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Diálogos de Besugos de 2000 otros 3
Diálogos de Besugos de 2000 otros
Por Publicado el: 25/12/2000Categorías: Diálogos de besugos

Diálogos de Besugos de 2000 otros 2

LA RAZON: «ERNÁNI»: CUANDO ERNANI SE LLAMA CARLOSDe Giuseppe Verdi. Director musical: Roberto Tolomelli; director de escena: José Carlos Plaza; intérpretes: Carlos Álvarez, Janez Lotrie, Cado Colombara, SyW Valayre. Teatro Real, Madrid, 13.V11-2000.J. L. PÉREZ DE ARTEAGA
Verdi hablaba de «los años de galeras» al referirse a la primera etapa creadora de su carrera, años 40 del siglo XIX, en los que, en un plazo de tiempo insólitamente breve, surgen «Un giomo di regno» (1840), «Nabucco» (1841), «l Lombardi» (1842-43), «Emani» (1843-44), «1 due Foscari» (1844), «Giovanna d’Arco» (1844-45), «Alzira» (1845) y «Attila» (1845-46). Si «Nabucco», gracias al coro que deviene en segundo himno nacional italiano («Va pensiero»), será la más popular, tanto «Giovanna» como «Er- nani» contienen los pasajes que más presagian al Verdi grande, el que está presente en «Macbeth» (1847) y «Luisa Miller» (1849), y que en 1850 dará el salto cualitativo ingente que supone «Rigoletto».
El primer Verdi «español», que volverá a temas hispanos en «Trovador», «Lafórza del destino» y «Don Carlos», ha llegado al Teatro Real en una producción propia, firmada en lo escénico por José Carlos Plaza, destinatario anoche de uno de los abucheos más absurdos (¿organizados?) que se hayan escuchado en Madrid. Su visión de la obra es tenebrista, no ya oscura sino nigérrima, en un planteamiento que el propio Plaza ha relacionado con El Greco. Frente a los negros y grises omnipresentes de¡, de otra parte, fastuoso juego de plataformas ideado por el escenógrafa, la policromía del rico vestuario de Pedro Romero creaba un intenso efecto de buscado contraste, en el que la primera entrada del coro femenino fue como un fogonazo.
En lo musical, Roberto Tolomelli salvó una producción nacida por y para Luis Antonio García Navarro, al que una mala racha de salud impidió gobernar un barco que él mismo había fletado. El músico italiano dirigió con afecto y competencia, y en ciertos finales con contundencia
y cierto dramatismo, pero le faltó un grado de vehemencia, si se quiere de «oscuridad», para una orquesta que, sobre todo en la tercera parte, la de la tumba de Carlomagno, pide tonos ocres de ese Verdi posterior que hubo que intuir más que escuchar. Es curioso que Verdi abra esa escena con diseños y armonías en los instrumentos de viento que son «primos» de los que inauguran las dos escenas del mismo personaje, Carlos V, en Yuste, en el «Don Carlos» de 1866, pero nada de esto fue puesto de manifiesto por la dirección orquestal.
Desde un punto de vista interpretativo, «Ernani» se llamó más bien Carlos, y por partida doble, ya que tanto Carlo Colombara («Silva») como Carlos Álvarez («Carlos V», precisamente), sobre todo el malagueño en noche de plena gracia como cantante y actor, dominaron una escena por la que el esloveno Janez Lotric deambuló con aspecto de invitado pobre y facultades restringidas; es cierto que, literalmente cazado a última hora, tras las defecciones de Neil Shicoff y Franco Farina, también acudió a salvar el montaje, pero la comparación con sus compañeros de voz grave fue inmisericorde, especialmente frente a Alvarez, dueño y señor de la representación desde su primera frase. En medio de la acción, la parisina Sylvie Valayre fue una gentil «Elvira», algo despistada en lo escénico y meramente cumplidora en lo canoro. A su lado, Soraya Chaves fue una «Giovanna» más «activa» de lo que es habitual en el personaje. En última instancia, Carlos también se llama el director de escena de esta producción que cierra la tercera temporada del Real, en conjunto la mejor del coliseo, y su protagonismo también fue obvio; quizá por eso, un bienhumorado espectador decía, al acabar, que a lo mejor la bronca en su contra la había organizado el anterior Secretario de Estado de Cultura…
EL PAIS: Verdi, en la nevera. J. ÁNGEL VELA DEL CAMPODecía Massimo Mila que «en Ernani encontramos a Verdi en la base desde la que se comba el arco que habrá de describir su potencia dramática». El problema es encontrar el punto a la potencia dramática. Además, las óperas juveniles de Verdí se pueden contemplar, y de hecho se contemplan, desde la fuerza de las voces, desde ese tirón, si se quiere, hasta circense (con todos los respetos) que compensa una elaboración global más depurada.
Ayer no hubo tirón. El Teatro Real volvió a tener mala suerte en su proyecto más definido: las óperas con vinculación española de Verdi para ir celebrando el centenario de la muerte del compositor italiano. Falló el tenor que encarnaba el personaje protagonista, Neil Schicoff, y una sustitución para este papel es harto complicada. El tenor Janez Lotric es un cantante sin mordiente, sin mordidez, sin pegada. Otra sustitución: la del director musical Luis Antonio García Navarro por enfermedad: se le echó de menos. A Roberto Tolomelli le faltó nervio. Demasiadas bazas, demasiados desajustes de entrada para un Verdi de galeras.
El triunfador de la noche fue el barítono malagueño Carlos Álvarez. No arrebató, pero cantó bien, muy bien, en estilo, con dominio, con empuje y, sobre todo, con elegancia vocal. El bajo Carlo Colombara resolvió su personaje con solidez. La soprano Sylvie Valayre no pasó, sin embargo, de la discreción. Cantante correcta, a falta de un par de hervores de pasión. Y la pasión en Verdi es fundamental.
José Carlos Plaza planteó la escena desde la abstracción geométrica, buscando medirse siempre con el dominio del espacio, apoyándose en el vistoso cromatismo del vestuario de Pedro Moreno, e incidiendo en un esteticismo de figuras estáticas que rozaba el manierismo, un manierismo que ya era fuerte plásticamente en la época en que se desarrolla la acción de Ernani, pero no sé si por un exceso de movimientos superfluos o por otro tipo de razones, lo que se estaba viendo en el Real desembocaba en una exquisita frialdad. Fue un trabajo escénico discutible, pero de calidad, superando Plaza algunos de sus tics expresionistas, aunque cayendo en una estilización peligrosa cuando se trata de una ópera de venganzas, sangre, romanticismo delirante, espadas, honores mancillados e inútil irracionalidad sentimental.
Con una y otras cosas, la representación no se acababa de calentar. Algo fallaba. Verdi estaba en la nevera y en algunos momentos hasta en el congelador. No fue en cualquier caso un desastre. Fue sencillamente una representación fría, sin desgarramientos. El público lo tuvo claro: abucheó sin piedad al equipo escénico; volcó todo su entusiasmo en Carlos Álvarez y aplicó su cortesía al resto.
ABC: Con Verdi no se juega. José Luis GARCÍA DEL BUSTO
«Con Verdi no se juega», parecían querer decir los muchos espectadores
que abucheaban a José Carlos Plaza cuando éste compareció en el
escenario como responsable de la dimensión teatral de esta nueva
producción del Teatro Real que acabó el jueves entre fortísima división
de opiniones. Se había representado «Ernani», un truculento dramón de
Victor Hugo que Piave convirtió en libreto tópico, al gusto de la ópera
romántica, y al que Verdi puso música haciendo gala de su joven talento,
con inspiración para la melodía y enorme capacidad captativa demostrada
en el tratamiento de las voces, de la orquesta y, en definitiva, de
todos los hilos de la música teatral. Verdi, en el primer tramo de su
carrera ya estaba dotadísimo para hacer excelentes óperas, pero lo suyo
no eran los milagros. Quiero decir que el tremendismo del acontecer
escénico y el lamentable «toque español» del libro daban una historia de
cartón piedra a la que él aportó nervio, garra y encanto musicales,
pero, claro, sin alcanzar el milagro que hubiera sido la consecución de
una excelente ópera. A partir de esta opinión construyo mi modesto
elogio a la labor del discutidísimo José Carlos Plaza, director escénico
que no ha puesto sus pecadoras manos sobre una obra maestra del
repertorio, sino que ha puesto en juego su alta profesionalidad
intentado noblemente, con riesgos evidentes que nadie le obligaba a
tomar, decir algo nuevo y sugerente a partir de una obra literalmente
inverosímil, ante la que le importaba -supongo- hacer explícito un
cierto distanciamiento. El resultado es un trabajo lleno de símbolos y
referencias, que evita deliberadamente la literalidad teatral de este
«Ernani». Me imagino que estaré en profundo desacuerdo con buena parte
de los espectadores que acudan a estas representaciones, pero, frente a
montajes en los que el director de escena reclama para sí un
protagonismo desmedido -no hace falta echar muy atrás la memoria para
encontrar algún ejemplo palmario-, el trabajo de Plaza me ha parecido
generosamente enfocado a la ganancia de la música. Roberto Tolomelli es
un experto y valioso director de foso, lo que se ha podido comprobar
tanto en los momentos de alto logro interpretativo, como en su ágil y
eficaz reacción ante los conatos de problemas. Los conjuntos orquestal y
coral de la Sinfónica de Madrid cumplieron más que suficientemente. En
cuanto a los solistas, el esloveno Janez Lotric fue un Ernani modesto.
La Elvira de Sylvie Valayre la encontré irregular a lo largo de la
representación, pero con momentos muy buenos. Carlo Colombara puso
calidad vocal y convicción dramática en el infumable personaje de Don
Ruy, alcanzando un notable éxito. Pero el éxito realmente grande,
definitivo, fue el de Carlos Álvarez (Don Carlo), pletórico de voz, en
franco progreso como cantante y con unas dotes escénicas y un poder
comunicativo que hacen de él una de las figuras máximas del circuito
operístico internacional.
EL MUNDO: Todo corazón esconde un misterio. ALVARO DEL AMO
Pocas sopranos, en la ficción operística, han sido nunca tan solicitadas. Un tenor, un barítono y un bajo se disputan el amor de Elvira. El drama lírico en cuatro partes del primer Verdi avanza tmplacablemente destruyendo las oportunidades de cada pretendiente, que entre el fracaso del amor y el triunfo del poder nos pasean por un extraño paisaje; algo así como un acuario espectral donde se dan cita las pasiones humanas más importantes, todas en un grado de irritación aguada. No es nada fácil ambientar plásticamente, si se pretende huir del tópico, los lugares convencionales propuestos por el libreto. Bosque, castillo, tumba, atrio, son meros decorados genéricos que un director de hoy debe saltarse para proponer otras imágenes que reciban las truculencias con el respeto y el escepticismo que exige el presente. José Carlos Plaza y su equipo han optado por una sobria caja negra, capaz de descomponerse, que alberga con agrios y estilizados colores las inevitables masas de bandidos, cortesanos, damas, soldados y máscaras. La luz de Francisco Leal logra efectivos desgarrones en la tiniebla sistemática y la acción fluye con claridad y pericia. El peligro de la escueta propuesta es que no ofrece superfluas distracciones al espectador, que se encuentra en una óptima disposición para oír la ópera.
Y si la ejecución musical no es excelente, sus insuficiencias no se compensan ni mitigan entregándose al juego teatral, aquí espartano. ¡Qué ardua tarea tocar y cantar hoy óperas como Ernani! Pueden parecer efectivas, resultonas diría un castizo, pero son de una extrema fragilidad. Si el director no combina con maestría el análisis y el arrebato; si la orquesta no alcanza un alto grado de incandescencia; si los intérpretes no son todos de primerísima calidad, la obra no resulta visible no emerge de la suma de sus notas, puede quedarse en mera ampulosidad, en una seca voluntad de pasión.
El director Tolomelli saca escaso partido a la orquesta, errática y poco refinada, y se limita a acompañar un coro particularmente destemplado o estridente en sus muchas intervenciones. El tenor Lotric poco tiene que ver con el fogoso Ernani. La soprano Valayre y el bajo Colombara se acercan intermitentemente a Elvira y Silva. Sólo el barítono malagueño Carlos Alvarez dio una lectura cumplida de su personaje, en la estirpe de los grandes barítonos verdianos. La crónica de sus dudas y esperanzas, a punto de ser proclamado emperador, fue el mejor momento de la función, quizás el único en que se vislumbraba lo que puede dar de siesta obra bien interpretada.
El público respondió con educados aplausos al coro y los cantantes, ovacioné al barítono Alvarez, siseó al director de orquesta y regañé severamente a los responsables del montaje.

ABC: Nueva apoteosis del maestro Barenboim. Sinfonías 5 y 6 de Beethoven. Staatskapelle de Berlín. Dir.: Daniel Barenboim. Lugar: Teatro Real. Fecha: 26 de junio. José Luis GARCÍA DEL BUSTO
Daniel Barenboim acaba de grabar las sinfonías completas de Beethoven. Archivo Daniel Barenboim es un artista singular, un músico hondo, de esos que dan absoluto sentido a los términos de «intérprete» y de «maestro» que con excesiva generosidad utilizamos. Sus conciertos tienen siempre algo especial, porque especiales son su grado de penetración en los contenidos de la música que hace y su capacidad de comunicación con los otros intérpretes (cuando no se trata de un recital a solo) y, desde luego, con el público. Anoche Barenboim dio un nuevo curso de musicalidad dirigiendo a «su» Staatskapelle de Berlín, que subió del foso al escenario del Real para ofrecer, también arriba, óptimo rendimiento en respuesta al gesto preciso y efusivo, exigente y pasional de su director. Escuchamos una «Sinfonía Pastoral» admirable, de expresión que se diría espontánea por la naturalidad con que fluía la música. Los geniales pentagramas beethovenianos dan pie al maestro Barenboim para evocar una Naturaleza que no es pintada para ser «vista», sino que es vivida, humanizada. Encontré excepcional el tono rústico del scherzo, así como la intensidad expresiva del Finale, pocas veces tan «acción de gracias» como en esta versión. Pero aún aguardaba el fulgor y la vibración extremados de la «Quinta», cuya ejecución puso literalmente en pie al público del Real. El sentido unitario de la construcción sonora y formal que logran Daniel Barenboim y la orquesta berlinesa con esta obra se colocan fuera de los baremos habituales. La Sinfonía brota de un solo trazo, nos captura en el arranque y hasta el final nos mantiene literalmente en vilo. Ese sentido global de la concepción musical es lo que más nos admira porque, creo, es lo que más caracteriza a Barenboim, lo que más singular y distinto le hace como intérprete. Ello es compatible, naturalmente, con que quepa señalar momentos especialmente logrados desde el punto de vista sonoro, expresivo o de ejecución: por ejemplo, el arrebatador arranque del tema del trío del scherzo, a cargo de la cuerda baja, o el sobrecogedor crescendo con que se liga este movimiento con el último Allegro… En fin, noche de gran música, programa monográfico de hondo alcance emocional que, ante el clamor sostenido, acaso creciente -como si el paso de los minutos nos hiciera reparar mejor en lo que habíamos escuchado-, prolongaron el maestro y los excelentes músicos de la Staatskapelle de la única manera que cuadraba: extendiendo el heroismo de la «Quinta Sinfonía» a otro con nombre propio: «Egmont». Y también aquí disfrutamos de una versión a la vez ordenada y vibrante, tan apasionada que parecía salir fuego del escenario hacia la sala, el mismo fuego que devolvía el público en forma de encendidos «bravos» cuando abandonábamos el teatro para escribir estas apresuradas líneas. Mañana termina el maestro Barenboim su largo periplo madrileño. Ya le estamos esperando.

EL PAÍS: Sin trampa ni cartón Staatskapelle Berlin
Director: Daniel Barenboim. Concierto sinfónico. Ludwig van Beethoven: Sinfonía número 6 en Fa mayor, opus 68, «Pastoral», y Sinfonía número 6 en do menor, opus 67. Teatro Real, 26 de junio de 2000. JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
Daniel Barenboim, ayer, en el Teatro Real (Efe). El desempate, con Beethoven como prueba de fuego, puso las cartas boca arriba y los músicos de la Staatskapelle, con su director titular Daniel Barenboim, salieron reivindicados. El desempate venía, claro, de la diferente impresión causada en días anteriores por las óperas de Wagner y Mozart. En Beethoven, la excelencia interpretativa estuvo más cerca de la sublime versión de Tristán e Isolda que de la desigual, y por momentos alicaída, de Don Juan. El 2-1 deja las cosas en su sitio. Beethoven es un compositor que no admite trampas ni subterfugios. De ahí proviene, entre otras muchas razones, su extraordinaria dificultad. Barenboim realizó la integral de las sinfonías de Beethoven con la Orquesta de París en el Teatro Real hace 19 años. Por lo que se mantiene en el recuerdo y por las notas escritas entonces, era un Beethoven que no acababa de cuajar, más impetuoso y bienintencionado que compacto. Poco que ver con el de anoche. Se acerca Barenboim a Beethoven desde la serenidad y la energía. La serenidad llenó cada momento de una hermosísima Sexta sinfonía, radiante de luz, activa en la contemplación, controlada en su desarrollo narrativo, transparente. Los diálogos entre las diferentes familias sonoras tenían una dimensión a veces camerística, a veces chispeante, a veces incluso juguetona. No era necesario enfatizar más que lo imprescindible para que la atmósfera pastoral creada acompañase hasta el último suspiro. Se palpaba la creación musical desde la sustancia. La concentración de director y orquesta eran portentosas. El deslumbrante dominio de los matices sonoros y expresivos evidenciaba que Barenboim tenía una noche en gran maestro. Se beneficiaba de la asimilación de Beethoven desde todos los flancos, y del peso de una tradición que en él no olía a rancio, sino todo lo contrario. La ausencia de retórica era paralela o, más bien, venía subrayada por la limpieza de la ejecución orquestal. Llegó la Quinta, la «sinfonía de las sinfonías», con ella el hechizo. Desde el tema inicial, la lectura fue fogosa. Más aún: apasionada. Los golpes del destino no rezumaban pesimismo y tampoco marcaban un tono de carácter exclusivamente dramático. Barenboim liberaba continuamente energía en grandes dosis, pero no perdía en ningún momento el control de la tensión musical. Sabía estar, por otra parte, cantable y hasta dulce en algunos pasajes de la cuerda (portentosa la de la Staatskapelle de Berlín, en todas y cada una de sus secciones), sin por ello dejar de agudizar los contrastes dinámicos. Era un Beethoven radiante, poderoso, lúcido, con muchas más luces que sombras. Tanto en la Quinta como en la Sexta, las lecturas de Barenboim no llevaron a un Beethoven colosal, monumental, ni siquiera espectacular por encima de todo, sino más bien resplandecía un Beethoven atento al discurso humanista, emotivo desde la cercanía, profundamente conmovedor. El público estalló en ovaciones clamorosas al finalizar el concierto. El oasis musical berlinés ha aliviado los calores del estío.
«DON GIOVANNI» Masculino singular y femenino plural

Director musical: Daniel Barenboim./ Dirección de escena: Thomas Langhoff./ Reparto: Eldar Aliev, Matti Salminen, Emily Magee, Norma Fantini, Patricia Risley, René Pape./ Nueva producción invitada: Coro de la Deutsche Staatsoper Berlín./ Escenario: Teatro Real./ Fecha: 20 de junio.
Poco ayuda el montaje de Langhoff a desentrañar la trama lineal, que oculta una complicadísima tela de araña. Don Juan es un tipo horrible, pero con un mensaje inquietante; no sólo es el paladín del concepto de libertad, una idea abstracta que es vieja aspiración humana, sino que también arroja un foco cegador sobre la cara oculta de los personajes que rodean, persiguen al crápula a lo largo de casi tres horas de música sublime. No basta con ambientar más o menos la calle o el cementerio, hay que subrayar que Doña Elvira no es sólo la enamorada constante, sino también quien se niega reconocer la evidencia; que Doña Ana no es sólo la hija ultrajada, sino quien oculta en la venganza por la muerte de su padre su inclinación por el libertino; que Don Octavio es el novio abnegado, partidario de la ceguera; que Zerlina y Masetto forman una pareja popular, proclive a confundir la verdad con el sentimentalismo. Aquí no vemos nada de esto. La base del decorado es una calle o avenida, con ruidoso suelo metálico, en donde se producen los previsibles desplazamientos de unas criaturas presentadas, en general, del modo más convencional. Don Juan aparece como una especie de Mefistófeles chuleta; el coro de campesinos asoma primero como si perteneciera a un pueblo tirolés o a un cantón suizo para irrumpir después disfrazados alternativamente de máscaras venecianas y de extras del teatro Kabuki; las pinceladas que pretenden animar la escasa acción no son tampoco afortunadas (Zerlina desabrocha a Masetto, Don Octavio se pone una armadura, el Comendador se despide de la cena derrumbando el portalón con gran estruendo). Los cantantes oscilan desde el logro mayor del Leporello de René Pape o la delicada Doña Elvira de Patricia Risley, hasta los más borrosos Don Octavio (Gunnar Gubjörnsson) y Masetto (Hanno Müller-Brachhmann). La dama enamorada saca partido a la visión propuesta con un cuidadoso estudio de las transiciones del personajes. El criado sufrido es la única visión moderna del arquetipo, que abandona las patochadas de lo bufo, para llegar como una especie de secretario esclavo de un magnate de la banca o la industria, sensatamente preocupado por la estabilidad en el empleo. La estupenda orquesta y el sobresaliente director condujeron el confuso barco por un mar dramático y tormentoso, con admirable humildad y eficacia, al servicio de un elenco irregular y de una puesta es escena discutible. Es probable que no todos los espectadores de anoche asistieran al triunfo colosal del Tristán wagneriano, pero la vaga decepción que flotaba en el ambiente es fácil que estuviera motivada, en parte, por la odiosa comparación con el triunfo reciente. El público, que contrastó los aplausos predominantes con ráfagas de abucheos, supo distinguir entre los diferentes elementos de la función. No compareció ningún responsable del montaje, con lo que las protestas, sin su destinatario principal, amainaron al dedicarse a los cantantes. Para la orquesta y el director, unanimidad entusiasta. ALVARO DEL AMO

EL PAÍS: Lo cuadrado no es redondo
Don Giovanni .De Wolfgang Amadeus Mozart, con libreto de Lorenzo da Ponte. Producción de la Deutsche Staatsoper de Berlín. Director musical: Daniel Barenboim. Director escénico: Thomas Langhoff. Escenografía: Herbert Kapplmüller. Figurinista: Yoshio Yabara. Con Eldar Aliev (Don Juan), Matti Salminen (El Comendador), Emily Magee (Doña Ana), Patricia Risley (Doña Elvira), Gunnar Gudbjörnsson (Don Octavio), René Pape (Leporello), Katharina Kammerloher (Zerlina) y Hanno Müller-Brachmann (Masetto). Staatskapelle de Berlín, Coro de la Deutsche Staatsoper. Teatro Real, Madrid, 20 de junio.

Tres días duró la alegría en casa del pobre. La ilusión, la levitación despertada el pasado sábado con Tristán e Isolda se transformó con Don Juan en una dolorosa decepción. El teatro esta vez no se puso en pie y sí hubo un considerable abucheo para la mayoría de los cantantes (el director de escena no salió a saludar) por parte de un sector del público: el de los pisos altos, fundamentalmente. Y es que, como dice Leporello a Doña Elvira unos momentos antes del aria del catálogo: «Señora, veréis, en este mundo por más que nos empeñemos lo cuadrado no es redondo». Del espectáculo redondo wagneriano pasamos a la rutina del cuadrado en Mozart. ¿Qué es lo que ha pasado para un cambio tan brusco? ¿Es que la «ópera de las óperas», como se suele llamar a Don Juan , es verdaderamente una ópera maldita? ¿O es que la Staatsoper de Berlín nos ha dado esta vez gato por liebre?
De todo hubo, aunque siempre, eso sí, la impoluta calidad de una orquesta magnífica que si bien no brilló con la explosión de colores de que hizo gala en Wagner, sí estuvo repleta de detalles de extraordinaria musicalidad, por más que a veces la continuidad se hacía pesante por un concepto moroso y trascendente del drama, o quizá también por la adaptación a las necesidades de los cantantes. En ellos estuvo el primero de los problemas. El reparto fue indigno de la categoría de una Ópera como la de Berlín. Hubo excepciones, desde luego, pero un Don Juan en que los triunfadores son los excelentes René Pape y Matti Salminen, es decir, Leporello y El Comendador, es como para encender las alarmas. La tosquedad de Don Juan, o la sosería de Doña Ana, o la insuficiencia de Doña Elvira y Don Octavio iban marcando la tónica de la representación. Ni siquiera se echó de menos que Don Octavio no cantase Dalla sua pace o Doña Elvira el aria Mi tradi, por encima de razones que atiendan a que son muy bonitas, pero el drama es más compacto sin ellas, por cuestión de elección de la primera versión de Praga.
El segundo problema fue la puesta en escena de Thomas Langhoff. El afamado director alemán prescindió de lo giocoso del drama y planteó una aproximación no sé si metafísica, existencial o moralista, pero, en cualquier caso, tristísima. Don Juan era la escenificación demoniaca del Mal: poca seducción y mucha navaja. El ansia trascendental llegaba hasta los campesinos (con paraguas; ay, la luz del sur); la fiesta del primer acto se convirtió en un grotesco carnaval de disfraces en muchos casos esperpénticos, y hasta Doña Elvira tenía una camarera de aire monjil, e intención de destape a la vuelta de la esquina, que parecía sacada de una película de Almodóvar. Con estas premisas, ni siquiera extrañó que el banquete de Don Juan en su cita con El Comendador tuviese un predominio vegetariano. Todo ello dentro de la pobreza de telones pintados, y del uso y abuso de una oscuridad que convertía la ópera en un ritual sin ninguna emoción. En este clima, Daniel Barenboim hizo lo que pudo, y casi todo bien. Pero ni él nos libró de la sensación de ser arrastrados al infierno acompañando al mismísimo Don Juan. JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
ABC: Una noche inolvidable
«Tristán e Isolda» significa el extremo al que llega el romanticismo europeo; la cumbre del concepto wagneriano del espectáculo total; la unión mítica, en Venecia, del amor y la muerte.
Para todos los que han podido disfrutarla, ha sido una noche inolvidable, por la suma de varios factores; ante todo, un conjunto de primera fila, en el que cAsi todo funciona. En la cumbre, Daniel Barenboim: un verdadero músico, no un divo; tan grande en la dirección como en el piano, en el foso como en el escenario. A él se debe en gran parte, supongo, el magnífico resultado.
La emoción de ese final no debe hacernos olvidar, en todo caso, que se trata de una compañía invitada, con todos sus efectivos. El objetivo está muy claro: aproximarnos a ese nivel, en las representaciones habituales, con nuestros propios conjuntos estables. Y, a la vez, abrir el Teatro Real a sectores más amplios de nuestra sociedad. A. AMORÓS
Tristan e Isolda en el Teatro Real
SE CAYÓ LA VENDA
Tristán e Isolda de Wagner. S. Jerusalem, E. Connell, A. Schmidt, M. Salminen, R. Lang, R. Goldberg, etc. Coro de la Deutsche Staatsoper Berlin y Orquesta Staatskapelle. Director musical: D. Barenboim, Director escénico: H. Kupfer, escenógrafo: H. Schavernoch, figurinista: B. Shiff. Teatro Real, Madrid, 17 de junio.
Volvió la obra cumbre del romanticismo al Teatro Real, donde se han ofrecido 49 representaciones desde su muy tardío estreno un 1911. La leyenda que inspiró a Wagner a través de las versiones de Eilart von Oberg y Gottfried de Estrasburgo cautivó inmediatamente al público madrileño. No en vano la obra llevaba ya medio siglo de éxito y el tema no era ajeno. El mismo Arcipreste de Hita lo mencionaba en su «Libro del buen amor», sin olvidar el «Libro del esforzado caballero don Tristán de Leonís». Pero en esta ocasión la novedad no era la obra, que también -¿cuántos de los que opinaban como doctos expertos la habían visto antes en su vida?- sino la presencia por primera vez en el nuevo Real de una compañía de primera fila de más de 250 personas y un director de gran carisma. Auguro que la experiencia traerá importantes consecuencias a medio plazo, ya que ha hecho caer muchas vendas de ojos y oídos.
Empecemos por esos resultados musicales que mantuvieron embelesado a un público entregado desde su ovación de gala en la bienvenida y que guardó un sorprendente silencio -¡sin toses y sin móviles!- a lo largo de cuatro horas. Y es que fue una noche de música grande donde la haya. Nunca había sonado así una orquesta en el foso del nuevo Real. Barenboim, sin partitura en el atril, realizó un trabajo excepcional que sacó a la palestra toda la inmensa grandeza de esa música cuya ambigüedad cromática inquieta, desestabiliza y seduce. De ella llegó a decir Nietszche que «Todos los misterios de Leonardo de Vinci se despojan de su magia ante la primera nota de Tristán». El primer acto fue inmejorable, al nivel de su versión en el mítico Bayreuth. La respuesta de la cuerda, sólida, envolvente y heroica, ante la aparición en escena de Tristán quedará en el recuerdo de muchos. Como quedará también el preludio del tercer acto, música que como ninguna otra ha descrito el camino hacia la pacificación total de la voluntad a través del amor visto como negación del deseo de vivir. ¡Qué gran lección! Barenboim explicaba su aproximación a «Tristán» en una magnífica entrevista de José Luís Pérez de Arteaga repartida a la entrada como separata de «Scherzo». Los coros y la orquesta de la Deutsche Staatsoper sonaron prodigiosos en la sala. Barenboim, enamorado de la acústica, ha expresado que, en Madrid, sólo desea ya dirigir en el Real. En el apartado vocal sobresalió Elizabeth Connell. Posee la voz y el estilo perfectos para Isolda y puso toda la carne en el asador desde el inicio. A su lado un rotundo Salminen como Rey Marke, capaz de mantener atento al público incluso en su largo parlamento, una excelente Rosemarie Lang en Brangäne de timbre más claro del habitual y un correctísimo Andreas Schmidt como Kurwenal. Los que seguimos el día a día de la ópera sabíamos sobradamente que Siegfried Jerusalem no puede abordar ya Tristan con la grandeza de tiempos pasados. Marcó, más que cantó, en los dos primeros actos y quebró frecuentemente la voz en el tercero. Fue un Tristan que apareció no recuperado de la primitiva herida que le curase Isolda, pero salvó su participación gracias a sus dotes interpretativas y a la experiencia en un papel que un día bordó.
Las luces y una gran estatua giratoria de un ángel caído, con dos bellas alas que servían de velas de barco o ramas de árbol, fueron todos los elementos escénicos de los que se valió Kupfer para centrar su atención en las interrelaciones humanas de parejas. Su propuesta, incómoda para los actores y un tanto a la antigua usanza, dejó caer una venda aunque posiblemente no fuera ese su objetivo real. La escena pasa a ser absolutamente secundaria frente a una gran música bien interpretada. Otra venda caída: cuando una soprano borda su papel, su exceso de kilos sigue pasando a un segunda plano. Una más: se argumentaba que el público del Real era frío. ¿Qué fue de aquella frialdad tras quince minutos de aclamaciones de las que el director y su orquesta, de pie en el escenario, recibieron los mayores vítores? Y es que se vio de pronto ante la ópera con mayúsculas.
Esa es la gran venda que se le cayó de los ojos al público del Real desde que entró en él y se encontró con la sorpresa de unos acomodadores que se habían teñido el pelo de colorines como protesta por trabajar regularmente, a través de una empresa de contratación temporal, en una entidad financiada mayoritariamente con fondos públicos. Le ha quedado claro que no tiene ese teatro de primera fila del que tanto se habla. Ha bastado para demostrarlo la visita de una compañía de uno que sí es de primera fila con una obra de repertorio. Se ha anunciado una colaboración trianual con Barenboim y Berlín. Bienvenida sea, pero sería absurdo que esta España, que está de moda en todo el mundo por su buen hacer en muchas facetas, no fuese capaz de conseguir hacer ópera por sí misma con ese mismo nivel que acaba de conocer. Barenboim lo logró en la Deustsche Staatsoper. Y no es sólo cuestión de dinero. El pianista y director ha sido todo un revulsivo que, en cierto modo, ha matado al actual Teatro Real. Desde anteayer el Real ha de emprender una nueva etapa para convertirse de verdad en un foro cultural de referencia. A ello. Gonzalo ALONSO

EL PAIS: TRISTÁN E ISOLDA : Barenboim, el redentor Tristán e Isolda
De Richard Wagner. Director musical: Daniel Barenboim. Director escénico: Harry Kupfer. Escenógrafo: Hans Schavernoch. Con Elizabeth Connell (Isolde), Siegfried Jerusalem (Tristan), Matti Salminen (Rey Marke), Andreas Schmidt (Kurwenal), Rosemarie Lang (Brangäne), Reiner Goldberg (Melot). Staatskapelle Berlin, Coro de la Staatsoper Berlin. Teatro Real, 17 de junio.
Una escena de Tristán e Isolda, durante el ensayo general en el Teatro Real (Efe). La ha armado Barenboim porque, asómbrense, ha conseguido poner en pie al público del Real, después de una colosal dirección de Tristán e Isolda. Ironías de la vida. El coliseo de la plaza de Oriente ha obtenido, al fin, esa gran noche de gloria que venía buscando con ansia desde su reinauguración. Se ha mostrado redimible y ha sido redimido. El espectador ha sido el gran beneficiado de esta operación de imagen. La Staatsoper de Berlín, la otra gran triunfadora de la noche, ha puesto de manifiesto que un rasgo fundamental de un teatro de ópera es contar con un conjunto orquestal de primerísima línea. Y todavía algunos siguen sin enterarse. En fin, vayamos por partes. La dirección musical de Barenboim fue apabullante. En contrastes dinámicos, en la creación de climas poéticos, en la visión global, en la atmósfera teatral y, sobre todo, en la administración permanente de la tensión musical. Barenboim dirige a ras de tierra, con la emoción y la pasión como argumentos insoslayables. No es la suya una lectura místico-filosófica a lo Furtwängler, una referencia de los cincuenta, ni siquiera una brillante explosión de colores a lo Carlos Kleiber, un hito de los setenta. La versión de Barenboim es, por encima de todo, humanista. Tiene la tradición a su favor pero no evita un compromiso con su tiempo. Envuelve, hechiza, hipnotiza. No renuncia a la contemplación, desde luego, aunque la reflexión desgarradora (no es una contradicción) está siempre al acecho. En su viaje al fondo de la noche («los días de la luz están contados, pero fuera del tiempo y del espacio está el imperio de la noche», decía Novalis) conserva Barenboim una relación trágica con el drama y una compasiva complicidad con los personajes. La fascinación se une al misterio, el escalofrío al desasosiego. La puesta en escena de Harry Kupfer es harina de otro costal. Dice el prestigioso director alemán que hay que contemplar Tristán dentro del contexto de la Tetralogía, no solamente por fechas de composición, sino por unos contenidos de la existencia del hombre en la sociedad que, en Tristán, se concentran en torno al individuo, en un formato de psicológico teatro de cámara. Barenboim y Kupfer trabajan juntos en Wagner desde un Anillo del Nibelungo posindustrial en Bayreuth. La aproximación a Tristán gira alrededor de un ángel caído en un hipotético cementerio, con una corpórea escenografía única. El ángel puede sugerir, en su condición andrógina, una superación del conflicto entre lo masculino y lo femenino en el juego de sensualidades. Además, como señala Massimo Cacciari, la imagen del ángel es utópica y su lugar es «el país de ninguna parte, una cuarta dimensión más allá de la esfera que delimita los ejes del cosmos visible». Hay una carga de distanciamiento brechtiano en tanto simbolismo, una mirada intelectual, claustrofóbica y críptica que no acaba de traspasar los límites entre el escenario y la sala. El mar, el bosque y las evocaciones más inmediatas están ausentes. No se corresponde la riqueza del foso con la distancia de la escena. Los cantantes Cantó Elizabeth Connell con equilibrio lírico-dramático, sorteando asperezas, con una línea musical y un fraseo diáfanos, desplegando una naturalidad despegada de tradiciones acartonadas. No estuvo fino Siegfried Jerusalem, especialmente en el segundo acto, pero su lucha por superar las dificultades e imponer su consumado estilo wagneriano fue encomiable. Deslumbró la nobleza vocal de Matti Salminen, y destacó también el lado casi liederístico de Andreas Schmidt y hasta el de Rosemarie Lang, más endebles por otra parte en los aspectos dramáticos. Justamente lírico el tenor Reiner Goldberg, e impecables las actuaciones de la orquesta y del coro. Barenboim comió en un restaurante estupendo antes de la función y se interesó en el primer descanso por saber cómo iba el partido de fútbol entre Alemania e Inglaterra. A Barenboim, la concentración musical no le aleja del pulso de la vida. Gracias a él Tristán e Isolda es, desde estos días, una ópera mucho más cercana en Madrid. JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO

EL MUNDO: TRISTAN E ISOLDA. Las alas del destino
Libreto y música: Richard Wagner./ Director musical: Daniel Barenboim./ Director de escena: Harry Kupfer./ Reparto: Siegfried Jerusalem, Matti Salminen, Elisabeth Connell, Andreas Schmidt, Rosemarie Lang./ Nueva producción invitada de la Deustche Staatsoper Berlin.
Dos son las principales excelencias de esta excelente producción. Por un lado, la armonía del conjunto, un perfecto acabado donde cada pieza se integra exacta y engrasadamente en el todo. Por otro lado, la luz que arroja sobre la obra inasible y huidiza, concretando su frondosa complejidad en el trazo visible de la aceptación del destino; aparte del violento sarpullido de lo que se ha dado en llamar amor y de la sórdida certeza que es la muerte, la pareja erótica por excelencia, el bueno de Tristán y la muy despachada Isolda, abrazan ante todo su propio destino. En el escenario berlinés, felizmente trasladado a la Plaza de Oriente, el gran Harry Kupfer ha concebido una figura vencida. Tiene algo de ángel caído, mucho de noble pajarraco de bellas alas, y un poco también, cuando gira la plataforma y lo vemos por detrás, de sirena descabezada, de cetáceo que ha ido a expirar a una playa cualquiera. A su alrededor, subiendo y bajando, asomándose y ocultándose, cantan y se enfrentan las difíciles criaturas wagnerianas, hasta que la lucidez va golpeando y diluyendo sus certezas. Tristán es un buen chico, que cree haber sido perdonado y viaja optimista como súbdito fiel. Isolda es una mujer herida, que cree que la venganza restañará su resentimiento. No saben que en el puerto no les espera el premio del rey ni el fallecimiento del rival, sino el puro, crudo, implacable y absoluto enfrentamiento entre ambos. La pareja, naturalmente, se amará y morirá, como exige la coherencia romántica, pero ante todo y sobre todo se encuentra, se reconoce, se asombra y celebra una seguridad que ellos entregan al resto de los mortales: el saber a qué han venido a este mundo. Averiguar tal cosa es ya una dicha, un deleite como a ellos les gusta repetir, un don de tanta envergadura que lo demás, la exaltación del amor y el júbilo de la muerte, no son sino consecuencias de la conciencia primera y fundamental; he nacido para que esta mujer furibunda me ofrezca una copa; he nacido para querer matar a este hombre con un veneno que asesina, pero a fuego lento. El gran Daniel Barenboim transmite la música de Wagner comunicando la claridad de este descubrimiento, la transparencia de un destino sobre cuya sencillez no es difícil apoyar filosofías, debates, proclamas y modelos. Lejos por igual de la contemplación transida y del galope del arrebato, la música llega limpia, con la pasión del mensaje que se desprende hoy de la exaltada partitura. Indaguen ustedes espectadores en la concreción de su propio destino, aunque no sean capaces de sentir turbulencias equiparables, aunque acaben de dejar de fumar para dilatar un poco más el tránsito hacia la nada. Elisabeth Connell es una esplendorosa Isolda, de canto intenso y caudaloso, que actúa, como pide la obra, de motor de la acción en tres actos. Siegfried Jerusalem, menos pletórico de voz, es un Tristán reflexivo y convenientemente desgarrado. Sobrecogedor Matti Salminen como el rey Marke con toda la hondura insondable y delicada en su estruendo de los mejores bajos. El fidelísimo Kurwenal (Andreas Schmidt), la sinuosa Brangania (Rosemarie Lang), y todos los demás se integran fluidamente en el pletórico conjunto. Respeto y devoción en el público, generoso en los aplausos que premiaban, con toda justicia, un éxito cálido y redondo. La noche calurosa de la primavera que muere acogía a la privilegiada audiencia que abandonaba la función memorable pensando que la ópera es esto y lo demás, ganas de perder el tiempo. En paralelo a la función memorable, la irrupción de la realidad: ¿por qué se había pintado el pelo de verde el acomodador? Para protestar de sus pésimas condiciones laborales, un conflicto que se prolonga sin resolverse. ALVARO DEL AMO
ABC: La Deutsche Staatsoper coronó una cima wagneriana
Barenboim demostró por qué es uno de los grandes intérpretes del siglo. ABC La gran ópera romántica alemana, esa franja de importantísimas obras flanqueadas por «La flauta mágica» y «Wozzeck», tiene a Wagner, y particularmente a su «Tristán e Isolda», como eje y cima. Pero afirmar esto es totalmente descomprometido, por obvio. Sin pacatas cautelas hay que señalar al «Tristán» wagneriano como una de las creaciones musicales más hermosas, perfectas y trascendentes que ha dado la historia de cualquier tiempo y lugar. Durante cuatro horas, cuatro -que no son ni cortas ni largas porque nada más empezar «Tristán e Isolda», tras el salto de sexta entonado por los violonchelos y el acorde con que responde la orquesta, el tiempo se detiene o al menos se torna no mensurable-, el espectador/oyente es envuelto por un flujo de células melódicas tan mágicas como los filtros del cofre de Isolda, tan admirables en tanto que música pura como cargadas de significaciones poemáticas; de armonías siempre cambiantes, genialmente inestables; de una tímbrica orquestal de inigualable paleta, que se funde y confunde con las propias voces, pues tan pronto los instrumentos son prolongación y complemento de aquellas, como las voces resultan deglutidas y asimiladas por el halo sinfónico. Una buena representación del «Tristán» es más que una gran noche de ópera: es una vivencia de extremada emoción. Jornada inolvidable la que disfrutamos en la noche del sábado y hasta la primera hora del domingo. Fue una representación literalmente excepcional, y no digo «excepcional por estos pagos» porque semejante nivel no es el ordinario en ningún sitio. No puede serlo. Harry Kupfer plantea la situación escénica con la esencialidad como lema y la humanización de los personajes como meta. Nada superfluo aparece, todo tiende a que la leyenda, las filosofías del amor, los anhelos entre místicos y sensuales que sustancian la pasión amorosa en su grado más alto y mistérico, se encarnen en personajes de carne y hueso cuya capacidad para comunicar su mensaje tendrá, por eso mismo, mucha más fuerza. Así, otros humanísimos sentimientos afloran en mayor medida que lo hacen en otras versiones, como son los de amistad, lealtad, magnanimidad… En este montaje resulta especialmente conmovedora, por ejemplo, la relación entre Tristán y Kurwenal. La escenografía, firmada por Hans Schavernoch, se basa en un gigantesco y bellísimo ángel caído, cuyas alas tanto son proa y popa de barco como cobertizo para los extasiados amantes. La sugestiva figura ocupa prácticamente todo el escenario, sobre una plataforma giratoria que multiplica su polivalencia. La sobriedad es máxima: frente al desbordante cromatismo de la música wagneriana, la escena muestra casi total homogeneidad de tonos grises: plata, plomo, luz lunar, apenas con el contrapunto de un discreto foco de luz roja -fuego, muerte- en el tercer acto. Siegfried Jerusalem, tenor wagneriano por excelencia, con veintitrés años de presencia activa en Bayreuth, es un Tristán magistral, lo que reconocemos por delante para dejar en su justo sitio el comentario al momento vocal, no perfecto, que observamos en la representación de referencia. Con el timbre algo velado y la potencia por debajo de los torrentes de la señora Connell y de la propia orquesta, Jerusalem se volcó generosamente en el primer acto y el esfuerzo le pasó factura ostensible en el segundo. Pero la gran línea de canto allí estaba, y los problemas se disolvieron en el tercer acto frente al impresionante despliegue vocal, expresivo, actoral que llevó a cabo con profesionalidad admirable. Elizabeth Connell es una Isolda importante, desbordante de pujanza vocal, pero capaz de replegarse hacia la música en los pasajes más intimistas. Sencillamente magistral, insuperable, pletórico de voz y musicalidad, el bajo finlandés Matti Salminen en su vitoreada encarnación del Rey Marke. Admirable encontré también el Kurwenal de Andreas Schmidt, quien pone junto al vigor dramático del personaje la exquisitez cantable de quien es gran liederista. Así mismo estuvo magnífica Rosemarie Lang, interesante voz de mezzo y una Brangania convincente por completo. En fin, los papeles más breves fueron interpretados espléndidamente por Rügamer, Müller-Brachmann y Gudbjörnsson. Bien el coro de la Ópera Estatal berlinesa cantando fuera de escena en el primer acto, y mejor cuando ocuparon plaza en el foso, fundiéndose con la orquesta. En cuanto a ésta, la Staatskapelle de Berlín fue una de las grandes sensaciones de la noche, pues a su alta calidad individual y como grupo añade lo que históricamente se ha dado muchas veces y hoy tiende a desaparecer, como es la identificación con su director titular que, siendo quien es, les lleva a tocar con vuelo de conjunto elegido. Breve va a ser la referencia al que bien puede señalarse como protagonista máximo de la jornada: Daniel Barenboim. Dirige el «Tristán» sin partitura, porque hace un tiempo la hizo suya y la vierte en golpes precisos de batuta, en gesto increíblemente rico en matizaciones. Su capacidad para frasear con grandeza y para expresar con hondura estas maravillas del genio de Wagner, carece de parangón hoy y le sitúan incuestionablemente junto a los más grandes intérpretes que ha tenido la música desde que existe la especialización directorial. Una realización tan perfecta de «Tristán e Isolda» podrá encontrarse difícilmente, pero, desde luego, con más facilidad que una versión tan unitaria, tan profundamente emocionante. José Luis GARCÍA DEL BUSTO
Una protesta multicolor reivindica la situación laboral de los acomodadores. Era de esperar que los acomodadores no se quedaran con los brazos cruzados y continuaran con su campaña de protesta contra el Teatro Real denunciando su situación laboral. Ya lo habían intentado en varias ocasiones, pero ésta ha sido quizá la fórmula más imaginativa empleada hasta ahora. Cuarenta y cinco de ellos se tiñeron el sábado el pelo de llamativos colores: plateado, amarillo, rojo, verde… Esto provocó el enfado del responsable del teatro y la curiosidad del público, que no dudó en preguntarles los motivos de este sofisticado «look». «Algunos nos dijeron que estábamos muy guapos, pero otros, al contarles nuestros problemas, incluso nos sugirieron que pusieran un papel para recoger firmas, algo que, por supuesto, no nos permite el Teatro», confesaba ayer a ABC uno de los acomodadores. Relata cómo alrededor de las siete y cuarto, «cuando se dieron cuenta de nuestro aspecto», un grupo de seguridad les impidió la entrada a la sala. Ante tal situación, el grupo de acomodadores pidió ayuda al comité de empresa de técnicos del teatro -ya que ellos no disponen de comité que les defienda-. «Hablaron con los responsables y a las siete y media nos dejaron pasar a la sala. Durante quince minutos, el público estuvo sin ninguna atención», recuerda. Hace un mes que los acomododadores han tramitado una demanda contra el teatro. Desde hace tres años, todo el personal de servicio al público (taquilleras, chicas de camerino, conserjes, acomodadores… alrededor de 90 personas), tiene contrato con una empresa de trabajo temporal. Ésta paga a los acomodadores 50.000 pesetas mensuales -mil más que hace tres años- y les ofrece contratos sin ninguna seguridad. «Nos van cambiando de empresa para no tener que hacernos fijos», arguye. La tarde fue larga: «Entramos a las seis y terminamos a la una de la noche». Tras los incidentes, las amenazas se repitieron, confiesa este acomodador: «Hubo mala cara y amenazas por parte de algunas personas. El jefe de seguridad se reunió con Cambreleng, el jefe de personal, el de acomodadores y la jefa de sala. Tras la reunión, nuestro jefe nos transmitió el malestar por parte del teatro y nos advirtió que nos atengamos a las consecuencias». Sin embargo, no fue un acto improvisado: antes de tomar la decisión de pintarse el pelo, los acomodadores se habían asesorado para no contravenir ninguna norma que pusiera en peligro su puesto de trabajo. «Era completamente legal».
Los aficionados evalúan el mayor acontecimiento en el Teatro Real desde su reapertura: sobresaliente en música, suspenso en ortografía. Era una de las noches más esperadas. Muchos eran los que deseaban estar presentes en este estreno, pero pocos los elegidos ante la gran expectación que había levantado la visita del director y pianista Daniel Barenboim. Se trataba de su debut como director de ópera en España, y para ello no dudó en traerse a su propio equipo, a la orquesta y coro de la Staatsoper de Berlín, de la que es titular desde 1992. El título, también fue bien elegido, «Tristán e Isolda» de Wagner -que dirigió por primera vez en 1978-, un compositor en el que Barenboim ha sacado matrícula de honor y se ha convertido en director de referencia. Si las cuentas eran correctas, el éxito estaba asegurado, como así ha sido. Sin embargo, no todo brilló la noche del pasado sábado en el Teatro Real. Los acomodadores prosiguieron con su campaña de denuncia sobre sus condiciones laborales; el tenor, por un momento, hizo peligrar la soberbia representación -una pastilla salvó la situación-; y hubo, como viene siendo habitual, una muy deficiente presentación de los sobretítulos, según han denunciado a ABC algunos de los asistentes. El secretario de Estado de Cultura, Luis Alberto de Cuenca, considera que el estreno «fue un acontecimiento, una fiesta memorable, con una magnífica puesta en escena y una dirección y una orquesta inconmensurables. Me gustó especialmente, porque soy un estusiasta de la materia artúrica y de todos los libretos de Wagner éste es el que me parece que tiene más altura. Además, me emocionó ver que en el libreto que entregaban al público para seguir la ópera e iniciarles en materia mitológica tan importante, aparecían los “Lais” de María de Francia con una traducción mía». Y hablando de libretos, ¿qué opina de las numerosas erratas que tenían? «Precisamente, hablé de esto con Cambreleng y le dije que había que darle una vuelta a los textos, sobre todo al que aparece justo encima del escenario para seguir el desarrollo de la obra y que tenía bastantes erratas. Cambreleng me prometió solucionar el problema de estos textos que no tienen porqué ser sólo un acompañamiento para bobos». Efectivamente, en los sobretítulos se pudieron leer erratas tales como «quando» por «cuando», «ospedarse» por «hospedarse», o «arrogo» por «arrojo». Resulta lamentable que un teatro de esta categoría tenga semejante falta de rigor. Por su parte, el director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Ramón González de Amezúa, no duda en calificar la representación de «Tristán e Isolda» de «espléndida. Es, sin duda, la mejor del Teatro Real desde que se ha inaugurado. La orquesta tuvo una actuación magnífica, y el director no digamos. La soprano estuvo estupenda y la segunda cantante también. El tenor no tanto y el bajo fue absolutamente magnífico. Fue de lo mejorcito que se puede tener por aquí». Lo menos acertado de la representación , a su juicio, fue «la escenografía, aunque no soy ningún experto. Me pareció un poco monótona con esos cambios de iluminación y los trajes tan sobrios. Era una puesta en escena muy simbólica, una representación onírica del “Tristán e Isolda” que se salía de lo corriente. Además, en los letreros había cada falta de ortografía que tumbaba, pero me imagino que estarían causadas por las prisas». Un magnífico resultado, a la vista de las críticas de los aficionados, casi perfecto en lo que concierne al espectáculo traído por el director argentino-israelí, que nos va a ofrecer durante tres veladas más -21, 25 y 28 de junio-, junto a las cuatro de «Don Giovanni», que se estrena mañana y que se repetirá el 22, 24 y 27 de junio. Un éxito al módico precio de 400 millones de pesetas, los mismos que desembolsará el Real la próxima temporada para traer de nuevo al gran director y a todo su equipo para interpretar «Fidelio» y «Los maestros cantores», y la siguiente, que cerrará este plan de colaboración de tres años establecido entre la Staatsoper de Berlín y el coliseo madrileño. La presencia de Barenboim en el Teatro Real plantea algunas interrogantes a los aficionados: ¿Por qué no contar con el director argentino de una manera continuada? Ante los rumores de que le han ofrecido el cargo de director musical, Barenboim contestó categóricamente que no en una reciente entrevista concedida a ABC Cultural, en la que añadía que por el momento no quería ocupar más puestos. Es conocida la situación de crisis que atraviesa la ópera en Berlín, y la falta de presupuestos y subvenciones a sus teatros. Problema que está haciendo peligrar la renovación del contrato de Barenboim como director de la Staatsoper de la capital alemana. Tal vez sea el momento para tentar al director y pianista para que se quede en España, país por el que siempre a profesado un gran aprecio. Entre los numerosos asistentes que no quisieron perderse el estreno estuvieron el presidente de la Comunidad de Madrid, Alberto Ruiz-Gallardón; el presidente de Telemadrid, José López; Margarita Retuerto, vocal del Consejo General del Poder Judicial; Mercedes de la Merced, Alfonso Guerra, Rafael Arias Salgado, y el director de ABC, José Antonio Zarzalejos. Sin embargo, se echó de menos la presencia del director musical, Luis Antonio García Navarro, que está convalenciente de una reciente operación, la segunda en pocos meses.

VI Ciclo de Lied
EN TORNO A LA SENCILLEZ
Obras de Schubert, Brahms, Strauss y Montsalvatge. Isabel Rey, soprano. Edelmiro Arnaltes, piano. Teatro de la Zarzuela, Madrid. 19 junio
Isabel Rey clausuró un VI Ciclo de Lied en el que han participado cantantes de tanto peso como Prégardien, Hvorostovsky, Goerne, Bostridge, etc. Todo un compromiso para la soprano valenciana, máxime cuando incluso en el caso de alguno de los citados hubo sus más y sus menos. Isabel Rey no ha hecho carrera como cantante de lied, sino de ópera. Todavía están cerca aquellos días en que quien firma escuchaba a Montserrat Caballé aconsejar a una joven soprano cómo debía respirar. Isabel Rey fue quizá la mejor de las alumnas con que contó Caballé en las clases magistrales que impartió en el Auditorio Nacional de Madrid. Allí estaba la valencciana, tumbada en el suelo con la mano de la barcelonesa sobre su abdomen para vigilar el fiato. Aprendió ella y aprendimos todos. Pasaron unos meses y Rey, que también estudió con Scotto, Cotrubas y Kraus, debutó en un escenario como la Amina de «Sonnambula», cuya aria interpretó en las clases de Caballé. Luego Gilda en Oviedo e Ilia en el propio Teatro de la Zarzuela, aunque lo más definitivo fue su incorporación a la compañía del de Zurich, donde abordó la mayoría de los papeles de su actual repertorio.
Isabel Rey huyó de ambiciones y planteó su intervención desde la sencillez. Sencillo era el programa, concebido casi exclusivamente a base de «bises», sencilla era su duración y sencillos fueron los resultados. Su voz, de lírico-ligera, es limpia y agradable, aunque se destempla algo al atacar en «forte» notas agudas como pudo apreciarse en «Die nacht» de Strauss. Pronuncia y frasea, característica muy importante en el mundo del lied y su especial dulzura y encanto encajó muy bien con las «Cinco canciones negras» de Montsalvatge, lo mejor de la tarde junto a las piezas de Brahms, mientras que pasó como de puntillas por las de Schubert. El que los resultados de una cantante que tiene mayor nivel del exhibido en esta ocasión no pasaran de discretos se debió en gran parte al acompañamiento, pues Edelmiro Arnaltes no tuvo un día afortunado. Al piano le faltó vuelo, tampoco hubo la deseada compenetración entre ambos artistas y ello dejó una sensación de frialdad y alejamiento.. Quizá faltasen ensayos. Gonzalo ALONSO

EL PAÍS: Paso a paso
Ciclo de Lied
Isabel Rey (soprano), Edelmiro Arnaltes (piano). Obras de Schubert, Brahms, Richard Strauss y Xavier Montsalvatge. Fundación Caja de Madrid. Teatro de la Zarzuela, 19 de junio.

Con la clausura del VI Ciclo de Lied llegó la hora española. Isabel Rey y Edelmiro Arnaltes confeccionaron un programa basado en alguna de las canciones con acompañamiento de piano más populares de Schubert, Brahms y Richard Strauss, para cerrar con un joya de la música española: las Cinco canciones negras, de Xavier Montsalvatge.
La soprano valenciana Isabel Rey se presentó como cantante de ópera en el Teatro de la Zarzuela hace prácticamente una década. Desde entonces ha desarrollado una carrera lírica medida y firme, con la Ópera de Zurich como cuartel general. Ahora da el salto al mundo del lied. Tiene mucho mérito, pues no es el nuestro un país de excesiva tradición en este campo -Victoria de los Ángeles y Monserrat Alavedra son dos admirables excepciones-, aunque algunas cantantes de ópera han hecho y hacen sus pinitos como complemento de su trayectoria teatral.
Isabel Rey tiene un sentido innato para la melodía. Es la suya una melodía natural, limpia, sin ningún remilgamiento ni afectación. Su voz es dulce y cuida además mucho el factor interpretativo. Ayer, la soprano Isabel Rey acercó más el lied a sus cualidades que al revés.
Su Brahms fue hermoso, pero en Schubert se mostró académica, rígida y excesivamente prudente, y a su Richard Strauss le faltó vuelo. Mostró momentos deliciosos en las Canciones negras, de Montsalvatge, especialmente en la Canción de cuna para dormir a un negrito, y En el pinar, de Obradors, y sacó a la luz sus mejores cualidades en un lied de Mendelssohn ofrecido como segunda propina.
Isabel Rey está aún un poco verde para un universo estilístico tan complejo y contenido como el de lied. Cuestión de tiempo. Tiene muchas bazas a su favor: una dicción y un fraseo nítidos, musicalidad y encanto. El pianista Edelmiro Arnaltes acompañó a veces con corrección y otras con un punto de frialdad. Con sus pros y sus contras fue un recital más que aceptable. JUAN Á. VELA DEL CAMPO

ABC: | «La forza del destino» y la fuerza de Verdi. José Luis García del Busto
«La forza del destino»,ópera en 4 actos, libro de Piave sobre el Duque de Rivas, música de Verdi. Intérpretes: A.M. Sánchez, S. Licitra, V. Alexejev, P. Burchuladze, C. Chausson, T. Martirossian, E. Fiorillo, M. Perelstein, J.J. Rodríguez, S. Sánchez Jericó, H. Monreal. Coro de la OSM y Orquesta Sinfónica de Madrid. Dir.: M.A. Gómez Martínez. Dir. escena: B. Broca.- Teatro Real, 12 de mayo.
«La forza del destino» no es el mejor Verdi, ni mucho menos. Estrenada en San Petersburgo en 1862, seis años después fue revisada para la Scala. El libreto, básicamente de Piave, se basa en el dramón «Don Álvaro o la fuerza del sino» de nuestro romántico Duque de Rivas, y si éste es teatro viejo, el libreto de la ópera verdiana es truculento, increíble, tosco y literariamente malo. Pero la «forza» de Verdi es mucha. Su temperamento de músico teatral nato hace que, si no de manera continua, la música nos capte y aun nos emocione aquí y allá. No cabe reivindicar «La forza del destino» como obra maestra, pues teatralmente es endeble y musicalmente muy irregular, pero los momentos excelentes de la partitura bastan para mantenerla viva en el repertorio.
La mejor música de «La forza del destino» se adhiere al papel de Leonor, y el triunfo de Ana María Sánchez ha sido contundente, redondo. Ni por asomo se puede hablar de sorpresa: a la joven soprano alicantina se la ha visto venir de lejos, y aquí está. Tiene una voz pujante y bellamente timbrada, y está cantando con clase de artista seria. Su final «Pace, pace, mio Dio!» -en el que ha estado acompañada magistralmente por orquesta y director- resultó modélico. También es un joven valor, ya contrastado, el tenor italiano Salvatore Licitra, cuyo Don Álvaro ha sido más vibrante que exquisito: la madera es buena, pero seguramente falta barniz. Muy aseada en todo momento la actuación del barítono ruso Valeri Alexejev (Don Carlos) que logró buena vibraciónverdiana en sus dúos con el tenor. El georgiano Paata Burchuladze es un bajo de voz inmensa, pero anoche la hemos encontrado algo engolada y su papel de Padre Guardián estimo que ha quedado fuera de estilo. Muy superior me pareció como intérprete Carlos Chausson: es difícil imaginar un Fray Melitón mejor, ni por voz, ni por línea de canto, ni por gracia expresiva y escénica. Correctos los papeles menores, muy entonado el Coro, con papel amplio, vario y jugoso en esta ópera, y más que correcta la Sinfónica madrileña, que acaso dio lo mejor de sí misma en los pasajes más líricos y delicados, logrando pianísimos de rara calidad. De buen grado me sumo al destacado aplauso que se tributó al maestro Gómez Martínez, siempre buen director y seguramente director especialmente avezado en lides teatrales. El control de escenario y de foso fue absoluto en todo momento, y el director granadino supo lanzar a cantar a la orquesta, o hacerla respirar con los que cantaban arriba.
La producción fue hecha para varios teatros franceses en 1993 y está firmada por Bernard Broca como director y Bernard Arnould como escenógrafo. Es, más que sencilla, esquemática. El punto de partida que creo adopta es el de esquivar la truculencia argumental y renunciar a cualquier aparato «externo» para dejar que afloren más claros y puros los sentires de los personajes, pero el resultado estimo que es fallido, en la medida que esos sentimientos y los personajes que los albergan son de cartón piedra y, de esta manera, además de no creernos nada nos quedatodo muy distante. En definitiva, es un montaje pobre, con momentos bellos -bien manejada la luz- y algún otro decididamente de mal gusto -caballo y espada. Resumiendo, representación con altibajos, como la propia ópera de Verdi. Pero, una vez más como en Verdi, lo bueno de esta representación del Real es muy bueno.

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