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Por Publicado el: 24/03/2007Categorías: Crítica

Entre admiración y cabreo

Ciclo Grandes Intérpretes
Entre admiración y cabreo
Obras de Beetohoven, Brahms, Scriabin y Rachmaninov. Ivo Pogorelich, piano. Auditorio Nacional. Madrid, 20 de marzo
Todavía recordaba el concierto, hace ya siete años, de Pogorelich con Herreweghe en el que tocó un tanto arbitrariamente a Chopin, autor en el que las licencias son relativamente posibles. Esta vez no montó el número al salir, (aunque del pelo largo y la coleta ha pasado al corte de pelo tipo bola de billar y ha tomado bastantes kilos. Simplemente) se puso a tocar la “Sonata n.32”, supuestamente de Beethoven. Quien escribe se quedó perplejo desde las primeras notas, con una mezcla peculiar de admiración y cabreo que se prolongaría durante todo el recital. Trataré de explicárselo.
No hay duda de que Pogorelich es un genio del teclado y que se haya años luz de la mayoría de sus colegas famosos. Posee un sonido bellísimo, que no se enturbia jamás a pesar de su poderío avasallador, ni siquiera cuando emplea el pedal. Las notas suenan con la claridad de un cuentagotas, incluso se escuchan voces que jamás se han escuchado antes. Todo ello sucedía en la “arietta”, tras un “allegro con brío y apasionado” que realmente hizo honor al título. ¡Cuánta belleza en sus primeros compases! Los pianos no sonaban sólo como tales, sino que parecían perderse en la lejanía… Pero inmediatamente las rarezas, que ya se habían apuntado en el tiempo anterior, machacaron la memoria del oyente. ¿Qué tocaba Pogorelich? Desde luego no la n.32, a pesar de tener la partitura delante -¡hay que echarle ganas de exhibicionismo para tocar “Para Elisa” con partitura!- a menos que aquella no fuese la de Beethoven sino la suya. Una cosa es recrear y otra reescribir, que es lo que a Pogorelich le gusta. Uno admiraba lo que oía pero a cada momento se mosqueaba porque se separaba en tempos, dinámicas y todo cuanto se pueda imaginar del concepto habitual y se producía una falta de coherencia interna en una versión llena de momentos distintos, construida a base de retazos caprichosos de genialidad. Sinceramente, Pogorelich debería cobrar derechos de autor.
No me interesó ni la citada “Para Elisa” ni la supuesta “Sonata n.24” del mismo autor. Me abrumó la apabullante técnica en la “Sonata n.4” de Scriabin y en la n.2 de Rachmaninov y, sobre todo, me volvió a llegar al corazón el “Intermezzo Op.118” de Brahms, tocada con preciosismo de orfebrería sonora. En él son más admisibles las licencias, aunque el yugoeslavo las convierta en arbitrariedades. No puedo ni quiero renunciar a un background musical pero, si quisiera y pudiese, este Pogorelich sería ocasión para ello. No hubo propinas, pero el público tampoco insistió demasiado. Gonzalo Alonso

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