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las críticas a "El Holandés errante" en Sevilla
Los dos Rossinis y sus respectivas críticas en la prensa nacional. Comparen a su criterio
Por Publicado el: 17/01/2008Categorías: Diálogos de besugos

El Tristán o, mejor, la Isolda

Aquí los textos de las principales críticas publicadas en prensa escrita sobre el último espectáculo del Real. Se nota mucho que la de Alvaro del Amo está escrita nada más salir del teatro y no es más que un cúmulo de lugares comunes sin apenas datos de la función en sí. una crítica de una función de «Tristán» ha de contar cómo ha resultado la función, no lo que supone «Tristán» en la historia lírica. De otro lado Vela del Campo se dedica a filosofar ampliamente, con filso´fía barata y demagógica a veces -¿qué sentido tiene la comparación final entre estética o ética-? Solamente paja. Gonzalo Alonso posiblemente abra una crisis en el Real puesto que por vez primera plantea a las claras la problemática del Real con su orquesta y director musical y Alberto González Lapuente, sin ser tan directo, viene a escribir lo mismo.

El Mundo. ALVARO DEL AMO
El pérfido día y la dulce noche
La orquesta y la escena producen un efecto de plausible profesionalidad, de escasa ambición, sólo catapultada por los cantantes
Tristán e Isolda
Director musical: Jesús López Cobos / Director de escena: Lluís Pascual / Intérpretes: Waltraud Meier, Robert Dean Smith, Alan Tituss, Mihoko Fujimura. / Escenario: Teatro Real Fecha: 15 de enero.

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La riqueza de esta obra literalmente infinita sobrepasa no sólo la excelencia operística e incluso musical, sino que se extiende hasta erigirse como emblema del movimiento romántico, alcanzando tanto las cumbres de la filosofía como la más íntima raíz de la vida humana. No es raro que se haya hablado, para descifrar el ímpetu de los amantes inverosímiles, tanto de metafísica como de entrega carnal, en una combinación secreta de idea sublime y exaltación delirante; la razón de esta suma imposible la encontramos en el dilema del que nadie se escapa, el combate entre la vida y la muerte, el amor como gozo supremo y como destrucción inevitable, la extinción que necesita un suplemento de gloria y de belleza para ser aceptada.

Nunca Wagner llegó tan lejos en su audacia estética ni en su radicalidad como hombre atormentado por entender y dar respuesta al enigma de la existencia.

Tristán e Isolda es diáfana, vigorosa, envolvente y conmovedora, pero al mismo tiempo tiene mucho de escurridizo, de inasible, e incluso de inalcanzable, en la exigencia al intérprete de hacer suya la riqueza del universo ofrecido, optando por alguno de los mil caminos que el compositor y dramaturgo ofrece. Los que se acerquen a la acción en tres actos deben implicarse a fondo si no quieren permanecer en el umbral del santuario, renunciando al disfrute de sus revelaciones.

Jesús López Cobos, tras una obertura débil y poco prometedora, fue centrando progresivamente a un orquesta poco ducha, que, a un vuelo rasante y sin permitirse ninguna filigrana, realizó el tránsito hasta el final modesta y razonablemente.

Los escenarios sucesivos albergan el desarrollo de un drama que se cuenta de un acto a otro, utilizando enérgicas elipsis temporales. La peripecia escénica propiamente dicha es estática en cuanto a movimiento exterior, pero frenética y turbulenta en la exposición de las muy variadas pasiones que agitan a los personajes; no sólo el descubrimiento del amor y la fascinación por la muerte, también unos u otros conocen la venganza, el despecho, la traición, el odio o la tristeza.

La escenografía de Ezio Frigerio arranca con una elegante popa movida por las alas, continúa en una arboleda que acaba abrazándose y termina con un marmóreo hospital. El vestuario de Franca Squarciapino marca tímidamente una diferencia de época no muy relevante, y la dirección de Lluís Pasqual, sólida y segura, no se molesta demasiado en subrayar las tensiones latentes, desplegándose en un abanico más bien convencional.

La orquesta y la escena, en su conjunción, producen un efecto de plausible profesionalidad, de escasa ambición, sólo catapultada por los cantantes. Waltraud Meier es la Isolda de nuestros días, y aquí vuelve a sentar cátedra, elevando el espectáculo con una interpretación memorable. Robert Dean Smith es un Tristán sólo discreto, sostenido por Alan Tituus, un Kurwenal apasionado. René Pape es un rey Mark esplendoroso y Mihoko Fujimura una Brangâne dúctil y cálida.

El País. Juan Angel Vela del Campo:
Una obra inagotable
EL PAÍS – Cultura – 17-01-2008
Tiene razón Lluís Pasqual cuando asegura que Tristán e Isolda es una ópera «inagotable». Lo subraya además en el planteamiento de una concepción escénica discutible en algunos aspectos de su desarrollo pero impecable en la idea de partida. Cada acto tiene lugar en un periodo diferente: el de la leyenda que sustenta la historia, el de la composición de la ópera, el que está viviendo el espectador. El mar está siempre presente como metáfora y elemento de unidad estética. Se viaja en el tiempo y en el espacio, como subrayan los elementos escenográficos, los materiales y el vestuario, pero este paseo por el amor y la muerte recurre en primer plano a la inmortalidad de la música o, con un calificativo menos trascendente, a su inagotabilidad.

Una representación de ópera es una comunión a tres bandas entre la salida a la luz de una partitura, la capacidad de comunicación de unos artistas -o intérpretes- y la sensibilidad -o receptividad- del público que asiste. Y tiene una fecha concreta, de lo que se deriva que cada función puede ser diferente -en mejor o peor- a la que ahora se comenta. Los artistas no siempre están en el mismo tono vital y los públicos van cambiando. Una de las grandezas de la ópera es precisamente ese carácter de insustituibilidad. No hay dos días iguales. Ni siquiera los comentaristas están sujetos a las leyes de la objetividad al margen de las circunstancias. En una representación como la de anteayer, por lo visto y oído en los pasillos, daba la sensación de que un porcentaje importante de espectadores había visto por televisión la reciente apertura de la temporada de la Scala con este mismo título, con lo que el juego de las comparaciones adquiría un protagonismo desmedido. Incluso alguno iba más allá y afirmaba que el cantante tal o cual había estado más en forma el día x del mes y en la ciudad z en el mismo papel. Este perfeccionismo a ultranza es legítimo, pero condiciona sustancialmente el aquí y ahora.

La representación de Tristán e Isolda anteayer en el Real tuvo empaque y una factura más que notable en todos sus apartados. El público se volcó con la carismática Waltraud Meier y con el rotundo René Pape, dentro de una valoración positiva de los cantantes en bloque. Hubo cierta división de opiniones en la faceta orquestal, y aceptación sin más en el enfoque escénico. Quizá los menos valorados respecto a sus méritos fueron el tenor Robert Dean Smith, que hizo un trabajo espléndido, aguantando el tipo hasta el final en un papel endemoniado, y López Cobos, al que algunos abuchearon en el segundo intermedio y al final con algunos gritos un tanto fuera de lugar.

Se mire por donde se mire, existió una dirección consistente por parte del maestro zamorano. A su manera, bien es verdad. Con una atmósfera de serenidad. Con una componente analítica de mucho mérito. Con sentido de los contrastes y de la concertación. Con precisión en la estructuración. Con una estimable poesía del sonido. Y todo ello con personalidad, sin inútiles imitaciones, jugando en el terreno que director y orquesta mejor dominan. La Sinfónica de Madrid respondió a la medida de sus posibilidades. No es la Filarmónica de Berlín, pongamos por caso, pero está muchos enteros por arriba de la Orquesta del Liceo de Barcelona. ¿Con quién comparamos? La dirección teatral acertó en lo fundamental y se perdió en los adornos. No es de recibo que Isolda muera para el público en vez de para Tristán, es irrelevante la llegada de la protagonista en el tercer acto, es un poco insustancial el movimiento del segundo acto o es frustrante la conclusión del primero con el coro entre bambalinas. Sin embargo, el mar tiene una carga de fascinación desde la fuerza de la proa del barco o desde las camas de un tercer acto poderoso y profundo. ¿Estética por encima de la ética? Quizás.

El reparto vocal es excelente. Meier es una cantante alemana que enamora. Pisa el escenario con convicción, transmite una carga emocional intensa. Dean Smith es un tenor lírico sutil, Pape derrocha convicción, Titus desprende energía y Fujimura aporta un concepto ritual muy atractivo. La representación, pese a sus limitaciones, posibilita un acercamiento muy estimable a la ópera. No es poco. El Real se puede sentir orgulloso de obtener estos resultados artísticos en un título tan complejo.

La Razón: Gonzalo Alonso
Cultura y Espectáculos
Waltraud Meier, voz que hipnotiza
El Teatro Real se rinde ante la soprano wagneriana en «Tristán e Isolda»
«Tristán e Isolda»
De Wagner. Intérpretes: R.Dean Smith, R.Pape, W.Meier, A.Titus, A. Marco-Buhrmester, M.Fujimura… Coro y Orquesta del Teatro Real. Dir. de escena: Ll. Pasqual. Dir. musical: J. López Cobos. Teatro Real. Madrid, 15-I-08.
El Teatro Real y su director musical hacían una apuesta muy arriesgada al reprogramar «Tristán e Isolda» tras la producción de la Staatsoper berlinesa con Barenboim al frente de hace algunos años. Ambos han logrado salir airosos, pero también sacan a la luz el gran y grave problema actual del teatro. El crítico podría hoy, como siempre, refugiarse en filosofías y citas para escurrir el bulto y no mojarse, pero creo que el nuevo espectáculo del Real es más que eso, porque anuncia la necesidad de un cambio y hay que contarlo. Difícilmente el «Tristán» con el que la Scala inauguró su actual temporada ha podido superar en lo canoro a éste. Hay sobre el escenario una artista, mucho más que cantante, que hipnotiza. Es como si Brangäne, en vez de haber cambiado el brebaje de la muerte por el del amor, lo hubiese hecho por el del hipnotismo.
Mar de fondo
Waltraud Meier arrasa y conmueve. Ha habido quizá muchas Isoldas con mayor poderío vocal, pero muy pocas capaces de reflejar tanto los aspectos humanos y trascendentales del personaje con tal intensidad y poder comunicativo. Tuve la inmensa suerte de escuchar su debut en Bayreuth como Isolda (1993) y puede asegurarse que es enorme el avance en la profundización del personaje y que es casi un milagro que la voz conserve tal frescura a sus 52 años. Ella fue la gran triunfadora y sólo por ella vale la pena este «Tristán e Isolda». Pero hubo más triunfadores. René Pape perfila un rey Marke noble y de autoridad. Posiblemente no lo haya habido mejor tras Salminen. Mihoko Fujimura canta con muy buena línea la parte de Brangäne y Alan Titus resulta un excelente y entregado Kurwenal. Robert Dean Smith no admirará por la calidad ni la potencia de su voz, pero interpreta con escuela y musicalidad a Tristán, aunque el tercer acto le sobrepase.
La producción, firmada por Pasqual, que proviene del Teatro San Carlo de Nápoles, plantea temporalidades diferentes en cada uno de sus tres actos, siendo una constante el mar de fondo. El primero trae en primer plano la proa de una nave vikinga que se balancea, cambiando de posición, atendiendo al contenido dramático. Es el mejor resuelto. En el jardín del palacio de Marke no acaba de encajar el vestuario de los personajes masculinos ni el camastro entre cipreses, aunque ambas escenas reúnen gran belleza visual y gozan de una perfecta iluminación. Otra cosa es el tercer acto, donde se derrumba escénicamente, pues la poesía de su música queda machacada por camas y sillas de hospital y no se entiende que un regista de la sensibilidad de Pasqual no se percate de ello.
López Cobos da lo mejor de sí, que es mucho, y la orquesta suena muy aceptablemente, pero no se alcanza el nivel que en su día ofreció Barenboim. «Tristan» precisa más vehemencia en el primer acto, más voluptuosidad en el segundo y más abandono dramático en el tercero. Las comparaciones pueden resultar odiosas, pero hay veces que resultan inevitables.

Un problema musical
Han cambiado muchas cosas en el panorama lírico español y el nacimiento de la ópera en Valencia no puede ser obviado por el resto de teatros, fundamentalmente, el Liceo y el Real. La orquesta del Palau de les Arts suena bastante mejor que las de estos últimos y allí dirigen asiduamente Lorin Maazel y Zubin Mehta. El Liceo suple su inferioridad orquestal gracias a su mucho mayor número de espectáculos, coherencia artística y calidad de repartos, pero el Real afronta peor la comparación. Sin duda, Gregorio Marañón, el nuevo presidente de su Patronato, tiene un reto importante que, si bien lo es a medio plazo, ha de enfocarse desde hoy: no se puede ser el primer teatro de España sin serlo musicalmente. Prueba de ello resulta este «Trisán» de excelente nivel en lo canoro pero inferior en el foso a los Wagner ofrecidos en Valencia. Algo hay que hacer y lo primero para actuar es asumir la realidad.

ABC: Alberto González Lapuente.
Un reino prodigioso
Ópera
Wagner: «Tristán e Isolda». Int: W. Meier, R. Dean Smith, R. Pape, M. Fujimura, A. Titus, A. Marco-Buhrmester, A. Rodríguez, D. Rubiera. Coro y Orq. Titular del Teatro Real. Dir. escena: Ll. Pasqual. Dir.: J. López Cobos. Lugar: Teatro Real. Fecha: 16-I-08
ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
Hoy el Teatro Real es un poco más grande. Ha crecido en experiencia y prestigio tras hacer una apuesta de riesgo. Siempre lo es programar «Tristán e Isolda», pese a jugar con las cartas marcadas por un reparto (el primero de los dos anunciados) formado por mucho de lo mejor que pueda encontrarse por el mundo. Hoy lo sabe el público del estreno, entre el que había personas que llegaron con el susto de tener por delante cinco horas de espectáculo. No es una anécdota. Los espectadores del primer día son plurales, variopintos, y algunos justos en sus saberes como corresponde a la cercana y sesgada historia operística madrileña. Que al final se escucharan muchos comentarios favorables habla muy bien sobre la pedagogía del espectáculo; que además se aplaudiera con notable entusiasmo, confirma el éxito de una jornada extraordinaria.
Y lo fue porque en este «Tristán» figura Waltraud Meier, quien llega a Madrid tras triunfar en La Scala en una producción (Chéreau/Barenboim) calificada de irrepetible. La de Madrid no lo es, aunque ella se haya encargado de que lo parezca. Visto en su totalidad, gracias a una emoción cambiante, compleja, desde lo delicado a lo doliente y apasionado. Más cerca del matiz, por la sutil compenetración con el texto. No se habla de adecuación vocal, ni de absoluta perfección técnica. Es algo más profundo que hace referencia a una forma de decir, a una concentración que surge vibrante y espesa hasta alcanzar el clímax en la despedida, ya transfigurada, desde la boca del escenario.
Con todo, no fue ese tercer acto el más completo. A lo mejor porque se había puesto mucho en el primero, sin duda porque en el foso había otro aliento. A Jesús López Cobos, la obra le sonó muy bien respirada pero no jadeante. Comenzó proponiendo algo muy bonito de sonido, pausado, cuidado en el perfil, poco carnal, apenas sublimado y menos hirviente. Mantuvo así el primer acto, dibujando un arco que finalizó de forma grandiosa con todos en estado de gracia. En el segundo el sonido se abrió y fue más llano, a excepción de la presencia solemne, elegante, impecable de René Pape, a quien el papel de Rey Marke le queda como una segunda piel. Al final el trabajo de López Cobos tuvo sentido, resolución y moderado pellizco.
Si el problema fuera sólo de idoneidad habría que considerar a Robert Dean Smith un Tristán de relativo interés. Su interpretación fue menos variada que la de Meier y, a falta de un punto de heroísmo, resultó asombrosa la regularidad ante algo tan complejo, la fluidez lírica con la que resolvió la personalidad del caballero enamorado y la robustez del monólogo final. También fue enorme la presencia del Kurnewal de Alan Titus o la anchura y brillantez que tomó Brangäne en la estupenda y algo caliginosa interpretación de Mihoko Fujimara.
Y todo ello en un «Tristán» cuya luz hay momentos que roza el virtuosismo. Lo hace en el primer acto, cuando la escena adquiere una coherencia formal que incrementa la impresión de lo legendario. La proa del barco cabeceando sobre el mar, el cielo corriendo, el instante en el que la cubierta se separa antes de que los amantes tomen el filtro es algo que consolida una intención de fondo que luego se aplaca. Lluís Pasqual traslada de época los dos actos siguientes, pero no beneficia demasiado al protagonista la llaneza de verle vestido de militar o la puerilidad de que muera en la cama de un hospital. El «Tristán» que engancha es el de la leyenda, el del mito, el de la noche que abraza y el de la muerte que funde. El que aquí se cantó.

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