diarios nacionales, cuya opinión puede leer más abajo. Es su autor el director teatral Christoph Alden, que estrenó la producción en la English National Opera y recibió por ella un Premio Oliver en 2008. En su lectura, Partenope toma la forma de la escritora, activista y mecenas Nancy Cunard, haciendo constantes referencias a su biografía y contexto tanto en la escenografía como en el resto del elenco, para quienes resulta especialmente exigente en su faceta actoral. Aplauso unánime de los críticos a la actuación de ambos repartos, que destacan a los contratenores Iestyn Davies y Anthony Roth Costanzo (1º reparto) y Franco Fagioli y Sabina Puértolas (2º reparto), de quien Gonzalo Alonso señala el «trabajo admirable» de la soprano navarra, que podría «marcar un antes y después en su carrera».

En el plano musical, el director Ivor Bolton se encuentra «en su elemento», según Luis Gago, siendo responsable de una versión vivaz y brillante que mantiene la consonancia entre lo que ocurre sobre el escenario y emana desde el foso, resolviendo con naturalidad y claridad los momentos de mayor agitación.

Música de George Frideric Handel. Brenda Rae, Teresa Iervolino, Iestyn Davies, Anthony Roth Costanzo, Jeremy Ovenden y Nikolái Borchev. Orquesta Titular del Teatro Real. Dirección musical: Ivor Bolton. Dirección de escena: Christopher Alden. Teatro Real, hasta el 23 de noviembre.

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Escena de Partenope en el Teatro Real (c) Javier del Real

EL PAIS 14/11/2021

Nancy Cunard, reina de Nápoles. El Teatro Real estrena en España la famosa producción de ‘Partenope’ de Handel firmada por el estadounidense Christopher Alden

No habría ópera en el mundo capaz de hacer justicia a la biografía desmesurada de Nancy Cunard, que convirtió su paso por esta vida en una obra de arte con un largo fundido final a negro: murió desharrapada, consumida, sola, enajenada y con su cuerpo ―tan deseado antaño― reducido a la piel y los huesos, en el mismo París donde había reinado y coleccionado amantes, a cuál más famoso, vanguardista o transgresor, en los frenéticos años veinte del siglo pasado. Escritora, fundadora de una editorial de prestigio (Hours Press), luchadora por los derechos civiles y contra la discriminación racial, reportera antifascista en primera línea durante nuestra Guerra Civil y cronista de las vidas de los republicanos españoles en los campos de refugiados franceses, fue también una socialite irresistible, como lo había sido su madre Maud, que estableció su propio emporio de celebridades en Londres. Man Ray la fotografió, Constantin Brâncuși la esculpió, Oskar Kokoschka la pintó, Samuel Beckett tradujo para ella y por sus brazos pasaron –y se trata solo de un minúsculo botón de muestra– Tristan Tzara, Aldous Huxley, Ezra Pound, Wyndham Lewis o Louis Aragon. No es difícil reconocer su propia voz al comienzo de “Los amantes”, un poema incluido en su libro Outlaws (”Proscritos”), de 1921: “Ha habido centenares de amantes, / príncipes y payasos y necios; / poderosos, tímidos, humildes, obscenos, / y algunos cuyos corazones jamás estuvieron limpios / que hicieron caso omiso de todas las reglas”.
A falta de esa ópera imposible, Christopher Alden ha decidido convertir a Parténope, la legendaria fundadora y reina de Nápoles, en Nancy Cunard, un trasvase mucho menos estrafalario de lo que pudiera parecer inicialmente. La protagonista de la ópera de Handel acumula también pretendientes, justamente tres príncipes, y tan mitológico fue el salón parisiense en la rue Le Regrattier de una como esa ciudad de la otra, bautizada con el nombre de la sirena Parténope, que inventaron las crónicas medievales. Pero hay más conexiones: en la undécima escena del primer acto de la ópera, la reina anuncia a sus amigos antes de ponerse al frente de sus tropas: “l’amazzone io sarò”. Un famoso retrato de Nancy Cunard pintado por Eugene McCown en 1923 la muestra precisamente vestida de amazona, chistera incluida, muy similar a la que lleva en la fotografía de Man Ray en que vemos a Tristan Tzara, arrodillado, besando en una fiesta la mano de Nancy, con ropa de hombre y una máscara que le cubre ojos y nariz. Su íntima amiga Janet Flanner fue fotografiada por Berenice Abbott más o menos en esa misma época con dos máscaras semejantes en la parte frontal de un sombrero de copa que pertenecía, como el abrigo que viste, al padre de Cunard. Ahora, en Madrid, ella aparece en escena con sus brazos forrados con los brazaletes de inspiración africana que convirtió en su seña de identidad, su pelo marcelado (la técnica de ondas que inventó Marcel Grateau y causó furor entre las mujeres de la época) y vistiendo en el segundo acto frac y top hat, como es de rigor. Y es precisamente Man Ray quien se encarna en el personaje de Emilio, príncipe de Cuma en el libreto original y convertido por Alden, cámara en mano, en una especie de notario de cuanto acontece a su alrededor al tiempo que participante ocasional en la trama. En vez del testigo oidor de Canetti, es lo más parecido a un testigo veedor.
Estas identidades sexuales intercambiadas, o intercambiables, fueron moneda corriente en el París efervescentemente surrealista en que Cunard prodigó sus encantos, pero son asimismo, con menor explicitud, un locus classicus en la ópera seria barroca, un género del que participa Partenope al tiempo que lo dinamita o, cuando menos, satiriza o pone en entredicho. En este montaje, con profusión de bigotes engominados, hay mujeres que se disfrazan de hombre (Rosmira en dos actos, la propia Parténope en parte del segundo), hombres castrados que cantan con voz de mujer (Arsace y Armindo) y, bajo la lupa de Alden, homosexuales inimaginables dentro de un armario (Ormonte, aquí aparente hermano de Parténope, que luce sus mismas ondas marceladas y que acaba disfrazándose de mujer en el tercer acto), algo muy en consonancia con las maneras andróginas de vestir que tanto popularizó Cunard y cuya influencia llegó incluso a inspirar sendos desfiles de moda de Gucci y Dior hace ahora justo diez años, lo que llevó a un periodista estadounidense a hablar de la ubicuidad del “fantasma de Nancy Cunard”. Christopher Alden estrenó su propuesta en la English National Opera tres años antes, en 2008, y es esta producción, no en inglés sino en el italiano original, la que llega ahora a Madrid.
La escenografía nos presenta el apartamento idealizado de Cunard en París, dominado por una gran escalera en espiral en el primer acto, dividido en dos alturas y con un pequeño retrete justo en el centro que da mucho juego en el segundo, y con una pequeña cama a la derecha y una gran pared diáfana en el tercero. La cuidadísima iluminación crea en los grandes espacios blancos constantes juegos de sombras. Hay numerosas referencias a la época, a veces utilizadas como parte de la dramaturgia: el caso más claro son las grandes fotografías que Emilio/Man Ray pone a secar al final del segundo acto y que en el tercero resultan ser partes de un gigantesco collage del famoso retrato que hizo el estadounidense de la bellísima Lee Miller desnuda con el brazo izquierdo doblado sobre su cabeza.

El propio Man Ray aparece caracterizado al principio y al final de la ópera de la misma guisa en que él fotografió a André Breton, con su cara asomando por el óvalo recortado de una cartulina blanca y unas gafas de goma como de nadador. También se ve proyectado sobre una pared en el segundo acto su corto Le retour à la raison, de 1923, en el que vemos al final otro torso femenino desnudo, el de Kiki de Montparnasse, su modelo predilecta, anegado literalmente por la luz que entra por una ventana, quizá no muy diferente de la que forma parte de la escenografía: mientras Rosmira canta su aria al final del primer acto, entra también una luz intensa desde el exterior y el aire agita poéticamente los visillos.
Sobran referencias, por tanto, para convencernos de dónde y cuándo se desarrolla la acción que contemplamos, aunque hay algunos guiños colaterales añadidos, como presentar a Ormonte con una barba a lo Lytton Strachey (Cunard intimó en Londres con muchos integrantes del grupo de Bloomsbury, pródigo también en fiestas comunales y en todo tipo de identidades sexuales comunicantes), y tampoco parece descabellado intuir en este moderno y ágil Armindo un cierto parentesco con el Buster Keaton de los años veinte, sobre todo en su acrobática aria del primer acto, o con el jovencísimo Fred Astaire en “Nobil core che ben ama”, su aria del tercero, incluidos el baile de claqué y el juego con el sombrero de copa de Parténope. En el tercer acto, en lo alto de un enorme aparador, pende sobre Rosmira la amenaza de una piqueta y un reloj despertador en precario equilibrio, remedo del hacha y el reloj que cuelgan de una polea sobre la cabeza de Tristan Tzara en el retrato que le hizo Man Ray, sentado en lo alto de una escalera, en 1921.
Al margen de correlaciones personales y temporales, Alden imparte una lección de congruencia teatral (las partidas de cartas al principio y el final de la ópera, idéntica pose de Parténope/Nancy de pie en la mesa y una silla nada más subir el telón al final de la obertura y justo antes de bajar en el tercer acto) y de cómo deben moverse los personajes sobre un escenario, acertando siempre con la ubicación que elige para ellos, ya sean cantantes o espectadores, con sus ausencias o incluso con insinuaciones de su inminente destino, como cuando Parténope y Arsace se encaminan hacia el dormitorio de ella después de que la reina se haya despojado de los brazaletes de su brazo izquierdo y permita que Arsace le saque los del derecho, una manera simbólica de desnudarse y entregarse a él. Pero el director estadounidense, consciente de que Partenope está impregnada de un fuerte componente farsesco, que él se muestra decidido a reforzar y actualizar, sabe introducir también pequeños elementos cómicos muy eficaces, como la aparición de Arsace enterrado en papel higiénico sobre el inodoro al comienzo de su aria “Poterti dir vorrei”. Antes, concluida la parodia bélica con que arranca el segundo acto, en ese mismo retrete, había cantado Emilio/Man Ray, asomando la cabeza por encima de la puerta para hacerse oír, y Rosmira se había parapetado tras un periódico, que aparta únicamente para lanzar a Arsace sus repetidas inculpaciones (“Infido, ingrato!”) en el dúo “E vuoi con dure tempre”. Poco después, renuncia por fin a su disfraz de Eurimene e inicia su lenta reconversión en mujer.
De la parte musical, es mucho y bueno lo que debe decirse. Lastrada por los cortes que se hicieron en su día en Londres, han podido revertirse algunos, pero de los que permanecen hay unos que duelen más que otros. Las supresiones, que se concentran en los actos primero y tercero, no afectan nunca a Parténope, mientras que los personajes que salen peor parados son Rosmira y Arsace. Ella, la heroína que había dado título y se había situado en primer plano de la ópera que compuso Caldara a partir de idéntico libreto, se ve privada de su aria de salida, “Se non ti sai spiegar”, esencial para atisbar su psicología profunda, pues se da a conocer en un modo mayor muy diferente de sus agitadas tonalidades menores posteriores, en las que está adoptando una identidad que no es la suya. Su segunda aria del tercer acto, “Quel volto mi piace”, es la respuesta natural a la pregunta precedente de Arsace, “Ch’io parta?”: ambas están en Mi mayor/menor y forman un díptico que no debería desmembrarse.

Arsace, por su parte, pierde tres, aunque “Dimmi, pietoso ciel”, del primer acto, se recupera inesperadamente justo al comienzo del tercero. Charles Burney escribió que “lleva impresa en ella el sello de un gran maestro” y su reubicación la acerca de este modo a la gran aria del príncipe de Corinto en el tercer acto, “Ma quai note di mesti lamenti”, que Burney califica a su vez de “admirable”. Que ambas estén en Sol menor y contengan partes obbligati para flauta travesera (una y dos, respectivamente) habla a favor de esta inventada cercanía, más aún si, como hace Alden, se presentan como variantes de arias del sueño, cantadas una en la cama, con un Arsace resacoso después del trasiego de botellas del segundo acto, y otra junto a un viejo tocadiscos que funciona como un elemento onírico de remembranza, con Rosmira bailando al fondo como la plasmación visual de sus sueños. En descargo de Alden y Bolton, debe recordarse que Handel fue el primero en suprimir, trasladar y reescribir arias para adaptarse a los nuevos cantantes o a circunstancias sobrevenidas en las reposiciones de sus óperas.
Quien canta estas dos arias del sueño es Iestyn Davies, Armindo en Londres en 2008 y Arsace ahora en Madrid, donde se convierte, sin duda, en el cantante más destacado de la representación. No es solo el que mejor conoce el lenguaje barroco, el que lleva impreso en su piel el estilo de Handel, sino también el intérprete con mejor técnica y proyección vocal, dicción más clara y mayor inteligencia escénica. Domina por igual todos los registros: al final del segundo acto, su “Furibondo spira il vento” es un alarde de virtuosismo y precisión (es un gran acierto por parte de Alden hacer despertarse de golpe a Parténope en el preciso momento en que amaina el vendaval de agilidades de su pretendiente); al comienzo del tercero, su “Ch’io parta?” es apenas un susurro que irradia musicalidad y expresividad en cada nota, al igual que la citada “Ma quai note di mesti lamenti”, donde hace perfectamente creíbles su desolación, angustia y desamparo.
El otro contratenor, el estadounidense Anthony Roth Costanzo, al que ya admiramos hace años en Muerte en Venecia de Britten, es el segundo gran merecedor del podio de honor. No posee la entidad vocal de Davies, pero su inocente, entrañable e inmaduro Armindo es también un dechado de virtudes musicales y escénicas, que alcanzan quizá su punto más alto en su aria con ritmo de siciliano del segundo acto, “Non chiedo, oh luci vaghe”, que canta a su amada desde lo alto, aunque donde conquista al público, y se gana finalmente el corazón de Parténope, es en “Nobil core che ben ama” como un sosias más que creíble de Fred Astaire y un afeminamiento muy en línea con la producción y su traslocación temporal. La Rosmira de Teresa Iervolino no siempre brilla al mismo nivel, sobre todo porque la italiana posee una voz pequeña que lucha por hacerse oír en los momentos en que está más exigida técnica y dinámicamente. Pero en todos los recitativos y siempre que puede cantar sin cortapisas, como en uno de los dos únicos recitativi accompagnati de la ópera, el extraordinario “Cieli, che miro!” del tercer acto, logra dejar constancia de su gran clase. En la gran aria con trompas del final del primer acto, “Io seguo sol fiero”, transmite a la perfección el objetivo de Handel: ser más creíble y viril en su disfraz masculino que los hombres de verdad que la rodean. Por eso al verla por fin vestida de mujer en la última escena de la ópera, se valora aún más su largo y perfecto ejercicio de travestismo como Eurimene.
Jeremy Ovenden, bien conocido en el Teatro Real por sus magníficas intervenciones en La clemenza di TitoRodelinda e Idomeneo, vuelve a revelarse como un cantante valiente, amigo de correr riesgos de los que sale airoso, con sólidos fundamentos técnicos y grandes dotes de actor, que le ayudan a componer un Emilio/Man Ray más que plausible, con un sobresaliente para su última aria, “La gloria in nobil alma”, donde el heroísmo hasta entonces sardónico de la ópera se convierte por fin en una virtud noble, real y benéfica. Nikolái Borchev mejora su participación en La Calisto de Cavalli con un Ormonte cómico pero sin incurrir en excesos, ni siquiera cuando Alden le hace vestirse de mujer, con un aparatoso miriñaque y brazaletes en ambos brazos à la Cunard, cuando porta las espadas del duelo entre Arsace y Rosmira/Eurimene del tercer acto. No es exactamente un bajo, y sus agilidades a veces flaquean, pero sabe cantar y decir el texto con gran propiedad.

Este último punto es la principal vía de agua de quien debería haber concentrado los mayores aplausos, la soprano estadounidense Brenda Rae. Sin embargo, al igual que sucedió en L’elisir d’amore y en Don Giovanni, no convence ni conquista al público, aun cuando el compositor y los directores musical y escénico le ponen todo a su favor. Es una actriz entregada y obediente, y se trasluce su empeño en hacer creíble a su Parténope/Nancy Cunard, tarea nada fácil, más aún si se canta el papel por primera vez, como es su caso. El Barroco no parece, en todo caso, su territorio natural, sus agilidades no son limpias o regulares y por encima del Sol sus notas agudas transmiten tensión, deviniendo a veces en grito (y en su primera aria, «L’amor ed il destin», ha de ascender hasta un Do). La pobre dicción italiana podría pasarse por alto, pero donde se halla el mayor déficit es en la expresión musical del texto, en la diferenciación de una y otra aria, porque tiende a cantar todo de manera indistinta y un tanto superficial, sin profundizar (musical, no escénicamente) en los cambios que va experimentando su personaje, obligada a decidir entre sus tres pretendientes y tendente a actuar caprichosamente como soberana que es. Debería haber sido la reina de la fiesta, pero son otros quienes acaban ocupando su trono.
La dirección de Ivor Bolton, aquí en su líquido elemento, el de sus orígenes al frente de una pequeña formación barroca, constituye la enésima ratificación de su afinidad natural con el Handel operístico, que acierta a comprender y traducir como solo sus más grandes intérpretes saben hacerlo. Tocando el clave en los recitativos (y ocasionalmente en algunas arias), tiene a la orquesta (cuerda moderna, pero comandada por una especialista, Pauline Nobes, como concertino, maderas también modernas, pero trompas y trompetas naturales, las cuatro excepcionalmente seguras toda la noche) a su merced, haciendo en todo momento lo que él quiere y sonando siempre disciplinada y en perfecto estilo. En el hiperactivo continuo destaca la sorprendente presencia del órgano en algunas arias lentas, y arpa, chitarrone, violonchelo y clave brindan un sostén igualmente unitario, pero flexible y tímbricamente cambiante, a los recitativos, que jamás suenan rutinarios, académicos o formularios. Violines primeros y segundos han de tocar al unísono en muchas arias y la afinación, articulación y homogeneidad en los golpes de arco se mantiene, sin altibajos, de principio a fin: no es de extrañar, por tanto, que orquesta y director recibieran los mayores aplausos y ovaciones de la noche. Aunque hay tempi necesariamente muy rápidos, se percibe una constante comunión entre foso y escena, sin apenas desajustes salvo el coro final, convirtiendo las arias, los dos dúos, el terceto y el cuarteto (Partenope contiene un número inusual de conjuntos) en mundos con personalidad propia pero interrelacionados con cuanto les antecede y les subsigue. Es Bolton quien debe de estar también detrás de las atinadas ornamentaciones añadidas por los cantantes en las repeticiones de la primera sección de sus arias da capo y en sus puntos cadenciales.

Partenope parodia por momentos el tratamiento del amor y el heroísmo habitual en las óperas serias, como queda claro, por ejemplo, en el brevísimo dúo “Per te moro” que cantan Parténope y Arsace mediado el primer acto o en la supuesta batalla inicial del segundo, que en e montaje de Alden deviene en una fiesta de máscaras (las de Man Ray, por supuesto). En su última aria, “Sì, scherza, sì”, una adición de última hora de Handel, Parténope se vuelve filosófica y, delante del telón bajado para permitir el cambio de escenografía, saca una conclusión agridulce de cuanto se ha vivido durante la ópera, al admitir que todo amor lleva aparejadas sus dosis inevitables de dolor. Nancy Cunard probó en carne propia, y no pocas veces, esta misma duplicidad: “Se presentó el amor y parecía el conquistador / que habría de sanar el mundo, proclamando justicia / con numerosas promesas de inspiración / y un alto credo de generosidad; de todas las religiones, el Amor es la más orgullosa”, escribió la mujer entonces joven e irresistible, de mirada casi transparente y perfil de cariátide, en su poema And if the End Be Now?… (”¿Y si el final fuese ahora…?”). En otro, The Wreath (”La corona de flores”), leemos, en cambio, que “El amor ha destruido mi vida, y durante demasiado tiempo / me he enemistado con la vida, ¡he desentrañado / demasiado tarde los secretos de la existencia!”. Con ella –en el esplendor de su reinado– como protagonista, Partenope refuerza sus credenciales de gran ópera poblada de ironías, claroscuros y, al final, sabiduría. Y el que acaba de estrenarse en el Teatro Real es un gran espectáculo. Ver por fin representada por primera vez en España esta obra maestra de Handel no es una rareza, sino un privilegio, largo y muy placentero, que nadie debería dejar escaparLuis Gago

Iestyn Davies, Brenda Rae y Anthony Roth Costanzo. Partenope. Teatro Real (c) Javier del Real

ABC 15/11/2021

La sugerente comodidad de Parténope

[…] Anoche tuvo lugar la primera de ellas en un ambiente de recuperada normalidad, con el aforo a pleno rendimiento, y una expectación en la calle y en el interior inquieta y sonriente, dispuesta a recuperar el tiempo de contención. Presidieron la representación los Reyes, Don Felipe y Doña Letizia.

[…] En el caso de ‘Parténope’ también hay que tener en cuenta la abundancia de arias y gestos que se asocian, y la brevedad de muchas de ellas. En definitiva, la ligereza estructural de una obra que implica en su misma esencia una dramaturgia que aligera a la resolución de un enredo dramático no siempre inmediato. Quienes acudieron ayer al Teatro Real pudieron respirarlo desde el mismo arranque de la representación, con la obertura sonando de manera fulgurante, nerviosa, intensa, contagiosamente vital. […] En primer lugar se escuchó la presentación de Parténope con la que Brenda Rae demostró capacidad para la agilidad, poco consistencia rítmica, timbre afilado, buena caracterización y encanto luego confirmado en la sugerente «Io ti levo». También fue sorprendente la aparición de Teresa Iervolino, Rosmira, […] deslumbró Anthony Roth Costanzo, cuyo Armindo se tiñó de exquisitez, rotundidad en los momentos de agilidad y seducción en la reflexión. […] El primer reparto aún incorpora al contratenor Iestyn Davies quien ayer creció hasta alcanzar el virtuosismo vocal en el cierre del acto segundo con ‘Furibondo spira el vento’ […] Y aún queda pendiente el absurdo del género al que la producción diseñada por Christopher Alden da respuesta con inteligencia, ingenio y elegancia. Desde su estreno en la English National Opera en 2008 mantiene incólume su vigencia y capacidad de comunicación. El premio Olivier ratificó en su día la validez del proyecto elogiado por su capacidad para transponer el artificio a un espacio imaginario en los años veinte, en un entorno blanco, distinguido, surreal y particularmente sorprendente en el primer acto. Se ha explicado que la inspiración proviene de la mansión de Nancy Cunard, escritora, poeta, editora, periodista y activista, comprometida con los refugiados españoles de la Guerra Civil y musa de Man Ray. Pero tras la atractiva visualidad de la escena surgen otros detalles […] Hubo muchas más, pues se escucharon aplausos tras un buen número de arias y en el saludo final, momento en el que se ratificó el éxito de una representación que coloca al Teatro Real en una posición distinguida, que ya se suma a la fama que se la ha atribuido tras solventar, entre cal y arena, muchos meses de crisis sanitaria. Alberto González Lapuente

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Escena de Partenope. Teatro Real

EL MUNDO 14/11/2021

Parténope en el Teatro Real: la esencia del vodevil. La ópera de Häendel se reencarna en un montaje virtuoso y dilatado.

Como muy bien explica Joan Matabosch, flamante director artístico del Teatro Real, en su muy pertinente nota al programa, la ópera barroca solía nutrirse de temas históricos o mitológicos considerados de importancia, para dotar de empaque, solemnidad y prestigio a unas obras musicales interesadas sobre todo en dramas humanos con personajes si no exactamente de carne y hueso, sí receptáculos de pasiones en el esplendor y riqueza de su variedad.

El soporte literario de esta obra de madurez resulta, desde la mirada presente, particularmente abstruso, por una doble y complementaria razón. La reina Parténope, soberana de una ciudad del mismo nombre antecedente mítico de Nápoles, no resulta acuciada por ningún conflicto de carácter épico, pues enseguida resuelve el asedio de un torpe enemigo, así que de la leyenda del personaje poco queda en la ópera. Y en segundo lugar, lo que importa, y lo que ha interesado al compositor, es un trajín de amores combinados en un vaivén de fidelidades, traiciones, despechos, venganzas y desdenes, que habrían podido sustentar una comedia de Lope de Vega, o, incluso, un vodevil posterior, pues la acción avanza, a menudo con parsimonia, por un incesante juego de equívocos, las criaturas escénicas sometidas a un vaivén un poco mareante; con tal de añadir una nueva aria, o cualquier otro número musical, se desprecia la actitud anterior de quien parecía perdonar o reconciliarse y ahora de repente se acuerda y se queja de que el amante se escapó a pesar de lo mucho que decía quererlo.

Un vodevil, frenético por la velocidad del tránsito de emociones y sentimientos, pero más bien premioso por el estilo barroco, que interrumpe continuamente la peripecia para que oigamos lo que siente uno, cree que le parece a la otra, o cómo el consejero opina y se entromete.

Tal forma teatral permite una amplia libertad y el director de escena no tiene por qué preocuparse de recrear una época que no existió. Aquí estamos en el París sofisticado de la década de las vanguardias, como podíamos asomarnos a cualquier otro ambiente en cualquier otro lugar. Muy bien funciona la original y brillantísima puesta en escena de Chritopher Alden, magníficamente secundada por una dirección musical puntillosa y luminosa de Ivor Bolton, que consigue de la siempre dúctil orquesta un alegre e incandescente chisporroteo que encandila al espectador por una belleza musical arrebatadora, aunque poco nos importen los amores y amoríos de de esa pandilla de inconstantes. Al éxito contribuye un reparto magnífico, capitaneado con solvencia regia por la norteamericana Brenda Rae.

Los reyes de España asistieron a la función, una presencia que el púbico también agradeció. Alvaro del Amo

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Escena Partenope. Teatro Real. 2 Reparto

LA RAZÓN

“Partenope”,dramma per musica” en tres actos, fue estrenada en Londres, en el King’s Theatre, en 1730. La primera ópera italiana había llegado tarde a Inglaterra, concretamente a Londres con “El trinfo de Camila” de Bononcini en 1706. Ante el éxito se crea una compañía en 1719, la Royal Academy of Music. Haendel estrenó en ella “Rinaldo” y en 1722 pasó a dirigirla, quebrando en 1728. Un año después se reabrió reponiéndose al poco “Julio Cesar”, su ópera más popular, y luego “Partenope” con 7 representaciones, seguidas de otras 7 en el mismo año. Son bastantes las obras con el mismo tema, entre ellas las de Vivaldi, Caldara, Bononcini, Vinci, etc. Estamos ante una de las pocas con carácter tragicómico de las más de 40 que compuso Haendel y, poco frecuente, con dúos, tríos, cuartetos y hasta un quinteto. Despistó al público e hizo opinar que se trataba del peor libreto operístico existente, algo que tiene muy en cuenta Alden y de lo que se aprovecha en esta coproducción de 2008 entre San Francisco, Opera Australia y la ENO, en cierto modo ya una referencia en el trato del género barroco. En España se ha escuchado bastante en los últimos años en versiones en concierto. Maxim Emelyanychev con Il Pomo D’Oro recorrieron la península en 2016 y hace unos días Les Arts Florissants y William Christie la llevaron semiescenificada al Palau de les Arts.

¿Qué busca un espectador cuando asiste a una ópera barroca? Pienso que un espectáculo que le sea visualmente atractivo, que le ayude a entender los intrincados argumentos, una orquesta a ser posible en estilo y, sobre todo, voces que hagan justicia a las enormes dificultades. Lo logra en parte la actual propuesta del Teatro Real. Alden recurre a una dramaturgia paralela en la que la acción tiene poco que ver con la del libreto original, transportándose al París de los años 20 e inspirándose en la figura de la editora Nancy Cunard tras desechar a Teacher y otras figuras más populares. Podrían llenarse páginas discutiendo filosóficamente coincidencias entre Partenope y Cunard y cómo Alden las resalta e incluye miles de detalles adicionales como los guiños a las fotografías de Man Ray y otros muchos que son imposibles de reconocer por el gran público. Trabajo inútil para el espectador medio, que sólo serviría para mi pompa personal. El caso es que Alden crea un espectáculo atrayente, lleno de ingenio hasta en el mal gusto de colocar un retrete en la escena, lejano a la idea original, muy difícil de entender y que exige que los cantantes sean auténticos actores, llegando a la acrobacia mientras cantan. Sucede como con el estrafalario “Don Carlo” de Konwitschny, que el profundo trabajo resulta admirable y atrae por encima de las críticas que puede suscitar.

Ivor Bolton dirige con vivacidad, con tempos acelerados sin apenas respiro, a veces le convendría reducir volumen para que se escuchen mejor las coloraturas vocales, frecuentemente en un machacón mezzoforte, sin el rigor del estilo barroco de las agrupaciones especialistas citadas al inicio porque la Sinfónica de Madrid no lo es, y olvidando que respirar es también importante en este repertorio.

En esta ocasión, y a tenor de las voces que me llegaban, tenía más interés el segundo reparto que el primero. Franco Fagioli es uno de los grandes contratenores del presente y lo demuestra en sus varias arias de todo tipo, como p.e. “Furibondo spira il vento”Christopher Lowrey no sólo rivaliza con él, sino que demuestra unas increíbles capacidades escénicas. A la mezzo Daniela Mack le van mejor unas páginas que otras del que es el personaje más interesante. Juan Sancho sale airoso entre tanto gran contratenor y Gabriel Bermúdez cumple en su pequeño papel de incomprensible pasmarote afeminado. Todos los intérpretes cuentan con una baza en su favor: las carencias vocales que existen quedan sepultadas por sus actuaciones escénicas. Nos queda Sabina Puértolas en el que creo su gran papel hasta el momento. Muy difícil, si posible, encontrar una soprano ligera capaz de igualar en términos globales su Partenope, por físico, por sus excepcionales capacidades como actriz y, también, por sus prestaciones vocales, que culmina en su gran aria del segundo acto. Se lo ha currado. Un admirable gran trabajo. Estas actuaciones marcarán un antes y un después en su ya brillante carrera. Estaba justificado acudir a este segundo reparto.

Un espectáculo que, con las objeciones apuntadas, sin duda merece la pena verse y escucharse. Gonzalo Alonso

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